Cuando el valor de una obra se torna imperecedero, no hay geografías ni coyunturas que obstaculicen su reproducción. Podría afirmarse que El inspector, comedia escrita en 1836 por el dramaturgo y novelista ruso Nikolái Gógol, es una de esas obras que, para confirmar su condición de universal, sube al escenario de la emblemática Martín Coronado del Teatro San Martín, con dirección y adaptación de Daniel Veronese. Hubo otras dos versiones realizadas en la misma sala: la primera, dirigida por Roberto Durán, en 1980, y la segunda dirigida por Villanueva Cosse, en 2000. La tercera puesta desembarca con un elenco notable de dieciséis actores, encabezado por Carlos Belloso y Jorge Suárez.

La historia transcurre en un pueblo del interior de Rusia donde un grupo de funcionarios públicos, responsables de una administración en la que abundan la corrupción, el fraude y todo tipo de negocios turbios, recibe la noticia de la inminente visita de un inspector de la capital. Expuestos a la posibilidad de ser descubiertos y perder sus privilegios, los personajes se someten a un juego de apariencias para intentar ganarse la simpatía del visitante. Pero Gógol va más lejos aún, porque los funcionarios confunden la identidad del inspector con la de Jlestakov, un mediocre jugador de cartas, lleno de deudas, quien sacará provecho de la confusión y llevará al extremo el absurdo del relato.

Prolífico en su rol de autor y director, Veronese cuenta con un nutrido historial en las artes escénicas, en el que se destaca su adaptación de obras célebres de otro autor ruso como Antón Chéjov (La gaviota, Tío Vania y Las tres hermanas). “El tono farsesco de este material no lo tiene Chéjov”, señala, y cuenta cómo fueron los primeros pasos en este trabajo: “Cuando encuentro un material que se corresponde con mi esfera de director, como esta pieza, trato de hacerlo. No lo examino para ver qué es lo que puede llegar a funcionar, siento que puedo meterme en él y sacar algo. En este caso, el texto es de una teatralidad inmensa”.

Para encarar esa teatralidad, Veronese convocó a Carlos Belloso para el papel del inspector y a Jorge Suárez para el inescrupuloso alcalde. Sus personajes constituyen las piezas claves de una historia desopilante que deriva en situaciones de enredos y equivocaciones. “Hacer una comedia para mí es genial”, revela Belloso. “Hacer reír a la gente es como una especie de misión en mi vida. He hecho tragedias y dramas, y en cine hice cosas que nunca pensé que iba a hacer, pero hacer una comedia en teatro es una fiesta. Más en una obra que tiene muchas formas, que por un momento puede ser un vodevil y en otro una comedia social, porque se habla de la política, los funcionarios públicos, la corrupción y la apariencia de los mecanismos burocráticos. La cuestión de la apariencia, de lo que parece verdad y es mentira, y de lo que parece mentira y es verdad, es central. Esta obra no es una farsa payasesca y punto; en ella hay profundidad”.

Para Jorge Suárez esta será la segunda vez en esta pieza. Dirigido por Cosse interpretó el personaje del supervisor de escuelas (Gonzalo Urtizberea en la nueva versión), mientras que ahora se pone en la piel del alcalde, al que define como “el dueño del pueblo, del poder, de la pobreza espiritual y de la debacle”. “Me gusta la idea de mostrarle al público dónde vivimos, porque yo traslado esta puesta a hoy, y por eso es un clásico. Me gusta tomarme de la posibilidad de esa soga para poder decir: ‘Es una obra de teatro, pero por ahí está bueno que miremos un poco dónde estamos y cómo estamos, con todos los negociados que hay permanentemente en todo. El otro día apareció en una noticia que habían encontrado ochocientos mil pesos en una comisaría, y para justificarlo aparecieron explicaciones extraordinarias que nunca hubiera imaginado”, dice.    

–Explicaciones que podría dar el propio alcalde.

Jorge Suárez: –Sí, perfectamente. Por eso me gusta ser el emisario del mensaje que transmite la obra, para que quede claro.

–¿Cómo trabajaron la composición de personajes que simulan ser algo que no son y forman parte de un juego de equívocos permanente?

Carlos Belloso: –Al principio no sabía cómo resolverlo y Daniel me mandó por un lado más inocente. Mi personaje no especula y se cree las mentiras que dice, y el director empezó a crear una especie de ovillo creativo en esa dirección. Siempre pensé en Groucho Marx. Mi personaje no para hasta lograr lo que quiere, pero no hay especulación, es algo que estoy trabajando todavía. 

J. S.: –Este trabajo está cerca de un borde que puede acercarse a una caricatura, a un extremo de lo que es un alcalde corrupto de un pueblo, pero trato de que el personaje sea lo más verdadero posible. El gran trabajo es intentar hacer verdadero algo que pudiera llegar a parecer demasiado extremo. La idea fue jugar. 

C. B.: –Estos personajes, en el fondo, son patéticos y muy oscuros, y causa gracia ese contraste entre lo que creen y lo que es. Hay un mecanismo de encubrimiento, desde lo más liviano que es encontrar un dinero que, se supone, proviene de una coima, hasta lo más trágico. Lo bueno es que a través de la comedia podés profundizar en que esto es muy patético. 

