Le decíamos Jor, aunque sabíamos que atrás de nuestra vagancia o simplificación cariñosa había un nombre completo que empezaba con vocación de santo guerrero mata dragones y terminaba feminizado. Jorgelina a secas. Emancipado de apellido. Pero sobre todo, sabíamos que esa chica agazapada en la computadora del cuartito bambalina de la “Casita Brandon” al que solamente accede una multitud de gente de confianza, era la una de las dos, la parte de la dupla, la otra de la otra. Resultará extraño, pero casi siempre pensamos a Jor en situación de combo. Su imagen está unida a la de Lisa Kerner, aunque de un modo muy original: a contramano del contraste, lejos de las dos mitades en competencia que impone la lógica binaria. Son, mejor, dos alas de la misma puerta que bien podría ser la de la calle Drago 236 que cuando está por pasar algo adentro, siempre está sin llave aunque tenga pinta de cerrada para los que no entienden.
Jor ha sido la una de las dos anfitrionas, técnicas, maquilladoras, empleadas y administradoras de este centro de alquimia de la cultura lgbttiq argentina, rarísima casa que por nombrar una sola rareza, tiene cada vez más luces de neón pero todas iluminan para adentro.
La palabra amigas alcanza en esta dupla una dimensión de amor después del amor, promesa cumplida de lo que anuncian las canciones. La palabra “amigas”, tantas veces manoseada para ocultar o no querer mirar una relación amorosa entre mujeres significa aquí una red de otras, de iguales, ex novias, novias actuales y allegades que se ocuparon, por ejemplo, de cuidar de Jor hasta el último día.
Esa trama no es una proeza sino carta fundacional de Casa Brandon, refugio/ mansión/ boliche que empezaron como novias, siguieron como socias, compañeras en la salud y en la enfermedad que hace muchos años le impuso a Jor una familiaridad con el bastón, el parche en el ojo y otros accesorios que la volvieron una pirata capaz de afanarle años a los diagnósticos.
Lisa, en la viglia del día después, cuenta que la última noche, luego de semanas de cuidados compartidos en red, tomó fuerzas y entró por última vez a la habitación donde Jor, ya dormida, respiraba con mucha dificultad. “Me acerqué al oído y me puse a hablarle, le expliqué que ya estaba, que tenía que irse, "ya estamos preparadas, te amamos, vas a ir a un lugar mejor". Le estuvo hablando media hora convenciendo a esa cabeza dura de soltar”. No se sabe si la escuchó, pero Jor murió unos minutos después. Al otro día, cuando el ataúd que llevaba el cuerpo embanderado con el arco iris iba a perderse en la fosa crematoria, Lisa, como despedida apoyó las manos en la madera, le dio un beso y de un manotazo le arrebató la bandera. El cajón marchó desnudo. La voz de Jor le estaba taladrando la oreja: “No seas loca, amiga, la bandera no. No la entregues al fuego”.