“Todo lo que ven mis ojos, eso es lo que tengo que cuidar”, dijo la joven y en su voz, como tampoco en su gesto, había ningún romanticismo. El mentón erguido, la mirada desafiante, su viaje también había sido largo aunque no se había desplazado por diversos territorios como la mayoría de las más de 300 mujeres sentadas en círculo en el Instituto de Formación Docente, reunidas en Asamblea feminista itinerante Ni Una Menos y situada ahora en El Bolsón, la ciudad donde vivió Santiago Maldonado antes de ser un desaparecido, la ciudad que aloja uno de los destacamentos de Gendarmería Nacional desde donde salen las patrullas que reprimen a las comunidades mapuche que demandan por su vida en las tierras ancestrales.
“Yo no nací en la comunidad, estuve lejos y volví”, describió la joven de mirada guerrera para graficar un trayecto que sigue en movimiento, que encuentra tesoros en las palabras nuevas que desempolva la memoria del mapundug hablado por las abuelas y ahora vuelto a pronunciar en esas bocas que modelan en cada vocablo sin grafía la recuperación de una identidad que otrora fue vergüenza. “Nos discriminan por el color de nuestra piel, nos discriminan por nuestros apellidos, porque somos la mano de obra barata de los winkas”.
La voz de Auca Millañanco hacía eco en otros cuerpos que se habían dispuesto para eso, para dejarse afectar. Muchas eran las que se enjugaban las lágrimas con más o menos disimulo. Las asambleístas acusaron recibo, registraban esa herida, cómo no hacerlo, y pusieron en juego otras; ninguna quería devolver ni instalarse en la imagen de la pura víctima porque en ese espacio lo que se vibraba era la potencia de estar juntas, de tender los puentes del diálogo, de abrir espacios de posibilidad para que distintas voces se entrelazaran. Ana Becerra, la mamá de Otoño Uriarte, asesinada en 2007 en la zona del Alto Valle de Río Negro, lo dijo cuando le tocó la palabra: “Todas hemos sufrido pero acá estamos. Todas sabemos además de la justicia patriarcal que es lo mismo que no tener justicia. Yo tengo a gendarmería en la puerta de mi casa, se supone para protegerme, pero se la pasan piropeando a mis hijas. A la justicia hay que denunciar”, cerró y ahí estaba Moira Millán con su vestido de gala mapuche, escuchando, apenas unos días después de haber ocupado pacíficamente el juzgado de Guido Otranto, antes de la recusación, para reclamarle por el violento allanamiento a la lof Vuelta del Río, también en Cushamen, en la que terminó detenida Elizabeth Loncopan, en una Comisaría de la Mujer donde el cuadro más visible es una imagen del ejercito en plena campaña de un desierto que no era tal porque para eso iban a arrasar con quienes lo poblaban. Paradójicamente, la primera detenida en la causa por la desaparición de Santiago Maldonado, una mujer.
Ese trazo que une la experiencia de dos mujeres que reclaman justicia pero terminan sitiadas por las fuerzas de seguridad pudo dibujarse el último sábado. Y en esa puntada que se da con un hilo de sentido feminista está la razón de haber sido de la Asamblea Ni Una Menos en El Bolsón. Un cuerpo a cuerpo que ya se había desplegado, poderoso, a fin de julio cuando la asamblea se situó en la carpa que trabajadores y trabajadoras despedidas por Pepsico montaron frente al Congreso de la Nación. Entonces las voces de trabajadoras de talleres textiles clandestinos, de la economía formal, de la economía popular, empleadas y desocupadas; todas habían puesto en común sus experiencias de resistencia y de despojo, de precarización y de invisibilización completa como la que borra como trabajo las tareas domésticas y de cuidado. Una clave feminista fue capaz de hilvanar estas historias, de entretejer el modo en que la violencia machista se ejerce en las relaciones laborales y cómo se enhebra con esa que se reconoce más fácilmente en los golpes, la violencia sexual, el femicidio.
Esta vez, en El Bolsón, fue el colonialismo el que tomó cuerpo en los cuerpos de las asambleístas y en el territorio donde se situó la asamblea. Esas marcas de la conquista no son cicatrices si no presente continuo. Se inscriben con saña cada vez que las fuerzas de seguridad, con el amparo del poder político del Estado, arremeten contra las comunidades mapuche. Cada vez que muchos medios de comunicación pretenden borrar la identidad mapuche exhibiendo biografías urbanas de quienes reivindican esa identidad como si no hubieran sido antes desplazados y desplazadas de sus tierras, de sus formas de vida.
