Sobre la construcción de un relato: de eso habla, fundamentalmente, Coronado de gloria, obra escrita por Mariano Cossa y dirigida por Daniel Marcove en el Teatro del Pueblo. Sobre cómo operan los signos, sobre cómo se gesta un discurso, sobre el lugar que tiene lo simbólico en aquella disputa originaria llamada “batalla cultural”. Lo hace de dos formas: desde la historia misma que cuenta, la del origen y creación del Himno nacional argentino, y desde la óptica que elige para hacerlo: el relato del compositor español que puso música al poema.
El punto de partida ya es emocionante: a pocas piezas musicales las rodea tanto mito como al Himno, originalmente llamado Marcha Patriótica, encomendado por el Triunvirato revolucionario por considerarlo necesario para dotar de “identidad y mística” a esa porción del Nuevo Mundo. La historia oficial cuenta que fue escrito por Vicente López y Planes, entonces censor oficial del nuevo gobierno, y compuesto por el catalán Blas Parera, que se encontraba viviendo en territorio de las Provincias Unidas cuando estalló la revolución. Pero hay versiones que indican que el compositor no habría querido ser parte de lo que en su tierra natal luego llamarían “conspiración”, sino que habría sido obligado por la junta de gobierno. Precisamente así empieza la obra, que recoge ese relato: con Parera en la oficina de migraciones de Cádiz siendo interrogado por un marqués que lo obliga a contar su versión de los hechos para intentar salvarse del castigo y la prisión perpetua.
Esa inversión, ingeniosa por cierto, de la narración (contarla desde el punto de vista “español” y no local) tiene algunas consecuencias interesantes. Es como si autor y director contribuyeran a que el público empatice con el compositor (interpretado por Juan Manuel Correa) y no con López (Miguel Sorrentino), que si bien reviste los ideales patrios y enuncia sus ganas de “contribuir a la felicidad del pueblo” tiene algunos condimentos a lo Marcos Peña, como aquella soberbia burlona de quien se sabe al mando y con el poder de dirigir todo a su antojo. Es cierto que al final eso se revierte un poco, porque el músico desnuda sus ambiciones de fama, pero durante toda la obra pareciera ser el héroe gracias a su lugar de víctima incomprendida, mientras López se perfila como aquel desatado que le ordena que ponga música a su poema porque “mañana por la mañana vendré con dos soldados y si no está usted trabajando en la partitura será detenido y encarcelado”.
“El Arte no puede ser un adorno de la estructura social, ni un pasatiempo o privilegio de los ricos. ¡Debe instruir, espolear a la acción y dar el ejemplo!”, dice López a Parera en el cuarto de seis actos, y algo de eso resuena en la propia sala del Teatro del Pueblo. Coronado de gloria crea su propio relato sobre el relato; contribuye a pensar la historia, pero sobre todo a desarmarla, a considerar que los buenos no siempre tienen que ser los propios, ni tampoco ser tan buenos. A invertir la carga de la prueba.
Por lo demás, todo en cuanto a lo estético es atinado y coherente. Las actuaciones destacadas y a tono de época (además de los mencionados actúan Jorge García Marino y Marcelo Serre), igual que el vestuario y la escenografía (la disposición de la sala contribuye a esconder al músico que de verdad hace magia con el piano mientras López/Sorrentino simula tocar). Hasta se cuidó el autor de respetar la misoginia de la Revolución: no hay ninguna mujer en la historia, ni sobre el escenario ni en ninguna mención.