Podríamos empezar diciendo, parafraseando, que todos los pueblos felices se parecen y sólo los infelices lo son cada uno a su manera. Con la salvedad de que, al menos en la literatura, casi no existen los pueblos felices, y que la infelicidad del pueblo innominado de El corazón es un cazador solitario es la misma que la de Columbus, Georgia hacia los años ‘30, el pueblo donde a pesar de todo, Carson McCullers, nacida en ese sitio en 1917, tuvo una infancia y una adolescencia razonablemente felices. Pero al crecer, la aguda percepción de chica superdotada para la música, el arte y la vida interior, y una enfermedad de fiebre reumática que la marcaría de por vida convirtiéndola en un cuerpo sufriente hasta su muerte cincuenta años después, en 1967, la erigieron también en una profeta de algunas causas que no le pertenecían por naturaleza, líder de unos sectores sociales tenaces, minoritarios y esquivos, que con el paso del tiempo la convertirían a la vez en referente estético, en estandarte narrativo: la joven rebelde y rara del profundo sur, dicho esto con todas sus implicaciones metafóricas. Sur entendido como un confín mental, suburbio del mundo, arrabal. Una joya extraña emergiendo de un territorio áspero, y más aun, cruel.
Y dicho sea también en el comienzo: todo lo que atañe al pueblo, al carácter de una adolescente tan lúcida y observadora como una cámara fotográfica, tan dotada para el piano y las representaciones teatrales y las fantasías, a la tenacidad autodestructiva de los pobres y ausentes, a la soledad irreductible de lo que quieren cambiar el mundo pero en el fondo se creen superiores a aquellos a quienes deberían redimir, a la rareza como marca de identidad iniciática, todo, todo eso, está inscripto de una vez y para siempre en esa obra apaisada, lánguida y tórridamente veraniega (calor y humedad no faltan aquí) que es El corazón es un cazador solitario, escrita a los veintipocos años de la autora y publicada en 1940.
Novela que termina con un epílogo fechado diez días antes del comienzo de la segunda guerra mundial y que, por lo tanto, permite leerla retrospectivamente como una prefiguración de un mundo en destrucción, una profecía. Pero también como el testimonio del final de una era en la que a pesar de todo, el Hombre había podido trazarse un futuro, un módico Edén del que indefectiblemente será expulsado: la juventud, el pueblo, las ilusiones.
Es notable que a pesar de haber absorbido la amarga savia de los autores rusos, en especial de Dostoievski, su nave insignia, la precoz narradora que escribe la novela a la par que escribe una suerte de cuaderno de bitácora de la novela (texto que se publicó como El mudo, dirigido a los editores del concurso que no ganó, pero que finalmente la publicaron igual, en pleno reconocimiento de su talento), no hay nihilismo extremo en Carson McCullers. Hay una sabiduría y un equilibrio tan notables para una escritora primeriza (en la novela, valores encarnados en el dueño del café Nueva York, Biff Brannon, el típico hombre que con ojos entrecerrados observa la vida desde el mostrador, o detrás de la caja registradora) en la evaluación de los grandes sentimientos y emociones que componen la dupla Vida-Muerte, que resultan abrumadores.
Desde muy temprano, la divisa de Carson McCullers fue módica, y así lo hace saber en las líneas finales del libro, y en boca (o pensamiento) del hombre que mira y espera, Biff: “Porque en un fugaz resplandor captó un vislumbre del esfuerzo y del valor humanos. Del interminable y fluido paso de la humanidad a través del tiempo infinito. De aquellos que trabajan y de aquellos que –tan sólo una palabra– aman”. Esa misma divisa –“amor y trabajo”– la enarbolaría varias veces aplicada a su vida personal y literaria.
De trabajo y de amor entonces trata en gran medida El corazón es un cazador solitario. Y, por supuesto, de la soledad, la incomunicación y los intentos existenciales, a veces acertados, a veces vanos, por superarla.
Novela negra
Quizás uno de los aspectos de la novela que más impacta en la relectura es la forma doble en que es tratado el tema del conflicto racial. Obviamente ya no son tiempos de esclavitud, pero sí de fuerte segregacionismo. El bar de Biff, sin ir más lejos, es un bar de blancos. Y desde la mirada coral (una proliferación de puntos de vista, no de voces) que eligió la autora, hay por un lado un tratamiento subrepticio y velado de la diferencia racial que en otra napa de la trama estalla y se hace evidente. Y es todo resultado de la misma mirada de una chica blanca casi adolescente que no sobreactúa jamás, pero tampoco oculta ni pasa nada por alto. En su biografía dictada al borde de la muerte, Iluminación y fulgor nocturno, Carson recuerda a la criada Lucille y un episodio de racismo por parte de un chofer de taxi. Esta criada de la vida real inspira claramente a Portia, que trabaja en la casa de la familia Kelly, blancos de clase media en franco declive económico, pero notables en el pueblo porque tienen una casa donde alquilan habitaciones a huéspedes y forasteros. Ahí donde precisamente irá a recalar el célebre sordomudo John Singer, el que no habla ni oye pero comprende. Portia es el vínculo con los hombres y mujeres negros de la novela. “No veo mucho a mi padre, quizás una vez por semana, pero pienso mucho en él. Siento más pena por él que nadie. Supongo que ha leído más libros que cualquier hombre blanco de esta ciudad. Ha leído más libros y se ha preocupado acerca de más cosas. Está lleno de libros y de preocupaciones”.