En la Asamblea, mujeres del sindicato de empleadas domésticas de Neuquén marcaron esa secuencia: “La mayoría de nosotras en esta zona somos mujeres mapuche que fuimos arrancadas de nuestras comunidades para ir a servir a la ciudad y allí nos vimos obligadas a sentir vergüenza de lo que somos”. Vergüenza que ahora se traduce en retorno, puesta en valor de una cultura ancestral que Moira Millán, weychafe -guerrera- de las comunidades y representante de la Marcha de Mujeres Originarias, sintetizó así: “Nuestra lucha no es por la propiedad de la tierra, nuestra lucha es por un modo otro de habitar la tierra”.
Y es que la “propiedad” de la tierra es la trampa que se impuso a los y las habitantes originarios. “El despojo también se produjo por abuso de hospitalidad –explica Millán–, nuestro pueblo autorizó a que el tren pasara por nuestras tierras pero la Corona Inglesa se apropió de ese permiso y se adjudicaron la propiedad de las tierras. La estancia Leleke, que compró Luciano Bennetton es parte de esa apropiación. Y ahí trabajó mi madre como sirvienta desde los 8 años”. Y a ese empresario que hizo de los cuerpos racializados un fetiche publicitario pero echó a cada trabajador y cada trabajadora mapuche de la estancia que compró a precio vil, el hermano de Moira fue a demandarle en la cara por sus derechos ancestrales. Porque de esto también se trata la memoria.
Reponer estas historias para entender la desaparición en contexto represivo de Santiago Maldonado fue la primera intención, el primer eje de discusión de la Asamblea Ni Una Menos en El Bolsón. Y es por esto que las primeras palabras que se pronunciaron fueron cristalinas: “Aquí la campaña del desierto no se terminó”. Y no terminó porque la negación de la existencia del pueblo mapuche repone esa idea de desierto ficticia que arrasó con las poblaciones a principios del siglo XX. Y no sólo no terminó con la apropiación de las tierras que se repartieron entre terratenientes y oficiales del ejército entonces, si no que se actualiza ahora con la especulación inmobiliaria y las empresas extractivistas que siguen disputando los “dones vitales de la Patagonia”, tal como lo cantaron las copleras que abrieron a golpes de caja el círculo de la asamblea, donde también se cantó sobre el poder popular y el poder ancestral, en una mezcla que nombra el recuperación de la identidad de quienes nacieron lejos de donde pertenecían sus familias y ahora buscan su lugar en las comunidades con las que también necesitan profundizar el diálogo por jóvenes, venir de las ciudades y porque en los territorios urbanos hay una búsqueda de lazos comunitarios que no resisten ningún cliché ni folklorización.
Cuerpo a cuerpo
“Este encuentro fue histórico”, se emocionaba Moira Millán al día siguiente de haber sostenido junto a las feministas y muy cerca del pañuelo blanco de Mirta Baravalle, de Madres de Plaza de Mayo Línea Fundadora, la enorme bandera que decía: Nuestros Cuerpos, nuestro territorio ¿Dónde está Santiago Maldonado? Moira tenía todavía las impresiones de la asamblea y la marcha que siguió muy vivas en el cuerpo. Esa sensación era compartida, aun con los desencuentros que también se produjeron porque si éste fue histórico es porque antes había faltado esa posibilidad de mirarse y vibrar en el mismo espacio. “Una de las cuestiones que me resultan muy valiosas es haber seguido la intuición y el deseo político de que valía la pena convocarnos, encontrarnos y poner en debate algunas preocupaciones que tenemos como feministas sobre conflictos de este tiempo, la posibilidad de dialogar sobre la singularidad pero también sobre los entramados más globales sobre los que se asientan esos conflictos”, dijo Ruth Zurbriggen, integrante de La Revuelta Colectiva Feminista, que llegó desde Neuquén en un ómnibus con otras 42 militantes y sus propios cantos inventados para la marcha. Entre ellos, uno que desplaza al feminismo como cosa de mujeres, porque no todas las mujeres somos iguales, porque este feminismo no tiene que ver con la biología: “No nos unen las vaginas, las asambleístas repudiamos a la Bullrich, ¡Asesina!”, se le dedicó a la ministra de Seguridad.
Ruth habla de un deseo y una intuición que puede ponerse en práctica porque existe una amistad política entre muchas organizaciones feministas, entre el Colectivo Ni Una Menos y La Revuelta, entre el Socorro Rosa y la Colectiva Ni Una Menos –ambas de la Comarca Andina–, por ejemplo, que fueron capaces de seguir sumando voluntades para organizar esta asamblea patagónica en apenas diez días, que fueron los que pasaron entre las primeras conversaciones y la concreción del encuentro. “La acción de pensamiento colectivo que se propició con audacia en tan pocos días –continua esta docente que también forma parte de Socorristas en Red, mujeres que acompañan a otras a abortar de manera segura– me entusiasma porque habla de la vitalidad de este feminismo del cuerpo a cuerpo. Sabernos ‘acuerpadas’ en la búsqueda de acciones hermanadas. Una acción histórica si pensamos en el mojón que el espacio puede instalar como posibilidad, la asamblea circular que fue círculo redondo también en su distribución espacial. Aún las divergencias que se postularon en la asamblea se convierten en motor de búsquedas porque nos quedamos pensando sobre las interpelaciones que eso nos provoca. Desafiada a seguir deseando e imaginando, así me quedé”. Y Moira Millán parece subrayarla: “¿No podríamos pensar en un feminismo indo americano?”, desafía y se entusiasma, aun cuando un momento antes dudaba de usar la palabra feminismo. La imaginación política y la inteligencia colectiva se ponen en marcha, los límites están ahí solamente para ser empujados.