–Este texto tiene casi doscientos años. Veronese, ¿cómo trabajó la adaptación?

Daniel Veronese: –Hay dos etapas de la adaptación y de ahí surgen dos versiones: una es la que hago en la computadora y otra es la que se produce con los actores. Cuando escucho y veo la obra, ésta se corporiza y me doy cuenta de algo que no advierto cuando la leo. La pieza de Gógol es muy larga y yo quería hacer algo ágil. Al papel del inspector lo estuve cincelando en la medida de la expresión del actor, porque mi idea es siempre meter al personaje en el actor y no al revés. Pensé la puesta desde lo que es: una tragicomedia. Es una comedia que habla de la codicia humana. Y ya que se habla tanto de grietas en este país, creo que la gran grieta es entre quienes se interesan por enriquecerse y quienes se interesan por compartir con los otros. Esta obra habla de la estupidez humana, porque si bien hay un pueblo corrompido hasta la médula, hay también un personaje frívolo, como el del inspector, que no es inteligente, y eso es lo interesante. Todos, desde el alcalde hasta el último de los personajes, temen perder lo que tienen y creen que ese hombre los va a salvar. Me parecía mucho más potente que el personaje del inspector no fuera un vivillo inteligente que se mete a todos en el bolsillo, sino que fueran los otros los que se meten en su bolsillo, por pensar que van a conseguir el paraíso. El inspector sólo es un hombre con suerte, y la aprovecha. Es un vividor, pero simpático.

–La historia transcurre en un pueblo del interior de Rusia, en un tiempo anterior a la revolución, y constituye una crítica social al zarismo. Más allá de la distancia espacio–temporal, ¿esa misma crítica podría replicarse en la actualidad, en otros contextos sociales?

J. S.: –Tenemos un desafío con esta puesta, porque cuando las obras hablan tan claro de un tema e intentamos contarlo después de doscientos años que se viene haciendo, siempre hay un enorme abismo y una sensación de decir: “Esto ya lo sé”. El desafío es ver si el público puede sentarse y apreciar lo que hacemos, no pensando en que le estamos hablando de la actualidad, sino en que esto puede suceder en cualquier pueblo. Después en su casa, en el almuerzo o en la cena, alguien puede decir: “Esto es muy parecido a lo que nos pasa”. 

D. V.: –Está muy claro que es una obra de teatro. La verdad que estamos buscando está en la interpretación y en la enunciación de los sentimientos y de los afectos. No me gusta que el teatro aleccione, pero tampoco podemos tergiversar la obra que tiene un objetivo muy claro.

–¿Qué valor tiene el humor como recurso para poner en escena temáticas complejas que visibilizan las miserias humanas?

C. B.: –El humor no aliviana las cosas, las profundiza. Y en esta obra el humor es más sinuoso con respecto a ciertos temas. 

D. V.: –El humor es una vía de escape y, en este caso, se suma el hecho de que es tan patético lo que pasa en la obra que eso mismo lleva a la mueca. Al mismo tiempo, siempre estuvo la tentación de hacer chistes de tono político, pero el resultado habría sido bastardo. Por el contrario, hubo una necesidad de encontrar un lugar de comicidad y de humor genuinos. 

C. B.: –Sí. En ese sentido, no es una obra tendenciosa, y no va por un lado desde el cual se aprueba una parcialidad. 

–¿Cómo ven la realidad teatral hoy?

C. B.: -Veo al teatro con buena salud, porque siempre está atento y contestando temas, y me gusta estar en un medio que está siempre fuerte en ese aspecto. De todas formas, hay que decir también que los costos se fueron a otro lugar y estamos viviendo otra Argentina, hay que lidiar con eso. Tengo una productora y un teatro, y los costos no se pueden manejar. Aun así, el teatro siempre está tratando de tener buen repertorio, porque existe una gran demanda.

J. S.: –No sé si las autoridades, que van sucediéndose unas a otras, terminan de entender que hay que apoyar al teatro con todas las fuerzas y sacar plata de donde no hay, porque no es una cosa más sino algo que los argentinos amamos, en la capital y en todo el país. El público va al teatro con gusto y llena las salas con pasión y alegría. 

D. V.: –Todos comenzamos en salas minúsculas, húmedas e insignificantes, y si nos iban a ver diez personas éramos felices. Por eso alertaría sobre el profundo desprecio que hay hacia los centros culturales que se cierran. Me parece una medida fascista. El teatro nace en esos lugares. Cada tanto los frecuento para seguir nutriéndome y veo que en lugar de protegerlos se los combate, algunas veces por la fuerza y otras con medidas extraordinarias. Yo tenía una sala para la que me pedían una cantidad de atributos como si fuese la seguridad de un aeropuerto y tuve que cerrarla.

C. B.: –Los centros culturales son la célula donde el pibe del barrio va a ver teatro por primera vez. Eso pasa mucho en mi Teatro Gargantúa. Viene el del kiosco o la vecina de la vuelta para ver cómo aquel que los saluda todos los días hace algo, y eso no se puede perder. Mucha gente pide que vuelva el servicio militar obligatorio y lo que tendría que existir son centros culturales obligatorios.

D. V.: –Un servicio teatral obligatorio de dos años para todos (risas).