Las novelas de Eduardo Muslip funcionan como un viaje al interior de ese motor de ocurrencias, impresiones, reflexiones y rodeos propios de la conciencia de un narrador tan inteligente como extrañado ante un mundo cuya realidad resulta siempre un poco difusa. En el caso de Florentina, el relato irrumpe con la aparición súbita de la abuela del narrador, muerta varias décadas atrás. El regreso de la abuela Florentina no es el que proporciona un recuerdo lejano, más bien se trata de una presencia nítida, actual y precisa. Tanto es así que con ella aparece también el ámbito en donde se encuentra, una sala de una casa de la familia: “Se me aparece el living de mis tíos, y enseguida mi abuela con naturalidad, como cualquier personaje del pasado en los sueños que tienen lugar durante las vacaciones. Mi abuela ingresa al living muy delgada, muy anciana. La palabra anciana intenta inclinar la imagen de mi abuela y hacer vacilante su paso, pero la veo muy erguida (la edad nunca llegó a encorvarla) y su paso es lento pero firme, nada vacilante. Mi abuela entra caminando tranquila, como si se apareciera en mi memoria todos los días, y se instala en uno de los enormes sillones de la casa de mis parientes”, escribe Muslip en las primeras páginas. El niño (el nieto), sentado en el piso junto a su abuela, hojea enciclopedias, lee libros de geografía, diccionarios y descubre Las Mil y Una Noches. Mientras lee en el piso, su abuela permanece sentada. Se hacen compañía, guardando un estricto silencio. Ese silencio contrasta con el concierto de “frases” que se le van “apareciendo” al narrador a medida que la novela avanza y vamos conociendo la vida de Florentina, una mujer de Galicia que dejó su tierra a los veinte años para viajar a una Argentina que despreciaría desde antes del desembarco en Buenos Aires y hasta el último día de su vida.
Muslip (autor de Plaza Irlanda, Examen de residencia, Phoenix, Hojas de la noche y Avión, entre otros textos) se detiene en las “frases” que escuchaba decir en la casa de sus tíos. Las familias suelen tener un repertorio de frases que funcionan como un modo de detectar o reclamar o criticar una determinada actitud de uno de los miembros de la familia. Por ejemplo, cuando Florentina recuerda una revuelta que se había producido en Galicia, setenta años atrás, por el traslado de un “baldaquino” de la iglesia local, el resto de la familia decía: “y dale con el baldaquino”. En esta misma línea, el narrador retoma el modo de hablar de la anciana y reflexiona –mientras recuerda– sobre la forma en que impactaban en él esas fórmulas expresivas: “Mi abuela decía que había subido al barco con chorizos y quesos, pero ni ganas tenía de comer, le hacía mal el movimiento del barco y se la pasó con náuseas. Cuando se usaba la palabra ganado en lugar de animales, yo pensaba más en los camiones de hacienda que se ven en las rutas argentinas. [...] Tu abuela viajó como ganado. Las frases de mi familia puedo reproducirlas con exactitud, no solo las recuerdo bien sino que no puedo modificarlas, vuelven a mi memoria sólo en su formulación exacta. Tu abuela tuvo una vida muy sacrificada. Tu abuela siempre trabajó de sol a sol”, escribe Muslip. El modo en que van “apareciendo” las frases y la familia alrededor de Florentina tiene más de actualización fantasmal, de regreso de la muerte, que de viaje al pasado por parte de quien relata esta historia. Como en algunas películas del mejor Woody Allen, los personajes parecen recorrer el tiempo y venir a interpelar al escritor, imponiéndoseles en medio de su trabajo narrativo.
Además de despreciar a la Argentina (sus comidas, el clima, las plantas, los animales), Florentina ejercía el odio contra los curas y las monjas, aunque no contra la Iglesia. Desde su punto de vista, los curas, las monjas y los militares eran “la misma mierda”, y por lo tanto resultaba difícil explicar qué era lo que los volvía odiosos por separado. Florentina es una novela escrita con extraordinaria sencillez. Es una pieza breve y delicada; una historia construida con frases que intentan ir en busca de otras frases oídas hace mucho tiempo atrás. Hay algo de “tesoro” en ese compendio inacabable de expresiones familiares: “Eso también era raro, nadie en mi familia hablaba para sí mismo. Mi tía abrió un pequeño cofre secreto, sacó de allí una frase nueva, y después de decirla volvió a guardar la frase y el cofre”. La novela de Muslip es, en buena medida, una forma de volver sobre esos cofres. Un modo de repetir el gesto de Las Mil y Una Noches, frotando una lámpara (un baldaquino, quizás, como imaginaba el narrador en su niñez), para que, de repente, aparezca la abuela y se eche en el sillón del living a contar sus historias.