Había infinidad de escollos a la hora de llevar adelante un proyecto como Zama, empezando por la dificultad de la novela misma, escrita en 1956 por Antonio Di Benedetto y celebrada en su momento tanto por Cortázar como por Roa Bastos y Juan José Saer. Pero se diría que Lucrecia Martel –en la que es su primera adaptación literaria y su primer film de época– los ha sorteado todos y ha conseguido mucho más que una versión lograda de una novela mítica. Su Zama es una composición autónoma, una nueva cumbre en su obra, un film de una complejidad visual y sonora fuera de norma en el cine contemporáneo, capaz de romper con la linealidad narrativa para ir en busca de un pasado colonial que solamente puede imaginarse de modo fragmentario, como quien explora su identidad en los retazos que quedan de eso llamado Historia.
¿Quién es Don Diego de Zama, ese hombre que está solo y espera? A la orilla de un río terroso, allá por 1790, en un confín colonial de lo que todavía ni siquiera se nombra como Paraguay, un niño desconocido, recién bajado de un barco que proviene de lejanos puertos rioplatenses, sorpresivamente se lo recuerda en un susurro, como si fuera un sueño: ¡el corregidor, el enérgico, el pacificador de indios, el que hizo justicia sin emplear la espada, el que se ganó honores del monarca y respeto de los vencidos! Nada del presente de Zama (estupendo el mexicano Daniel Giménez Cacho) tiene que ver con esa leyenda. Ahora es apenas un triste asesor letrado de la corona española, añorando de manera enfermiza un traslado a Buenos Aires, donde dejó a su mujer y a sus hijos. El devenir del personaje, sin embargo, no lo llevará hacia aquella anhelada civilización sino en sentido contrario, a internarse de manera más profunda en el corazón de las tinieblas, allí donde ni siquiera se ha asomado el largo brazo del virreinato y donde él finalmente llegará a fundirse con un “paraíso desolado y excesivamente inmenso para mis piernas”.
El monólogo interior que escribió Di Benedetto, a priori un enorme desafío para llevar al cine, resulta en cambio orgánico con la manera de narrar de Martel, especialmente después de su película anterior, La mujer sin cabeza (2008), donde la protagonista parecía perdida dentro de sí misma. Como señala la directora (ver aparte), no hay una voz en off de Zama ni nada que se le parezca sino, muy por el contrario, toda una infinita sinfonía de voces, de lenguas, de sonidos que hacen a la extrañeza del personaje, a su creciente confusión, a su condición de exiliado incluso dentro de su subjetividad.
La dedicatoria de Di Benedetto, en la primera página de la novela, “a las víctimas de la espera” derivó casi siempre en una lectura unívoca, asociada con Kafka por un lado y con el existencialismo (particularmente Albert Camus) por el otro. La interpretación que hace ahora Martel, sin embargo, es bien distinta. Se pregunta por la identidad de Zama. Y, por carácter transitivo, de quienes lo rodean, ese deshilachado resabio de la corona española perdido –como bien supo leer la directora en la novela– “en medio de toda la tierra de un Continente que me resulta invisible”, en palabras del propio Zama.
¿Quiénes son esos hombres y mujeres que en medio de un calor asfixiante, de un polvo que se confunde con la luz cegadora del sol, parecen disfrazados, resabios de una trasnoche de carnaval? Constantemente, se ponen y se sacan unas pelucas que se adivinan hediondas, unas libreas raídas, unos miriñaques sin brillo, replicando rituales y conductas que no se condicen con ese confín que les tocó en suerte. La deslumbrante puesta en escena de Martel acentúa esa ajenidad de Zama y su entorno. Sus planos son fijos, sus encuadres son cerrados, pero siempre –como en sus films anteriores– hay un incesante movimiento dentro del cuadro, aquí en Zama más barroco que nunca. Personajes que pasan –como sombras, como fantasmas– por delante o por detrás de quien habla, animales insólitos que se aparecen en despachos oficiales, muebles de olvidado esplendor que se amontonan absurdamente en la pocilga a la que paulatinamente termina empujado Don Diego de Zama.
El impresionante diseño sonoro concebido por Martel junto a su especialista Guido Berenblum va en la misma dirección de sentido. Por un lado hay una sensualidad, incluso una concupiscencia en los sonidos que provienen de la naturaleza que parecen poner en acción una incesante circulación del deseo. No sólo en el reprimido Zama sino también en las mujeres de ese paraje remoto, que paradójicamente son las más libres y desprejuiciadas: fuman tremendos puros, se bañan desnudas a la vera del río, disfrutan en su piel del barro y del sol y se consiguen sus amantes (ninguno de ellos Zama, por cierto). Los diálogos también se cruzan, se superponen en distintos planos sonoros: el presumido monólogo del gobernador (Daniel Veronese) de pronto se va apagando y lo sustituye la distraída reflexión interior del lacayo que lo apantalla. ¿Es acaso Zama quien imagina esa digresión? ¿No podría ser en todo caso también la suya?
Como en la novela, la película de Martel se hace cargo del desasosiego del protagonista, pero lo exaspera en los tramos finales, cuando Zama, cansado ya de esperar un traslado que jamás llega, se enrola voluntariamente en una patrulla punitiva contra un bandolero brasileño, una suerte de cangaçeiro cuya leyenda supera en mucho su dimensión real. Allí queda claro que Zama ya no espera nada –un barco, una carta, la paga– sino que finalmente decide ir al encuentro de su destino, en las antípodas de la civilización, un poco a la manera del Kurtz de Joseph Conrad, aunque de una estatura mucho más pequeña, más modesta, más triste. El grisor de su entorno inicial cambia por el exuberante verde esperanza de la selva virgen. Mutilado, agónico, a Zama no le queda más que mirar, por una vez, hacia adelante. Se dirige hacia lo desconocido, hacia sí mismo.