Cuando nací, en Berlín, estaban levantando un muro. Crecí con él. Sobre  los alemanes, sólo sabía lo que me contaba la serie Combate. Soldados perdiendo una guerra en capítulos, hombres que usaban un idioma incomprensible. El sargento Saunders hablaba castellano. Me gustaba perderme entre los Atlas de la biblioteca, intentando saber detalles sobre la ciudad partida. Cargaba con imaginación la yema de mi dedo índice y recorría países del mundo. Mi excursión por el viejo continente terminaba siempre en una capital alemana unida. En el secundario, dicho tabique se estudiaba casi como un accidente geográfico. Mi amigo y vecino David Mascarella conoció tempranamente paredes marmoladas y piadosas en su excursión por el desconocido y lejano oeste. Integrante  de un cortejo, aprendió todos los ritos del funeral, sabiendo nada  sobre la muerte. Desde aquella fría tarde, mi hermano del alma lució para siempre una sombra de tristeza adulta como nube de tormenta en su mirada. Introvertido, sensible e inteligente decía que Perla, una tortuga de tierra un poco más grande que su mano, le traía por las noches, escondida en su caparazón, la voz de su madre entonando una canción de cuna. Nos hicimos inseparables. Me anoté en el coro de la  San Miguel para seguir jugando con mi amigo monaguillo, entre los misteriosos y oscuros pasillos de la religión. En la cima de una escalera caracol de crujiente madera, descubrimos una habitación en donde el padre Miguel desplegaba el arte de restaurar estatuas de distintos templos. Nos divertía inventar diálogos mundanos, prestándoles nuestras voces distorsionadas a dichas imágenes. Discusiones futboleras  entre San José y San Cayetano o discursos insultantes de San Roque hacia la perrera municipal. Enfrente de nuestras casas, también había un muro, centenario paredón de un club de rugby. La prohibición de cruzarlo, encendía nuestro deseo. Una amplia pradera con dos haches gigantes de madera era nuestro territorio ganado, del cual disfrutábamos hasta ser descubiertos. Conocimos la entrada del predio, desde adentro hacia afuera. Distintos cancheros nos invitaban amablemente a retirarnos siempre con la misma frase, "vamos, caminen" y "no los quiero ver más por aquí, es la última vez que se los digo". Imposible saber si Mascarella padre, empleado del banco Nación, era un hombre feliz, lo que se percibía claramente era la infelicidad de su cuerpo. Sus huesos arrastraban pesadamente los ciento veinte kilos de grasa y músculos en cada regreso sin gloria desde su trabajo. Estaba convencido de que su único hijo no sólo seguiría sus pasos, también lo coronarían gerente de la institución. Era tan necesario para el objetivo final prepararlo en contabilidad desde temprano, como relacionarlo con gente importante. No dudó entonces en integrarlo como socio deportivo al club de los ingleses. Mi amigo cambió de repente la pelota redonda por una ovalada y la letra "a" de su nombre por un diptongo. Ahora, intramuros, lo llamaban Deivid. Padezco, entre otras cosas, de curiosidad congénita, patología que me obliga a detenerme en detalles, observar la periferia tanto como el centro, las tribunas tanto o más que el espectáculo mismo.

En calurosas tardes en las que se disputaban partidos, el bancario se derretía entre perfumada gente de saco y corbata, que no parecía ser afectada por el clima reinante. Durante el tercer tiempo, mi vecino se distinguía del resto por las manchas de transpiración en su camisa así como por gestos ampulosos que acompañaban sus monólogos en contraposición a la mayoría, que dialogaba con un vaso de whisky con hielo en su mano derecha, al que hacían girar suavemente con movimientos sutiles de muñeca en dirección contraria a las agujas de reloj. El contador repetía obsecuentemente el alfabeto de los poderosos. Sólo parecía tener problemas al pronunciar la letra K. Su discurso keynesiano se estrellaba sistemáticamente contra una cortina invisible de alianza para el progreso kennedysta. Nos arrebató la rebeldía de la adolescencia mientras hacíamos equilibrio en la medianera de la tapia. Una tarde de otoño, fuimos iluminados por la voz de un Flaco que nos cantó "Después de todo tu eres la única muralla/ si no te saltas/ nunca darás ni un solo paso". Abrazados a su música comenzamos el desapego, alimentamos sueños, iniciamos nuestros propios caminos trazados en el medio de una ciudad amurallada. Esquivando paredones de regimientos, tribunales, hospitales, cárceles, barrios privados y cementerios, todavía seguimos caminando. Envueltos en la soberbia del vino, solemos sentarnos sobre los escombros de innumerables muros con los que se intenta en vano rellenar la profunda grieta con el fin de navegar por nuestro pasado desde la proa del velero de la nostalgia. Nos alegra saber que todavía somos ricos en ocurrencias, metáforas, lunfardo y poesía. Nunca hablamos sobre cosas importantes, a pesar que sobrevuelan implícitas, siempre chamuyamos de pavadas. En muestra última cena, el ex rugbier hizo una excepción. Levantó su copa a medio llenar con negro vino y dijo: "Existe un juez mediático y un periodista famoso que me hacen acordar a lo peor de mi viejo. Podrán ser auxiliares, contadores, abogados, sirvientes a destajo, pero nunca llegarán a pertenecer al grupo de poder, al núcleo real, al círculo rojo. Sólo serán socios deportivos, jamás activos. En el fondo siempre lo despreciarán como lo hacían con mi padre. Sus hormonas se lo están gritando, no pueden escucharlas debido al dinero y la vanidad, verdadero colesterol de su gorda sangre. Por mi parte, no sólo descubrí y disfruté de la esencia del ser humano, el amor, la conciencia, la música y el lenguaje, adquirí también un capital importante, producto de un enriquecimiento ilícito de palabras, que me permiten hacer hablar a mi corazón al brindar con un amigo. David siempre fue dueño de una oratoria mucho mejor que la mía. Ambos lo sabemos. Sólo levanté mi vidrio, repleto de un mar de uvas, y contesté: "¡Salud!".

 

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