La que está allí no soy yo. La imagen que me devuelve el espejo no tiene mi rostro, ni mi pelo, ni mi cuerpo. Me toco la frente y la imagen hace lo mismo, abro los ojos, y ella también se sorprende. Entonces la reconozco. Pero no puede ser. Ella está muerta. Mi mente me juega sucio. Anoche dormí poco y mal y ahora creo estar viendo cosas que no son reales. Tal vez esté soñando, debe ser eso. Debe ser un sueño de esos en los que una sabe que está dormida y soñando. Me restriego los ojos y vuelvo a mirar el espejo. Desde allí sigue mirándome Manya. El luto desborda su vestido negro de cuello alto; los ojos grises han perdido la luz que tenían cuando aún Pierre estaba vivo. Me mira sin verme, sin verse. Pellizca sus mejillas para darles un tono rosado. Ella lo hace y yo lo repito. Ahora se peina y me peino con ella. Me siento ella. Soy ella. Somos Marie Curie.
Termino de arreglarme el pelo que sujeto con una horquilla y lo cubro con un sombrero de ala pequeña. Me prendo en el pecho el broche que Pierre me regaló para nuestra boda, el que había sido de su madre: debo estar presentable para enfrentarme a mis colegas. Ellos saben lo que quiero, se los he pedido, me corresponde, me lo he ganado. Deben escucharme y acceder. No quiero dejar inconcluso el trabajo que iniciamos con Pierre, él también querría que lo continuara, estoy segura de ello.
Camino por las calles empedradas hasta llegar a esa esquina, la maldita esquina en la que sostuve la cabeza destrozada de Pierre entre mis manos. Sin pensarlo, meto mi mano en el bolsillo del vestido y saco el pañuelo con que intenté limpiar el rostro de mi amado. Lo huelo. Deseo reconocer su perfume en ese trozo de tela ensangrentado. Lo guardo enseguida, sé que dentro de los pliegues del pañuelo aún conservo parte de mi Pierre, pequeños trozos de su cerebro, células que estaban vivas cuando él estaba conmigo. Me digo que debo tirar el pañuelo, pero me resisto, es demasiado pronto, me digo. Aún tengo que tenerte conmigo, tocar lo que queda de vos, olerte.
Llego a la universidad acalorada por la marcha. Me detengo en la escalera. Recupero el aliento y me concentro en aquello por lo que estoy acá. Me aliso la falda y subo los diez escalones hasta la entrada. Me anuncio con el secretario y subo los dos pisos hasta la oficina del rector. Toco la puerta con dos golpes y entro. En la mesa de reuniones están sentados los directores de la casa. Me invitan a sentarme. En sus ojos que intentan no mirarme, percibo la respuesta a mi solicitud. Las palabras del rector me lo confirman: Madame, usted ha pasado por un penoso hecho y es mejor que descanse, que no vuelva al laboratorio, al menos por un tiempo, no se preocupe, de todos modos, le ayudaremos con un aporte mensual, todos valoramos a su esposo.
Salgo de la oficina sin saludar. Voy al laboratorio, nuestro laboratorio, y veo tras los cristales las mesadas limpias, los elementos ordenados, el vacío de vos. Solo unos minutos me bastan para saber que debo regresar a la oficina y lo hago.
Yo inicié la investigación en materiales radiactivos. Es cierto que fue a instancias de Pierre, él me impulsó a hacerlo, pero luego dejó su propia investigación para colaborar conmigo. Es mi trabajo y voy a volver a él. Nadie va a impedir que entre a mi laboratorio y siga trabajando. Ni ustedes. Tengan señores, muy buenas tardes.
Salgo a buscar el aire no viciado de la calle. Lo alcanzo y respiro.