De esta manera Portia presenta al doctor Copeland, un médico negro que ha querido controlar la natalidad de las familias negras y que se ve rodeado de bebés, niños y jóvenes que llevan su nombre, Benedict, en su honor; un ser iluminado, abrasado, quemado en la hoguera del inútil combate, quizás el personaje más querible de todos. “Mi pueblo fue traído de las grandes llanuras, y de las oscuras y verdes junglas –dijo en una ocasión al señor Singer–. En los largos y encadenados viajes a la costa morían a millares. Sólo los fuertes sobrevivían. Encadenados a los sucios barcos que les traían aquí, seguían muriendo. Sólo los negros duros eran capaces de vivir. Golpeados y encadenados y vendidos en la subasta, también perecían algunos de los más fuertes. Y finalmente a través de los años de amargura, los más fuertes de mi gente están todavía aquí. Sus hijos e hijas, sus nietos y bisnietos”.
Y entre incomprensiones e injusticias y escenas que años después vibrarían en las pantallas de cine llamando a la compasión del mundo, Carson McCullers diseña la figura en el tapiz del conflicto racial enhebrado en el conflicto social, algo que tiene su punto culminante en la discusión hasta la madrugada del doctor Copeland con Jake Blount, un forastero que llega al pueblo, borracho, pendenciero y marxista; Copeland le puso Karl Marx a uno de sus hijos, pero mientras el doctor se embarra día a día con sus negros y quiere redimirlos y llevarlos en una marcha de a pie a Washington, Jake desprecia profundamente a los obreros, sean los blancos que trabajan en las hilanderías del pueblo o los negros que malviven como pueden y suelen terminar en la cárcel. El problema, para él, es “saber”; es el problema de la conciencia, cómo tenerla, cómo despertarla. Según la precisa indicación de la autora, Jake es un hombre nervioso y desquiciado, quizás un loco declarado. En tanto Copeland es un hombre amargado y desesperado, estricto pero compasivo. Como sea, hay un momento en que el conflicto blanco-negro amenaza devorarse la novela y es a través de lo que le sucede a la adolescente Mick Kelly, a su inolvidable hermanito Bubber y al propio Singer, tres blancos con temáticas concretas de blancos, cada uno en su esfera, que todo irá fluyendo hacia un final más equilibrado en el que los ríos confluyen en una mar tempestuosa y resignadamente calma a la vez.
Una voz en una fuga
En el esquema de trabajo que Carson McCullers redacta y envía al editor Robert Linscott, encargado del concurso de la editorial Mifflin que finalmente la publicará, señala que El mudo (título que luego el editor cambiará por el conocido por todos) “es la historia de cinco personas aisladas, solitarias, en su búsqueda de la expresión y en su deseo de integrarse espiritualmente en algo más grande que ellos. Una de esas personas es John Singer, un sordomudo, y en torno a él gira todo el libro. Debido a su soledad, las otras cuatro personas ven en Singer cierta superioridad mística y, en cierto sentido, lo convierten en su ideal. A causa de su sordera, la relación de Singer con el mundo exterior es vaga e imprecisa. Sus amigos pueden atribuirle todas las cualidades que les gustaría que tuviese. Cada uno de esos personajes crea su manera de entender al sordomudo a partir de sus propios deseos. Singer sabe leer los labios y entiende lo que se le dice. En su eterno silencio hay algo cautivador. Sus cuatro amigos lo hacen depositario de sus sentimientos e ideas más personales”.
Para matizar con unas notas de irónica comicidad una tragedia bastante realista, Singer solo tiene ojos y oídos, si cabe, para otro sordomudo, el griego Antonapoulos, un deficiente mental que poco y nada registra, subrayando un amor absurdo que vuelve irrisoria, aunque no totalmente, la pretendida comunicación entre almas gemelas que pretenden los interlocutores de Singer. Pero hay aquí esbozado un proyecto muy serio de iluminar sucesivamente las fases de lo subjetivo, lo social y lo trascendente en el ser humano, un modo de tomar la novela como una indagación completa sobre la existencia, el sentido de la vida, aunque haya zonas inefables, insondables.
