Lucrecia Martel es una entrevistada peligrosa. La realizadora de La ciénaga, La niña santa y La mujer sin cabeza es lo que lo que los sajones llaman one of a kind: un ejemplar único en su tipo, alguien que no se parece a nadie. Una directora de cine consumada que cuenta que una editorial la persigue para que publique un libro de cine, y ella rehúye el convite porque de cine “no sabe nada”. Una mujer con cabeza, cuyos intereses pueden ir de Plinio El Viejo a la estratósfera en la que vive cierta clase dirigente. Del régimen de los ríos (tema sobre el que encaró una investigación para un documental trunco) al lenguaje de la investigación científica (lee tratados de medicina como si se tratara de literatura fantástica). De la mentalidad colonial de las grandes urbes argentinas contemporáneas, siempre permeables a los influjos de las metrópolis, a la geopolítica del cine. Mujer-esponja, Lucrecia Martel se interesa por todo y todo lo absorbe, lo modifica, lo vuelve otro. Que es lo que hizo con Zama, la novela de Antonio Di Benedetto. Y el peligro es que sus transcripciones son tan singulares, tan personales, que tal vez pasen veinte minutos, media hora o más, y el entrevistador de pronto descubra, con desesperación, que el tiempo de la entrevista se está yendo y, arrastrado por el caudaloso Río Martel, se distrajo hablando de cualquier cosa menos del tema de la nota.

El tema de la nota es Zama, ballena blanca no sólo de la realizadora salteña sino del cine argentino en general. En 1984 Nicolás Sarquis inició el rodaje de su versión de la novela que el autor mendocino publicó en 1956, cuando tenía 33 años. Debió suspenderlo cuando el protagonista, el actor español Mario Pardo, se mandó a mudar en medio de la filmación. A la propia Martel le llevó cinco años finalizar el proyecto, desde el momento en que decidió filmar la novela que la había encandilado un tiempo antes. No le resultó fácil llevarlo adelante, teniendo que recurrir a una ingeniería de producción tal que la película terminó resultando, créase o no, una coproducción argentina-española-francesa-holandesa-estadounidense-brasileña-mexicana-portuguesa-libanesa-suiza. Diez países. Posible record mundial para una película que no sea en episodios, signo de la sumatoria que fue necesario emprender para poder llevarla a término, con la productora local Rei Cine como alma mater del proyecto y la poderosa Patagonik jugándose una carta brava, por la sencilla razón de que el proyecto les pareció buenísimo. El listado de productores es igualmente impresionante: veintisiete oficiales, incluyendo a los hermanos Almodóvar, Gael García Bernal, Guillermo Kuitca (¡!) y el actor Danny Glover. Sí, el de Arma mortal.

–Le costó terminar Zama, ¿no?

–Fue una producción complicada, que requirió sumar refuerzos en un par de ocasiones en las que parecía que la producción se frenaba. En un momento me enfermé y tuvimos que parar. Pero en cuanto a los cinco años... no me parece que sea mucho tiempo. Cada película insume el tiempo que necesita. Yo no creo en eso de que hay que filmar cada dos años. ¿Por qué? Si uno no tiene ninguna idea en ese tiempo no. Si la película necesita más tiempo de desarrollo tampoco. Ésta necesitó ese tiempo.

–¿Cómo dio con la novela de Di Benedetto?

–Me la había recomendado una amiga unos años atrás, y en 2010, en una ocasión en la que tuve que hacer un viaje por el Paraná, aproveché para leerla. Me produjo tanta impresión que sentí una sensación hasta física al leerlo. Como de mareo.

–¿Qué fue lo que le causó tanta impresión?

–Básicamente la cuestión de la identidad. La manera en la que el protagonista compromete su identidad en su pedido de traslado y la va perdiendo, en la medida en que el traslado no llega. Pero la identidad es una ilusión, por lo cual en algún punto el derrotero del corregidor Diego de Zama puede verse, en lugar de como una derrota, como una liberación progresiva de esa ilusión.

–Es la primera vez que traspone un texto ajeno. ¿Con qué presupuestos lo encaró?

–Primero me sumergí en la novela, hasta que sentí que la había incorporado. Allí la abandoné para meterme con la película. A partir de ese punto ya no me preocupé por ser o no fiel a la novela, porque confiaba en que el espíritu de alguna manera estaba incorporado, y ahora lo que había que hacer era hacer crecer la película a partir de él. 

–Zama es una de esas novelas tradicionalmente consideradas infilmables, por su falta de acontecimientos. ¿Cómo se planteó la traslación en ese aspecto?

