El ingreso de la extrema derecha al Parlamento alemán, por primera vez desde el nazismo, es la expresión más nueva de lo que ya se ha vuelto una tendencia prácticamente mundial: el fortalecimiento de esa corriente a expensas del agotamiento y del fracaso del centro.
A lo largo de muchas décadas la socialdemocracia fue una referencia central para la izquierda, en su versión europea o en otras variantes en la periferia del capitalismo. El paso del capitalismo a su era neoliberal presentó dilemas para la socialdemocracia: oponerse a esa nueva corriente de derecha o sumarse a ella. Significativamente, en Francia, con la elección de Francois Mitterrand, se pasó del programa clásico de la socialdemocracia, a inicios de su gobierno, a la conversión del ideario neoliberal. Tendencia que fue seguida por el PSOE en España y por los otros partidos vinculados a esa corriente.
Ese giro ha representando el agotamiento del programa reformista de la socialdemocracia, su abandono del campo de la izquierda y su acercamiento a la derecha, toda ella neoliberal. Fue una conversión a un consenso que la socialdemocracia creía inevitable, que buscó fisonomía propia en una supuesta “tercera vía”, de Tony Blair y de Bill Clinton, pero que no ha generado ninguna corriente propia, apenas disfrazó, por un tiempo, su adhesión al neoliberalismo.
Rápidamente ese giro se ha revelado suicida para la socialdemocracia, que ha entrado en crisis acelerada e irreversible a escala mundial. Bases populares que votaban por ella fueron adhiriendo a las tesis de la ultraderecha, tendencia que fue reforzada por la crisis de los partidos comunistas, con el final de la URSS y de la alianza con la socialdemocracia. La ultraderecha pasó a representar la corriente de resistencia a la cohesión entre la derecha tradicional y la socialdemocracia en su nueva versión, tanto en la reivindicación del tema del empleo, que las políticas neoliberales afectan como, en el caso europeo, en la oposición a la adhesión a la política de moneda única, del euro, y del debilitamiento de los Estados nacionales.
El ascenso de la extrema derecha no se logra solamente por la conquista de sectores de la derecha, sino sobretodo por el debilitamiento de la socialdemocracia. La derecha sigue hegemónica en Alemania, en España, en Francia, en Gran Bretaña, entre otros países, pero la socialdemocracia se debilita profundamente en esos y en otros países. A tal punto de que prácticamente desaparece en Francia, se debilita mucho en Alemania, países donde ha tenido un rol importante en el pasado reciente. En Escandinava, región que se caracterizó por la hegemonía socialdemócrata, la extrema derecha también crece, en la medida en que se debilitan los partidos social demócratas.
La ultraderecha defendió el empleo a través de diagnósticos discriminatorios y racistas, como si fuera la culpa de los inmigrantes –africanos, musulmanes, mexicanos, en el caso de EEUU.–. Fue una operación de recoger una reivindicación de la clase trabajadora, pero imprimiéndole un carácter discriminatorio, de derecha. Se han valido de que el tema del empleo ha dejado ser central para la socialdemocracia, precisamente en el momento en que el neoliberalismo y la crisis recesiva que ese modelo provoca en el capitalismo multiplica el desempleo estructural. Fue de esa forma que el Brexit ha captado votos del laborismo inglés, que Trump ha ganado votos del Partido Demócrata, así como la extrema derecha alemana crece a expensas de la jibarización de la socialdemocracia, que gobierna hasta ahora en alianza con la Democracia Cristiana.
En América Latina, la retracción del centro también da lugar al fortalecimiento de la extrema derecha. En Brasil, la adhesión de la social democracia al neoliberalismo, en el gobierno de Cardoso, fue una victoria pírrica, que hizo que ese partido ocupara el lugar de la derecha en el campo político, desplazando a la derecha tradicional y derrotando a la izquierda antineoliberal.
Pero las consecuencias nefastas para Brasil y para ese partido no tardaron en llegar: nunca más fue elegido un presidente socialdemócrata en el país, y el partido prácticamente ha desaparecido después de adherir al golpe del 2016. Fue a partir de ese fracaso que la ultraderecha de Jair Bolsonaro ha sumado el apoyo de muchos sectores de clase media, que han mantenido su antipetismo, pero ahora abonan a sus expresiones más radicales, de odio abierto de clase, de discriminación racial, de género, de adhesión a políticas y posturas violentas.
En Argentina, la crisis final del radicalismo ha abierto el campo para el surgimiento del macrismo como corriente predominante de la derecha del país. El centro se vacía y aparece una derecha más radical.
Pero donde la izquierda mantiene perspectivas antineoliberales, defiende políticas sociales, entre ellas las del empleo –como en Brasil y Argentina–, la perspectiva del crecimiento de la ultraderecha queda limitada a temas ideológicos y políticos, sin reivindicaciones sociales importantes.