Hubo un tiempo en que se crearon escuelas, museos, bibliotecas, teatros y orquestas. Eran parte de una política de Estado. Una política que se mantenía de gobierno a gobierno –con sus baches y sus ignominias, desde ya– pero que no se discutía. Y es que sólo podía sostenerse si era indiscutible. Jamás habrá justificación económica para la escuela pública –o puede haberla de manera muy indirecta– y mucho menos para una orquesta sinfónica o un teatro estatal. Sólo las sostiene la convicción de que se trata de cosas buenas “en sí”. De “bienes” que hacen mejores a las sociedades que los poseen y los cuidan.
Esa convicción, como tantas cosas, se fue degradando. Los funcionarios de Cultura comenzaron a preguntarse el por qué de esas inversiones en actividades que, en principio, interesaban a poca gente. Simplificando hasta un extremo, había dos posibilidades: o lograr que el interés –y los interesados– aumentaran o abandonar la inversión o cercarla, poco a poco, con el argumento falaz de la auto sustentación: el actual Ministro de Cultura de la Nación llegó a decir que los museos deben ser auto sustentables lo que, en rigor, es contradictorio con la razón de su existencia. La discusión acerca de si es deseable que exista una cultura estatal o, para decirlo con mayor propiedad, una política de defensa de la producción y el consumo del arte –sobre todo de aquel que no se asienta en las leyes del mercado– excede ampliamente las posibilidades de esta columna. Aún así, dado que algunos de los fundamentos que se habían mantenido con cierta firmeza a lo largo de más de un siglo empiezan a resquebrajarse, no estaría mal que volviera a plantearse. Pero el objetivo aquí es menos ambicioso. Apenas poner el foco en algunos cuestionamientos –y en la solidez o no de los argumentos esgrimidos– a la gratuidad para el público de algunas de las actividades artísticas financiadas por el Estado.
No se trata, desde ya, de actividades gratuitas, en tanto alguien las paga, sino de reasignación de recursos, es decir, lisa y llanamente, de aquello en lo que se basa un gobierno para desarrollar políticas. Que el concierto de una orquesta sinfónica sea o no de acceso libre para el público es, entonces, una decisión política y no económica. De hecho, aun en instituciones que cobran sus entradas, como el Teatro Colón, el recupero por recaudación ronda el 15% de su presupuesto total. El costo de un espectáculo en particular (honorarios de los artistas especialmente contratados, alquiler de partituras, pago de derechos de autor, iluminación y escenografía si se trata de una puesta escénica) es infinitamente menor que el de la estructura que lo cobija, sostenido en su totalidad por el dinero público. Sergio Renán, durante su gestión como director de ese teatro, optó por encarecer las entradas caras y abaratar las baratas, algo que ya había sido encarado durante la intendencia de Facundo Suárez Lastra en el período alfonsinista, con abonos baratísimos a paraíso, galería y tertulia. En la gestión de Mauricio Macri como Jefe de Gobierno de la Ciudad, Pedro Pablo García Caffi, al frente del Colón, optó por lo contrario, aumentando varias veces más las entradas baratas que las caras. No es azar. Se llama política.
El Centro Cultural Kirchner ofrece todos sus espectáculos de manera exclusivamente gratuita para el público, desde su fundación y de acuerdo con los considerandos de la ley que lo creó. Fuentes reservadas revelan que existe la idea de modificar esa ley y diversas notas periodísticas publicadas en diferentes medios presentan la gratuidad como parte de la “pesada herencia” recibida de la administración anterior y como muestra irrefutable del peor populismo. Si se centra, a manera de ejemplo, en la actividad de la Orquesta Sinfónica Nacional, habría que consignar que sus conciertos son gratuitos desde hace muchísimo tiempo, y que la gratuidad de actividades artísticas tuvo su gran explosión durante el gobierno de Alfonsín pero incluso durante la dictadura las hubo. Uno de los argumentos, difícilmente demostrable, es que el hecho de que sus conciertos sean gratuitos convierte a la orquesta en un organismo de segunda categoría. Si la Orquesta Sinfónica Nacional no tiene el nivel que merecería, eventualmente, tiene más que ver con la falta de un proyecto para ella por parte de las autoridades –y desde hace mucho tiempo– y con el atraso salarial al que se la somete. Grandes orquestas como la RIAS alemana, conducida por Ferenc Fricsay, o la famosa NBC estadounidense que condujo Toscanini basaron su actividad en conciertos gratuitos y en su transmisión radial sin que eso mermara un ápice su calidad.
Un segundo argumento ronda la cuestión de la competencia desleal que esta política le plantearía a los empresarios del rubro. Tal como sucede con la educación, el éxito o fracaso de la actividad privada no debería ser competencia del Estado y a nadie se le ocurriría que éste debiera regirse por los fundamentos de aquélla, desmejorando su producto o cobrándolo caro para no competir con la actividad privada. Son los empresarios, en todo caso, los que, si desean competir con el Estado, se plantearán cómo ofrecer algo atractivo y distinto de la oferta pública. El tercer motivo es aún más débil: la venta de entradas es un administrador natural de la oferta. Si son gratis siempre resulta problemático a quiénes, en qué momento y con qué mecanismo se entregan. Si son pagas no hay problema: son para los primeros que lleguen entre quienes estén en condiciones de adquirirlas. Es obvio, la dificultad para encontrar mecanismos eficientes de articulación de una política no es suficiente para poner en tela de juicio la propia política. El cuarto motivo, heredado de la vulgata psi del porteño, es que lo que no se paga no se valora. El compromiso que se observa en la mayoría del público y en la totalidad de los espectáculos que ofrece el CCK lo desmiente.
Todo esto no significa que la entradas no puedan ser pagas sino, tan sólo, que hasta ahora no se ofrecen razones debidamente firmes. Y que, en cambio, podría darse la paradoja de que una inversión pública, cuya justificación es el derecho de la población a las artes, entendidas como patrimonio universal, acabara brindando espectáculos a los que esa población no pudiera acceder. Dicho de otra manera, que toda la población pagara con sus impuestos algo que muy pocos podrían disfrutar. Huelga decirlo, si se tratara de brindar espectáculos caros para la porción de los ciudadanos que pueden pagarlos, el Estado nada tendría que hacer allí. Y si hay organismos como el Colón que, debido a políticas erróneas, han llegado a estar muy cerca de ese absurdo, deberían plantearse a la brevedad no sólo la inconveniencia sino la inmoralidad de tal concepto.