Estaba acostado en la cama con la mirada clavada en el techo cuando sonó el timbre. Fueron tres. Primero dos seguidos, una pausa y el tercero sostenido. Sonreí. Dejé la revista sobre la cama y fui a abrir la puerta. Lucho nunca toca más de tres veces y si no me apuro es probable que se vaya. Cuando abrí la puerta lo encontré con la mirada en el cielo, entre las ramas del ceibo que está frente a casa. Se quedó así un momento, sin pestañar, como siguiendo algún pájaro o descifrando un mensaje. Después bajó la cabeza y me miró. Levantó las cejas como si estuviera haciendo una seña de truco y después hizo un movimiento con la cabeza. Lo seguí. Caminamos algunas cuadras en silencio hasta que Lucho dijo algo del semblante. O de semblantear. Yo lo miré y el achicó los ojos, como si me estuviera investigando. Qué haces, le dije. Estoy viendo qué semblante podes ser, me contestó. De dónde sacaste eso del semblante, le pregunté. Lo leí en un libro de mi papá. Ahí dice que las personas todas estamos hechas de semblantes. Que hay gente que puede hacer hasta diez semblantes diferentes. Yo suspiré profundo -Lucho había empezado de nuevo a indagar sobre la condición humana-. El año pasado estuvo muchos meses con el tema del aura. Sacaba libros de la biblioteca y en una libreta negra que llevaba a todos lados anotaba los datos más importantes. Cuando estábamos solos la abría y me decía: prestá atención a esto, es demoledor. Lucho siempre terminaba creyendo en lo que leía. La maestra Patricia le dijo una vez que debía ejercitar el pensamiento crítico y él le contestó que el espíritu ya de por sí es crítico. El problema es cuando el espíritu se adormece, agregó, que sería algo así como que al espíritu le agarra humedad o le entra agua. Un espíritu con humedad encima no sirve, terminó diciendo.

El aura tiene colores, me contó aquella vez. Azul, rojo y verde y puede pasar también que se combine con colores secundarios pero ahí la cosa se complica. Empezas a tener sueños extraños y oscuros. Sueños donde el alma se te puede escapar o puede quedar enganchada en alguna parte del sueño. No hay vuelta atrás después de eso, terminó diciendo.

Con el tema del semblante la cosa recién empezaba. Me dijo que semblante es hacer algo para parecer otra cosa. Yo no terminaba de entender. Es como si pudieras ser otra persona, le pregunté. Lucho metió ambos labios hacia adentro y los apretó fuerte. Eso es inexacto, contestó, pero tampoco estás tan equivocado. Uno utiliza el semblante según las circunstancias. Yo por ejemplo sé hacer dos. En realidad me los estoy aprendiendo, agregó.

Seguimos caminando en silencio. Lo observe mover la mano derecha, como si tocara un piano pero sin tener un piano, o como si pasara las hojas de un libro pero sin tener un libro.

Cuando llegamos a la plaza nuestro banco estaba vacío y nos acostamos boca arriba, mirando al sol. Lucho se sacó la remera, cruzó ambos brazos por debajo de la cabeza y se quedó así. Cuáles serán los dos semblantes que se está aprendiendo, me preguntaba. Tenía que aprovechar la oportunidad antes que llegaran los demás. Lucho nunca menciona estos temas cuando hay otros alrededor. Entonces le pregunté. Cuál es el que mejor te sale. Él había prendido un cigarrillo y con la mano izquierda se cubría del sol. El humo que largaba le envolvía la cara y creí ver una sonrisa dibujada en sus labios. Sus ojos brillaron como dos faros anti niebla. Tengo buenos elementos para hacer semblante de poeta, dijo, pero aún es bastante imperfecto. Aunque el semblante de poeta también se escucha, agregó. Se escucha sin voz. O mejor dicho: yo hago semblante de poeta y vos vas a seguir escuchándolo incluso días o meses después. Porque si logro hacerlo bien el semblante de poeta va a ser poesía también y la poesía no tiene nombre. La poesía puede ser como un eco en la montaña; el eco de un grito que no desaparece jamás. Al decir esto se quedó quieto y se terminó el cigarrillo.

Después llegaron los demás y les hicimos lugar en el banco. Bien acomodados entrabamos siete sentados. Lucho se pasó un rato en silencio, con la mirada clavada en algún punto que los destellos de la luz me impedían precisar.

