En The L Word, aquella emblemática serie que nos tuvo a las tortas en vilo durante unos cuantos años, hay un caso que, por paradigmático quiero traer de nuevo a la memoria. Dana, la tenista de familia conservadora y adinerada, muere a la mitad de la serie y luego de un cáncer que la va consumiendo a lo largo de una temporada. Su punto de contención y afecto resulta ser ese grupo de lesbianas que, a regañadientes de la familia de origen, son las elegidas por ella para acompañarla en esos tiempos. El día del funeral, organizado por la familia, comienzan a aparecer esos gestos que denotan que una ley (de matrimonio, de identidad de género), al igual que una golondrina, no hace primavera. ¿Por qué sus amigas no pueden hacer valer las decisiones que Dana tomó sobre sus posesiones y hasta sobre su propio cuerpo?, ¿por qué deben sentarse al fondo del salón?, ¿por qué, si Dana había logrado salir del closet y vivir visiblemente su sexualidad, el pastor que oficia la ceremonia heterosexualiza al amor y habla del novio que la muerte le impidió conocer?
Argentina, como bien sabemos, es uno de los pocos países del mundo que tiene leyes que garantizan al colectivo LGTBI el acceso a determinados derechos como el matrimonio, la herencia, el cambio de sexo y nombre registral sin proceso judicial, la hormonización y las operaciones de reasignación de sexo para personas trans, la adopción. Sin embargo, vivimos en una sociedad que aún no concibe un cambio social real, donde las comunidades de afecto, aquellas “familias que elegimos” todavía deben pelear para salir a la luz cuando alguna de las personas que las integran se va. Principalmente cuando esa persona, por los motivos que sean, no se acogió a las salvaguardas que el tan mentando paquete legal brinda.
La muerte de personas que transcurren la vida a contrapelo de la héteronorma trae a la luz preguntas difíciles cuando el mundo se nos escapa de cualquier posibilidad de control ¿qué vínculos tienen la posibilidad de ser visibles?, ¿qué vidas pueden ser lloradas y quiénes están autorizadxs a llorarlas? ¿Cómo se negocian las identidades y los amores? ¿Cuál es el espacio de la alteridad en el luto? En este mismo sentido, quién es reconocido como portador de ese derecho por las instituciones como la familia, el Estado o lxs amigxs. En definitiva, ¿quiénes son lxs portadorxs del deseo de aquella persona que ya no tiene la posibilidad de decidir sobre su propio cuerpo? En muchos casos la comunidad de cuidado es borrada y desposeída de cualquier toma de decisión. Confiar en la buena voluntad de “los lazos de sangre” y el desapego que significa la afectividad puede jugarnos malas pasadas. La muerte deja disponible un cuerpo que rápidamente es reclamado por la heternormatividad. Un nombre con el género no elegido, un velorio no deseado, flores en lugar de alcoholes, rezos sojuzgando pasiones lo desagencian y arrancan de los lazos de solidaridad, compañerismo y afecto. El poder de la héteronorma pretende ser la presencia, la que decide no sólo qué vidas merecen la pena ser lloradas, sino qué afectos merecen ser reconocidos. Foucault, en una entrevista publicada en la revista Gai pied en 1981, define a las relaciones de amistad homosexual como una estética de resistencia que provoca inquietud en la sociedad higienizada que no logra reconocer la amistad, la solidaridad, la ternura y el afecto en el colectivo LGBTI por temor a las alianzas que puedan formarse, propiciando líneas de conducta inesperadas. Para Foucault, más que el acto sexual en sí mismo, es el modo de vida homosexual (el sentido de comunidad de afecto) lo que hace perturbadora la homosexualidad en la sociedad heteronormada.
Contrarrestar la hipocresía con la sororidad. Confiar en los afectos que “hacen” familia, esas que elegimos, cuando aquéllas de origen parecen querer desatarnos de sus vínculos. El luto se vive. Se construye amorosamente y en tiempo presente, porque, frente a actitudes reactivas y mezquinas, aparecen en el horizonte esos patios compartidos donde los abrazos nos devuelven a la comunidad, la sororidad y la monstruosidad. Judith Butler sostiene que el luto nos expone a la relación constitutiva de la socialidad del yo, a la base para pensar una comunidad política de orden complejo. La muerte revela miserias, pero también rescata y solidifica lazos duraderos forjados en el deseo, en la presencia cotidiana que forja el afecto cómplice. “No voy a tener hijxs, pero tengo amigos”, decimos por ahí brindando por la vida que se reinventa en el recuerdo colectivo de aquellxs que ya se fueron.
Una ley no hace primavera, del mismo modo en que el reclamo de los bienes que quedan en ese limbo legal no hacen comunidad.
La pérdida que sufrimos frente a la muerte nos cambiará para siempre porque nos ofrece la posibilidad de deshacernos los unos a [y en] lxs otrxs. Y si no, dice Butler, nos estamos perdiendo de algo. El cuerpo deviene recuerdo, que deviene afecto y potencia de esa red en la que deshacernos es saber que podemos confiar en la trama que urdimos en comunidad.