“Me cae bien, le encantan mis libros”, le comenta “él” a su esposa (la película tiene la peculiaridad de que ninguno de sus personajes, del primero al último del elenco, tiene nombre), en una frase casi calcada –con las diferencias del caso– de la que un director de cine argentino pronunció alguna vez en presencia de quien escribe. Muy propio de su relación, ella (Jennifer Lawrence) escucha con cierta sorpresa, pero calla. Enfermedad por excelencia del escritor y el director de cine (no es demasiado aventurado suponer que lo único que hizo Darren Aronofsky para imaginar el guión de Madre! fue llevar al plano del delirio sus propias fantasías), el narcisismo mueve todas y cada una de las acciones de “él” (Javier Bardem, comprobadamente el único actor español capaz de hablar una película entera en inglés sin pasar papelones). Incluso, aunque a simple vista parezca imposible, la de tener un hijo, ése que “madre” (ese nombre dan los créditos al personaje de Lawrence) ansía en silencio y sufridamente. Mater dolorosa.
Como bien señaló el colega Luciano Monteagudo en su informe desde Toronto, la película de Darren Aronofsky (Pi, El cisne negro) es, reducida al hueso, casi un calco de cierto superclásico del cine de terror, cuyo nombre no debe ser revelado, a riesgo de espoilearla por completo. Una escena sumamente representativa de la dinámica de pareja de “él” y “madre” (qué molesto se hace tener que llamarlos así), en la que “él” trabaja frente a su escritorio, mientras “madre” lo observa en silencio, es interrumpida por un sorpresivo timbrazo. Ambos viven en una enorme casona en medio del campo, y por lo visto no están habituados a recibir visitas. El que llama es “hombre”, cirujano ortopedista a quien “él” conoció durante una reciente internación hospitalaria. Poco menos que un desecho humano que no para de toser (y de fumar), “hombre” (un huesudo Ed Harris) no tiene casa. Sí, cosa rara para un profesional veterano con empleo estable, pero el guión dice así y así habrá que aceptarlo. Sin consultarle a “ella”, “él” le ofrece alojamiento, que “hombre” por supuesto acepta gustoso. Detrás de “hombre” viene, claro, “mujer”, su esposa, que desde que llega trata a “madre” como a su sirvienta (Michelle Pfeiffer, todavía linda y sexy).
¿Pero qué clase de disparate es éste? En principio, un cruce de melodrama íntimo–feminista con sátira, justamente, disparatada. La cámara señala como protagonista a “madre”, siguiéndola cada vez que se desplaza por el gigantesco caserón, que perteneció a la familia de su marido y que ella está reconstruyendo sola, después de un incendio que la quemó por completo. Todos los seguimientos son con cámara en mano, de modo de subrayar una inestabilidad de la situación desde el punto de vista de “madre”. El mecanismo de inestabilidad es creciente, en la medida en que su casa y su rol van siendo invadidos, y su marido, en lugar de apoyarla, parece estar siempre más del lado de los “invitados”. Hay algo de cuento de hadas en esta zona del relato, no tanto por el tono o el clima como por el juego de roles, con una bruja (Pfeiffer), una pobre Cenicienta (Lawrence) y un príncipe hechizado, poeta que atraviesa un largo bloqueo creativo (Bardem). Hasta que llegan los hermanos malos (Brian y Domhnall Gleeson, haciendo de hijos de “hombre” y “mujer”), que además de comportarse como si la casa les perteneciera (“¿y vos quién sos?”, le dicen a “madre”) protagonizarán una divertida escena de dibujo animado sangriento. Todo frente a los azorados ojos de la dueña de casa, que no puede creer lo que ve. A su vez, hay señales extrañas que vienen desde “el corazón” de la casa, detrás de las paredes, anunciando que esto se dirige al fantástico y el grand guignol.
Más allá de aciertos de puesta en escena, de escenas disfrutables y de un cuarteto central de perillas (Jennifer Lawrence vuelve a estar excelente, otra vez en un papel distinto a todos los anteriores), uno de los problemas de Madre! (¿no está faltando el signo de exclamación de apertura?) es la reiteración del esquema invasores–le–toman–el–pelo–a–la–invadida, que se repite en por lo menos media docena de secuencias sucesivas, con distintos grupos de personajes incluso. Otro problema mayor, producto sin duda de la descontrolada audacia de Aronofsky, es que el verosímil trastabilla, tironeado como se ve entre registros de lo más diversos, que hacen tambalear sobre todo la resolución (que sucede a la peor secuencia de la película, una que condensa tiempos, capas y realidades de un modo casi imposible de decodificar). Sería tal vez injusta la comparación con el modelo que la película toma (sin acreditar, por cierto), ya que allí la construcción del verosímil es clásica, por lo tanto progresiva y ordenada, y aquí es moderna, en el sentido más desbalanceado de la palabra.