"Ese de ahí está viajado", dijo, mientras lo seguía con la mirada. Fíjense cómo camina, agregó. Lo vengo siguiendo desde temprano. Ya se bajó del auto tres veces. Se adelanta hasta aquellos bancos y se mete por en medio de la plaza. No llega hasta el centro. La primera vez compró unas gaseosas que le dio a unos chicos pero después se volvió. Quizá está siguiendo a alguien, planeando un secuestro. No lo miren así que se va a dar cuenta, indicó. Ahí vuelve. Presten atención a cómo se sube al auto. Está sentado sobre un volcán. Algo le pasa, está a punto de estallar.

Los dedos del hombre tamborileaban sobre el volante. Un rayo de sol golpeaba contra el capot del auto y nos encandilaba. "Está llorando", dijo Lucho, mientras se paraba y disimuladamente intentaba acercarse y asegurarse de lo que veía. Se quedó parado a unos metros del auto. Después volvió a sentarse con nosotros. "Sí, ese hombre está llorando.  Alguien o algo lo está haciendo llorar", agregó. "Yo creo que llora porque no puede ver a sus hijos. Porque los quiere abrazar y no puede". "Y de dónde sacaste eso", le preguntamos. Porque allá en medio de la plaza es donde están los juegos y el tipo va y viene. Está claro que no puede acercarse. No quiere que lo vean o por alguna razón no puede ser visto. La indiferencia de las personas a veces te vuelve invisible, agregó.

Me quedé mirando hacia el auto. Ahora la luz del sol entraba por el parabrisas y lo quemaba entero. El tipo adentro refulgía como un meteorito. Se escuchó abrir la puerta y un tema de Elvis Presley. Se sentó sobre el capot y encendió un cigarrillo. Estaba cruzado de brazos y miraba hacia el centro de la plaza. De vez en cuando alzaba la vista y se detenía en los árboles que estaban por encima de nosotros. "Parece que le gustan los árboles", dijo Lucho,  mírenle la cara. Está tranquilo ahora, como si hubiera encontrado paz. La cara del hombre se contorneaba con algunas muecas. Arrugaba la nariz, como si algo del aire lo disgustara. Después con los dientes se mordía el labio de arriba. Asentía y negaba, con escasos intervalos, como si se debatiera entre hacer lo que deseaba o arrancar el auto y marcharse de una vez por todas.

"Es por una mujer", me animé a decir. Todos los hombres sufren por alguna mujer. Porque hicieron algo mal o porque no supieron qué hacer. Sufren y lloran porque no se dieron cuenta de lo que tenían al lado.  Lucho me miró y asintió. Vivimos con la ilusión de zafar pero no zafamos, agregó. "Ese hombre de ahí sufre porque la mujer que ama ya no quiere verlo", dije yo, dando por finalizada la discusión.

Entonces ya que sabes tanto vas a tener que ir a comprar la coca, dijo Lucho. Lo miré en silencio. Me paré y mientras juntaba la plata el hombre que seguía apoyado en el capot me chistó. Yo estaba de espaldas y me estremecí. Lucho levantó la cabeza y me hizo un gesto. Te está llamando, me dijo. El tipo del auto te está llamando, acordate del semblante. Cuando me di vuelta el tipo se había acercado unos pasos. Estaba parado frente a mí. Metió una mano en el bolsillo y me estiró un billete. Para la coca, dijo. Agarré el billete y le sonreí. El tipo se alejó y volvió a apoyarse sobre el capot. Encendió otro cigarrillo y miró de nuevo a los árboles.

Mientras caminaba hacia el quiosco que estaba en la esquina de la plaza me preguntaba quién sería aquel hombre. Por qué o por quien finalmente estaba sufriendo. Hubiera querido preguntarle por su llanto.

Mientras esperaba que me dieran el vuelto escuché los disparos. Fueron tres. Primero uno. Algunos segundos y después dos disparos seguidos. Cuando salí del quiosco la plaza parecía moverse. Alcance a ver cómo mis amigos corrían para la esquina contraria y a Lucho parado sobre el banco, con ambas manos sobre la cabeza. Parecía petrificado. Me di vuelta y el tipo que atendía tenía los ojos despavoridos. Me dijo que me quedará y después levantó el teléfono y llamó a la policía.