Hay que decirlo: estamos en el mes del estreno de Alanís de Anahí Berneri, Zama de Lucrecia Martel y La novia del desierto de Cecilia Atán y Valeria Pivato; en los primeros dos casos, autoras con una serie de películas que las destacan como creadoras dentro del cine argentino, en el segundo dos amigas que presentan su opera prima, después de años de trabajar con directores como Babenco, Trapero, Campanella y Agresti. Mujeres directoras que tienen mucho para decir y dar a ver sobre el cine y el mundo, y en el caso de Berneri, Atán y Pivato, que trabajan directamente sobre figuras cristalizadas en el repertorio de lo femenino para desarmarlas, ya sea delicadamente o a golpes de imagen, de piel y cuerpos reales que toman la pantalla. Como Berneri había hecho en Encarnación con una Silvia Pérez que, ya pasada la juventud, procesaba el hecho de ser una mujer sin pareja y sin hijxs para la cual los brillos estaban en el pasado, la protagonista de La novia del desierto viene de otro mundo -el del trabajo doméstico- pero también se encuentra, a los 54 años, frente a cosas que terminan. Y un gran vacío enfrente que toma la forma del desierto de San Juan, tan soleado y de un cielo tan azul que hiere.
Ella se llama Teresa, es chilena y pasó más de treinta años como empleada con cama adentro de una familia acomodada. La película la encuentra en el momento en que llega a San Juan para colocarse en una nueva casa, y va mostrando en flashbacks luminosos esa vida que al terminarse (porque los patrones deciden poner en venta la casa) arrastra mucho más que un simple cambio laboral. Lo que sigue es casi una historia a mitad de camino entre la comedia romántica y la de enredos, pero en el tono despojado y tremendamente contenido que impone el personaje: Teresa pierde un bolso donde lleva todas sus cosas y cree que se lo olvidó en la casa rodante del Gringo, un vendedor de ropa interpretado por Claudio Rissi. El resto de la película es la búsqueda del bolso pero sobre todo la proximidad entre un hombre y una mujer que, aunque lxs espectadorxs quieran entregarse a especular sobre hacia dónde lleva, crece despacio y de pronto deslumbra a tal punto que lo importante es asistir a ese momento.
La novia del desierto se juega a unos pocos elementos y los convierte en su fortaleza, en primer lugar porque Teresa es interpretada por la actriz chilena Paulina García. Hay que hablar de Paulina García: en Gloria (2013), que le valió el Oso de Plata a la mejor actuación femenina en Berlín, era una mujer de 58 años que iba a fiestas y deseaba el romance como modo, quizás, de no asomarse a eso que llaman “el resto de su vida”; en La cordillera (2017) de Santiago Mitre fue nada menos que la presidenta de Chile y se visitó de dignidad protocolar para recibir al presidente argentino interpretado por Ricardo Darín. En La novia del desierto, con algo de la serenidad de movimientos de Isabelle Huppert en El porvenir (2016), le pone el cuerpo a un personaje introvertido, engañosamente desamparado, que tiene un aire de vulnerabilidad quizás por todo lo que la mirada de lxs otrxs pone en una mujer que no tiene ni casa ni familia. El prejuicio empieza a pisar fuerte en las expectativas que produce el personaje, en la posibilidad -deseable, como un cuento con final feliz- de que por fin arme una vida al lado de un hombre. De que “dos soledades se encuentren”, como suele decirse, entendiendo la soledad como la forma de incompletitud más triste. Así se la ve a Teresa, pequeña en medio de un paisaje inmenso y ambiguo donde lo rocoso y lo árido quizás contrastan, o quizás conviven de otro modo más extraño, según se lo mire, con la lisura del cielo. La novia del desierto es amable y directa más que compleja pero aún así, disfrutable de principio a fin en su manera de mezclar aventura y romance sobre el fondo de un paisaje que imanta los ojos.