El retiro definitivo de la pantalla grande anunciado por Steven Soderbergh hace unos años duró poco y La estafa de los Logan lo reencuentra trabajando a gusto en terrenos familiares. Y, en más de un sentido, en pleno control del material. En primer lugar, fiel a una costumbre adquirida con el correr de las décadas y las películas, la mayoría de los rubros técnico-artísticos principales son de su autoría (las firmas responsables de la fotografía y el montaje son seudónimos de S. S.) y la escritora del guión, una tal Rebecca Blunt, resultó ser alguien inexistente en la vida real, al menos hasta que alguien demuestre lo contrario. Por otro lado, el director de Sexo, mentiras y video y Erin Brockovich –dos films que iluminan el arco que va de la explosión indie de fines de los años 80 al prestigio oscarizado de la industria– decidió ocuparse de todos los aspectos ligados a la distribución y promoción, un paso temerario que, a juzgar por los números de la taquilla en los Estados Unidos, no tuvo los resultados que se esperaban.
De todas formas, el retorno de Soderbergh es un típico caso de run for cover –como solía llamar Hitchcock a aquellos proyectos no demasiado ambiciosos, realizados sobre senderos conocidos–, cuyas características más evidentes son su frescura, ligereza y contagiosa simpatía. En esencia, La estafa de los Logan no es otra cosa que una reversión proletaria (y algo palurda) de su trilogía sobre Danny Ocean y amigos, a su vez una vuelta de tuerca sobre el clásico heist film o película de robo ultra planificado. Pero si en los detalles está el diablo, el particular trasfondo de la historia la aleja por completo de la sofisticación y aires chic de esa saga, aproximándola al mismo tiempo a ciertos productos de fines de la década del 70 como Dos pícaros con suerte o la serie de TV Los Dukes de Hazzard, aunque aquí el énfasis no esté puesto en las persecuciones y choques automovilísticos sino en la planificación y puesta en marcha de un plan criminal perfecto, sin víctimas humanas ni (por extraño que suene) financieras.
Típico en el cine de Soderbergh, el desarrollo e interacción de los personajes es tan relevante como sus acciones y reacciones, y el director encuentra en un reparto ejemplar los mejores aliados para poner en pantalla esta suerte de reencarnación de la leyenda de Robin Hood y su pandilla, aunque el enemigo no tenga esta vez un rostro identificable: no hay aquí un sheriff de Nottingham que encarne la villanía. Los hermanos Logan, sureños hasta la médula (su lugar en el mundo es un pequeño pueblo de Virginia Occidental), sobreviven día a día en sus respectivos puestos de trabajo. Jimmy Logan es el más expansivo y abierto a la aventura (Channing Tatum, en su cuarta colaboración con el director), hombre de familia separado de su mujer y de su pequeña hija, operario en una empresa dedicada al mantenimiento subterráneo de una famosa pista de carreras de NASCAR en Charlotte, Carolina del Norte. Clyde Logan (Adam Driver), más calmo y reflexivo, atiende la barra de un bar con su único brazo; el otro ha quedado rezagado en algún lugar durante una misión en Irak.
Víctimas de la depresión post burbuja inmobiliaria y de guerras en tierras lejanas, los hermanos ponen en marcha la estructura del robo perfecto luego del despido de Jimmy a causa de una “enfermedad preexistente” –una ligera cojera–, y esta adquiere todas las pretensiones de la justicia poética. En la cárcel, mientras tanto, Joe Bang (un blondísimo Daniel Craig) espera el final de su condena, aunque la posibilidad de una escapada para llevar a cabo el “trabajo” resulta demasiado tentadora. Por allí también circulan Katie Holmes, Riley Keough y Katherine Waterston, interpretando papeles secundarios, pero con peso específico: a pesar de recrear un mundo eminentemente masculino, las mujeres no resultan ajenas o meramente decorativas. Así, La estafa de los Logan –jugada a un tono humorístico casi constante que, incluso, se permite la posibilidad de la comedia física– pasea orgullosa en cada plano su condición de juego narrativo. Es también, a su manera, una suerte de defensa de ciertos aspectos de la cultura white trash, del orgullo de clase a pesar de las caídas en desgracia y humillaciones personales y colectivas. Que la escena del desfile de jóvenes bellezas logre conmover genuinamente a pesar de su pegajosa cualidad kitsch es uno de los mejores ejemplos de los logros de la película.