Desde El Bolsón
“Acá la campaña del desierto no se terminó”, cantaron las copleras de El Bolsón que abrieron la asamblea. “Acá la campaña del desierto no se terminó”, insistió Moira Millán, wichafer –guerrera– de las comunidades mapuche, “no queremos más el paternalismo de un Estado que nos persigue y después ofrecen a nuestros hijos escuelas donde se entrona a Sarmiento como un héroe pero hablando en mapundug”, se indignó. Entonces habló Mirta Baravalle, Madre de Plaza de Mayo Línea Fundadora y alumbró un recuerdo que tenía escondido: “Mi abuela era nieta de un conquistador y cuando yo era chica quisieron hacerle un homenaje, le ofrecían hasta llevarla en limousine, un lujo que despreció. ‘No voy a homenajear a esos que andaban matando indios’”. Ese ejercicio de memoria que entreveró el acto de rebeldía de un ama de casa con la persistencia del colonialismo alojado en distintas biografías fue posible en la Asamblea Ni Una Menos que el sábado pasado reunió a trescientas mujeres, criollas y mapuche, de Río Negro, Chubut, Neuquén y Buenos Aires, dispuestas a circular la palabra y las experiencias, los duelos que nos atraviesan, la amistad política y la inteligencia colectiva. Una asamblea feminista que se situó ahí donde el conflicto por la tierra y la represión de la gendarmería a las comunidades mapuche se llevó a Santiago Maldonado, lo convirtió en desaparecido; esa ausencia que es herida abierta y que supura por todos y todas las que faltan. “Dónde está Santiago Maldonado?”, la pregunta por su paradero, por su vida, era la que protegía al enorme círculo de mujeres; junto con otra frase también pintada en la bandera con la que después se marchó por la ruta 40, con otras cientos de personas que se sumaron, hasta el escuadrón de gendarmería: “Nuestros cuerpos, nuestro territorio”. Una enunciación por la soberanía de nuestras decisiones y por la protección de la vida; porque como se leyó también en ese encuentro, apostamos a construir una perspectiva feminista sobre todas las desigualdades. “Ni lo humano ni la naturaleza, la tierra y la existencia puede sernos ajeno. Reducirnos a tomar la parte que el género nos asigna es también un modo de enajenación.” Ante esa enajenación, la conspiración de colectivas, sindicatos, agrupaciones políticas, comunidades y voluntades personales capaces de poner el cuerpo y dejarse atravesar por esa potencia de estar juntas, de aportar nuestra propia manera de leer el mundo y de transformarlo. De transformarlo todo.
El mapundug y el español se hablaron al mismo tiempo, el racismo se relató sobre la superficie de los barrios del conurbano y en estos territorios donde el paisaje altera los latidos del corazón con su imponencia, donde la sangre derramada de los primeros ocupantes es la que alimenta todavía a los ciruelos en flor, al amarillo de las forsythias, a las laderas nevadas del Piltriquitron.
Hubo mucho lugar para las lágrimas porque la emoción tenía la potencia del viento que al atardecer volvió pesadas las banderas violetas y magenta. “Nosotras somos empleadas domésticas, somos mujeres en inmensa mayoría y también sabemos del estigma por el color de la piel, entre nosotras estamos las desplazadas de las comunidades, a veces separadas de sus hijos para cuidar los de otras. Muchas de nosotras somos de pueblos originarios”, dijo una representante del sindicato de Esquel, como subrayando lo que había contado Moira Millán también haciendo memoria: “A mi mamá la llevaron a los 12 años a trabajar para la corona inglesa, como sirvienta de los que tendían los rieles del tren de la trochita en territorio tomado a nuestro pueblo”. Esos cruces fueron posibles en el espacio de la asamblea que sintió pocas las cuatro horas de debate, de puesta en común, de encuentro histórico entre lenguas y deseos.
“Nuestra lucha no es por la propiedad de la tierra –dijo Auka, una joven mapuche–, nuestra lucha es por un modo de vida en la tierra”. Un modo otro que entiende a la comunidad como un intercambio constante entre lo humano y los elementos que hacen posible la vida. Un modo otro, también, de habitar nuestros cuerpos. Cuerpos disidentes por rebeldes, por indios, por lesbianos, porque deciden abortar o porque acompañan esa misma decisión, cuerpos que se reconocen feministas porque insisten: todos los cuerpos cuentan. Porque es eso lo que decimos cada vez que enunciamos la consigna: Ni Una Menos. Si salimos a la calle frente a la violencia extrema de los cuerpos femeninos descartados como basura, cómo no vamos a comprender desde esa misma indignacion que nos atraviesa la demonizacion y la violencia contra quienes defienden sus derechos como pueblos originarios. El feminismo que estamos construyendo juntas, en acciones cómo está, es un prisma que exhibe y vuelve compresibles todas las opresiones.
“Si tocan a una, nos tocan a todas. Y el mismo hilo con el que se teje la ética feminista del cuidado, hilvana el acompañamiento y la solidaridad entre nosotras ante las causas arbitrarias, injustas”, se escuchó también y en ese cuidado también creció un poco más la confianza en que, aunque muchas veces nos sentimos solas –así como lo describieron las compañeras mapuche, tantas veces aisladas– estamos a la vez disputando sentidos en todos lados: en las casas y en las camas, en las escuelas y en los barrios, en los sindicatos y en los territorios.
Una trama fuerte se anudó la tarde del sábado en El Bolsón. Habíamos viajado desde distintas geografias, algunas habían pasado más tiempo en la ruta que ese lugar de la Patagonia donde la represión es una amenaza constante. El poder de estar juntas borró cualquier marca de cansancio y nos dejó bailar al mismo tiempo que marchamos, cantando, haciendo sonar los redoblantes, preguntando por la vida de Santiago Maldonado y también demandando por nuestras vidas y nuestras decisiones libres. En esos pasos que dimos juntas nos narramos, construimos memoria común de las heridas y las resistencias. Como cada vez que ponemos el cuerpo para encontrarnos y dejarnos afectar, no volvemos la mismas. Nos habitan las muchas lenguas que hablamos. Nos hace fuerte saber que ninguna está sola, ni dando la vuelta a la Pirámide de Mayo con el pañuelo blanco, ni reclamando justicia por las vidas que coarta la violencia machista, ni frente al escuadrón de gendarmería ahí en El Bolsón. Estamos para nosotras. Y en ese decir encontramos nuestra forma de hacer política, amistad política para cambiarlo todo.