El gobierno de Macri, a través de Cambiemos, aplica un nuevo entendimiento del mundo, que va más allá de la ideología. Trata de instalar una creencia que justifique –apelando a fantasmas del “pasado”–, la demolición de una razón socialmente aceptada. Estamos en presencia de un ataque frontal en contra de una concepción ordenadora del contexto socioeconómico y sus principios relacionados con la igualdad de oportunidades, distribución equitativa de los recursos y respeto a los Derechos Humanos. Se trata de la afirmación de un tipo de individualismo en contra del colectivismo, ahora llamado “populismo”.
En lo económico, es la lucha por el control de las finanzas. Sobre todo aquello que suponga inversiones que beneficien a la mayoría, ahora convertidas en gastos “improductivos” en lo social, educativo y hasta científico. Es decir, los dueños de las finanzas dicen que estos dineros no dan ganancias. Tales “gastos” se resignifican como “pérdidas”. Es que las ganancias, los excedentes de esas inversiones, están en manos de unos pocos, muy pocos, que se enriquecen cada vez más, mientras el resto se empobrece.
La creencia que intenta imponer Cambiemos, implica el control directo del poder, que ya no se encuentra asentado en el pueblo como fuente de razón y justicia, ni en el ordenamiento institucional consecuente. Implica el manejo y el control unificado del aparato de gobierno (poderes ejecutivo, legislativo y judicial) y el control de los medios de comunicación. El objetivo es que esa creencia, encarnada en la subjetividad media de los argentinos, se imponga como verdad absoluta, o mejor dicho como pos-verdad demoledora de otras concepciones.
Tal control se ha convertido ahora en algo obsesivo, inhumano e implacable. En lo social, implica represión, cárcel y hasta la desaparición de personas. En la justicia, la pérdida del derecho a la defensa y la inversión de la carga de la prueba, es decir: “todos son culpables hasta que se demuestre lo contrario”. Obviamente, “los culpables” son los disidentes que, a priori, conformarían una hipotética y violenta “asociación ilícita” en contra del “pacífico” modo de vida propuesto por el gobierno.
En lo económico, el control implica quitarles a los disidentes, el acceso a cualquier entidad, sociedad o grupo que puedan generar recursos para la supervivencia. Y en el terreno de la comunicación, sólo se financian los diarios, las radios, la televisión y las redes sociales de Internet, que aseguren la implantación de la “nueva sociedad”, falseando datos duros y demonizando a los opositores.
En una palabra, se trata de una suerte de fascismo-tecno utilitario. La razón es suplantada por la emoción (el juicio lógico y la ética, por una estética infantil) y las ideas reemplazadas por una sensación de satisfacción coyuntural que oculta serios problemas socioeconómicos. Aquí, no existen la solidaridad ni los afectos, sino un asociativismo ocasional que privilegia el cumplimiento de los “sueños de felicidad” de grupos restringidos que celebran vistosas fiestas con globitos. En verdad, estamos siendo embarcados en la aceptación de la vigilancia, de un control (y autocontrol) de ideas y acciones supuestamente benéficas y dispensadoras que, al mismo tiempo, favorecen una monstruosa acumulación de capital en pocas manos y un aumento geométrico de la pobreza y el desempleo.
Estamos hablando de un “estado de cosas”, donde la clase dominante impele a una clase subordinada a disolver su identidad, cultura y sus formas de relación. Se intenta establecer convicciones profundas basadas en prejuicios, sensaciones sobre certezas no tematizadas que sostienen una idea ingenua de la “realidad”, un “modo de vida” supuestamente previsible y seguro para todos.
Tales convicciones intentan configurar un tipo de mirada donde las supuestas inversiones de las corporaciones fueron frustradas por un país con condiciones “inseguras” que no favorecían al capital, sino que ahuyentaban a los pobres empresarios sometidos a impuestos y barreras proteccionistas, imposibles de cumplir. En tanto, la depredación financiera y el endeudamiento público corren libremente.
Un país donde existen detenidos políticos por “asociaciones ilícitas corruptas” que habrían abusado del Estado, como Milagro Sala y los tupaqueros; o que los desaparecidos por acciones represivas, como Santiago Maldonado, provendrían de “guerrillas” que pretenderían instalar un “estado”, como los mapuches (que insisten en sus 500 años de resistencia). Ni hablar de la situación de las villas de emergencia que exigirían no la asistencia social, sino la implantación de una vigilancia extrema porque son el marco obligado del microtráfico de drogas y otras lacras. Sintetizando: un Estado donde los adversarios, los disconformes, los negros, los indígenas, los pobres, podrían constituir, en condiciones sociales críticas, una grave amenaza a la “tranquilidad” y el “bienestar” de la vida pacífica que exige la clase media urbana y rural.
Así, la solución al evidente deterioro del nivel de vida, se encontraría en el festival de “emprendedores” individuales socioeconómicos y hasta políticos. Se encontraría en el entusiasmo por “cumplir” los sueños y en la esperanza que todo va a mejorar con pilotos de drones o micro emprendimientos de cerveza artesanal. Pero los velos se caen: candidato de Cambiemos, Esteban Bullrich, tuvo un rapto de sinceridad cuando confesó su deseo de tener un “pibe preso cada día” para lograr esos objetivos. Por el contrario, la vieja razón modernista que incluía la libertad, la justicia distributiva, el acercamiento hacia una democracia participativa y el avance de los derechos humanos y sociales (que pudo arañar el siglo XXI con sus logros), se encuentra herida, desfalleciente, en terapia intensiva.
* Esposo de Milagro Sala, periodista, secretario de DD.HH. de la Fundación Universitaria Popular de Escobar.