Lo cierto es que este gran plan esbozado tempranamente por Carson mientras redactaba los primeros capítulos del libro, también arroja una forma de leerse a sí misma, una temprana auto observación, notable por donde se la mire, sobre todo cuando se comprueba en la novela la absoluta coherencia entre teoría y práctica. “Este libro está planeado de acuerdo con un diseño definido y equilibrado. La forma utiliza siempre el contrapunto. Como una voz en una fuga, cada uno de los personajes principales es una totalidad en sí mismo, pero su personalidad adquiere una nueva amplitud cuando se la contrasta y entreteje con los otros personajes del libro.” Y más adelante: “Este libro se completará en todas sus fases. No se dejará ningún cabo suelto y al final habrá un sentimiento de conclusión equilibrada. La idea fundamental es irónica, pero al lector no se le deja con una sensación de futilidad. La obra refleja el pasado pero también indica el futuro. Algunos de sus personajes están muy cerca de ser héroes y no son los únicos de su clase. Porque en la esencia de esas personas existe el sentimiento de que por muchas veces que sus esfuerzos se pierdan y sus ideales personales resulten falsos, llegará un día en que se unan y consigan lo que les pertenece por derecho”.
Esta suerte de geometría del amor, vínculos y soledades, transcurre en un pueblo y un Sur que Carson McCullers también refleja en su plan de trabajo, seguramente con la conciencia de que no sólo aludía a una caracterización social del territorio sino que ya se insinuaba un mapa literario, esa noción de comarca entre real y fantástica que implicaría al sur, a sus escritores y sus simbolismos.
“En el libro nunca se menciona a la ciudad por su nombre, aunque está situada en la parte más occidental de Georgia, en las orillas del río Chattahoochee y justo al otro lado de la frontera con Alabama. Tiene una población de unos cuarenta mil habitantes de los que una tercera parte, aproximadamente, son negros. Se trata de una comunidad típicamente fabril y casi toda su organización económica se centra en las fábricas textiles y en el comercio minorista. No se ha avanzado apenas en la defensa de los derechos de los trabajadores. Persisten condiciones de gran pobreza”.
Claro: es el sur de Erskine Caldwell, de Faulkner, de Flannery O’Connor, menos ensoñado que el de Truman Capote o Fitzgerald, por supuesto, quienes enfocando en las damas sureñas, se acercaban más a Tennessee Williams. Pero Carson McCullers –no engañarse– también será urbana y cosmopolita y se hará de grandes amigos notables como John Huston e Isak Dinesen y pertenecerá por adopción a la élite de Nueva York, a Harper’s, al teatro de Broadway. Y llegará el momento en que ella misma será un notable personaje del norte con esos finos, añejos, nostálgicos, reflejos sureños.
El corazón es un cazador solitario es en gran medida un fenómeno extremo y redundantemente solitario, una rareza paradójicamente rara, ya que se trata de una novela social acabada y seria, una pieza de realismo con dosis exactas de excentricidad sin desbordes, con epifanías contenidas y trabajadas escena por escena con enorme sentido dramático, un monumento al rigor narrativo, una novela de iniciación despojada y cruda en la figura de la muchacha varonera y brillante de Mick Kelly. Una novela que casi contiene todos los temas del mundo de su tiempo, del comunismo al fascismo, la debilidad de las democracias, la arbitrariedad de la religión, el racismo y la xenofobia, la pregunta por el sentido del arte en ese mundo. Entre nosotros, pocos años antes pero para la misma época y con registros diferentes, Roberto Arlt conjugaba las deformidades de un jorobadito con los soliloquios para un mundo desquiciado en Los siete locos, novela poblada de Jake Blounts y doctores Copeland y un Erdosain que, en su exceso de conciencia, casi resulta la inversión angustiada y verborrágica del impasible y mudo John Singer. Hay paralelos notables entre estos dos universos, que quizás hayan salido de dos canteras: la lectura de los rusos, y la dialéctica entre la periferia del pueblo/ barrio y la ciudad/ centro.
Quién sabe. Vivir aislado no significa, en el fondo, estar solo. Los mundos diferentes, al final, dialogan. Mick, antes de entrar a trabajar catorce horas por día en una tienda poniendo fin a su belleza y su frescura, soliloquiaba en su “cuarto interior” y se comunicaba con el mundo exterior. Creía que le hablaba a un mudo. Que el mudo la escuchaba. Estaba enamorada de Beethoven, de su hermano y de los Hombres. Los locos, sean cinco o siete, no están tan locos, ni tan solos. Algo de esperanza reverbera fuertemente al final de la novela a pesar de la llegada de la guerra, aunque sea como un resplandor que al sesgo del próximo invierno, terminará por apagarse.
Desde su profundo pero no hermético pueblo y en la primavera de su vida, Carson McCullers trazó las incandescentes razones del corazón en la infancia y la adolescencia. Y de la vida rica y primitiva de todos los pueblos del mundo.