–Es una novela de la espera, en la que ocurre poco en términos de peripecia, pero la percepción del protagonista está muy aguzada. Entonces apostamos a eso. La novela es un largo soliloquio, que en realidad es un texto que Diego de Zama escribe. Descartamos tanto la idea de mostrar al protagonista escribiendo como la del soliloquio en off. En este último caso no porque me parezca necesariamente anticinematográfico, porque una voz en off puede tener un ritmo, una musicalidad, una sonoridad muy cinematográficas. Pero en lugar de eso elegimos expresar la primera persona mediante primeros planos del rostro de Diego Giménez Cacho, y en off todo un diseño sonoro en el que se indeterminan los sonidos reales y aquellos que responden a una cierta sensorialidad o percepción de él. Eso sumado a que las lenguas que se hablan son pilagá, qom, portugués, guaraní, francés hablado por haitianos... todo lo cual crea cierto enrarecimiento sonoro. Trabajamos muy a fondo con el director de sonido, Guido Beremblum, que al igual que los técnicos de las otras áreas se comprometió muy a fondo con las ideas de puesta en escena que regían la película. Estoy muy orgullosa del equipo técnico de Zama, fue de una gran cohesión. Creo que esa cohesión se nota en la película, y gracias a eso el rodaje fue sumamente placentero.

–Es también su primera película de época. ¿Cómo encaró la cuestión histórica?

–De manera parecida al propio Di Benedetto. Él comete errores y anacronismos, pero no importan. O no le importan a él, porque la precisión histórica no tiene demasiada importancia para la historia. Es una historia que podría transcurrir en muchas épocas y geografías distintas, aunque a la vez me interesaba mostrar un héroe colonial americano muy lejano de la imagen tradicional del héroe.

–La historia transcurre cerca de Asunción, y los pesados trajes de la época que utilizan los criollos no hacen más que aumentar el calor. Hasta el punto de que ese elemento, el calor, se convierte en parte de la puesta en escena.

–Sí, colabora con ese clima febril que va creciendo a lo largo de la película.

–Hasta llegar a un final donde la Historia parece ir hacia atrás, retrocediendo al salvajismo.

–En ese final se transpira más que en el resto del relato, y a su vez reaparece la cuestión de la identidad como una cosa inapresable.

–¿Dónde filmó?

–En Formosa, Corrientes, Chascomús y el Mercado Central.

–¿En el Mercado Central los interiores?

–La casa de Doña Luciana, el personaje de Lola Dueñas.

–Hay todo un zoológico en Zama, con referencias a insectos, peces y apariciones en cámara de caballos, gallinas, una llama, una manta raya...

–En el campo es así, se convive con un montón de animales. En realidad queríamos poner muchos más, pero el presupuesto no lo permitió. Queríamos inventar una fauna irreal, como unas gallinas raras, cuestión de enrarecer un poco más el ambiente.

–Un caballo se da vuelta y mira a cámara; la llama se pasea insistentemente por el plano, generando una sensación de extrañeza. Es difícil no pensar en Buñuel, que solía usar a los animales como forma de extrañamiento, y sobre todo en el avestruz que mira al espectador en el plano final de El fantasma de la libertad.

–No la vi (risas).

–Lo de la llama en el noreste es medio raro, ¿no?

–Bueno, si de anacronismos se trata, en la película hay montones. Tampoco es tan rara una llama ahí. Al Gobernador podían gustarle y se llevó una a la casa.

–Con tantos animales, es raro que hay uno que no filmó y que en la novela es muy relevante: el mono que da vueltas en un remolino, que Di Benedetto describe en las primeras líneas.

–Intenté filmarlo pero no quedaba bien. No supe filmarlo, qué voy a hacer. Seguramente algún otro hubiera sabido, a mí no me salió.

–¿Daniel Giménez Cacho fue la primera opción para hacer de Diego de Zama?

–Hacía mucho que quería trabajar con él. En cuanto surgió la idea de filmar la película no tuve duda de que tenía que ser él. 

–Los nueve años que pasaron desde el estreno de La mujer sin cabeza se deben en buena medida al proyecto frustrado de filmar El eternauta. ¿Qué fue lo que pasó?

–No llegamos a un acuerdo con los productores. Yo tenía escrito el guion definitivo y a la hora de afrontar el rodaje surgieron diferencias. Una película del tamaño de El eternauta no puede rodarse si no es en coproducción con alguna cinematografía poderosa. Pero yo creo que si esa historia se rueda en inglés pierde aquello que la hace peculiar. La propia familia de Oesterheld, a la que considero una familia inteligente, se niega por contrato a que una versión de El eternauta esté hablada en inglés. Así que no pudimos salir de ahí y el proyecto quedó trunco.