Viajar es preciso
“Que el viaje sea largo” anotaba Kavafis en uno de sus poemas, deseando tiempo de deriva, de descubrimiento, de esa ajenidad que brindan los movimientos y que en su vaivén permiten encontrar esos clivajes donde es posible sostenerse de sabores y texturas conocidas antes de que el camino vuelva a enfrentarnos con otras. Desplazarse es necesario –“navegar es preciso”– supo cada compañera que llegó hasta El Bolsón el fin de semana pasado. Algunas viajaron dos días completos, algunas todavía más. Neka Jara, por ejemplo, de la Comisión de Investigación de la Violencia en los Territorios, dejo Buenos Aires el miércoles; el viernes lo pasó recorriendo las comunidades: la Lof en resistencia (Cushamen) y la Lof Vuelta del Río, donde la casa de un habitante había sido quemada a propósito por cuatro hombres a caballo mientras la comunidad ocupaba el juzgado de Otranto para exigirle que deje de perseguir a las comunidades y busque a Santiago Maldonado. Monica Macha, de Unidad Ciudadana, y Myriam Bregman, del PTS/Frente de Izquierda, las dos candidatas por sus partidos en las próximas elecciones viajaron a través de cartas, de su deseo de estar, de su entendimiento de que era necesario. Otras compañeras de la Asamblea Lésbica Permanente, del Frente Popular Dario Santillán, de la Campaña contra la Violencia hacia las Mujeres, de La Dignidad y Feministas de Abya Yala –una manera no colonial de decir América Latina–, junto con el colectivo Ni Una Menos y Madres de Plaza de Mayo vieron atravesar la pampa y la Patagonia por ventanillas diversas, dejando atrás el Río de la Plata, con ansiedad y deseo, para estar a tiempo el sábado. Desde Neuquén y el Alto Valle, el camino empezó el viernes; o aun antes, cuando se imprimieron los carteles y banderas, se prepararon las viandas para el viaje, se inventaron los cantos. Desde Bariloche, Junín de los Andes, San Martín de Los Andes, llegaron militantes de la Red De Géneros, de Malajunta, Nuevo Encuentro. Desde Esquel, la multisectorial de Mujeres. Para las patagónicas los trayectos fueron más cortos y tal vez, solo tal vez, el paisaje de árboles andinos y cumbres nevadas, de ciruelos en flor que se desprenden de sus pétalos como si también nevara, no haya sido para ellas ese golpe emocional que fue para que las viajamos desde el llano. En Bolsón el tejido incluyó buscar alojamiento, prever espacio de intercambio y comida, hospitalidad y debate. Las que llegaban desde las comunidades desafiaron también sus propios prejuicios y eso también es un viaje que todavía se está recorriendo. “La asamblea fue un lugar de encuentros no fáciles –dice Verónica Gago, del colectivo Ni Una Menos–: más bien una primera instancia de elaboración de un desencuentro histórico entre organizaciones feministas y reclamos de pueblos indígenas. Puso en acto un tejido de historias, trayectorias y experiencias que tienen la fuerza de plantear la percepción de un presente móvil. Y que obligan al feminismo a rehacerse bajo nuevos nombres y prácticas: como feminismo popular, Villero, comunitario, campesino (indo americano, por qué no). Formas que permiten alojar la pregunta por cómo el feminismo –callejero y asambleario– puede devenir una práctica anticolonial a partir de aliarse a determinados conflictos y mostrar en la práctica que le son propios”.
Y si no son propios, ¿para qué moverse? Y una vez ahí, cómo construir juntas sin conmiserarse de otras heridas o de las propias y en cambio fundar red de alerta y amparo, entre las muchas lenguas que hablamos al momento de hacer política y en nuestra vida cotidiana, en la cama y cuando damos la teta, las mostramos o abortamos. Entre esas lenguas está el carrilche de las travestis que lo cuchicheaban para zafar de la cana, el mapundug y el guaraní, el ajó de las madres y las voces tranquilizadoras de las que acompañan a abortar, el quechua y el aymara, los besos desaforados de las pasiones lésbicas, las masculinidades que habitamos, las carnes que nos desbordan, los dolores que nos atraviesan, las resistencias y las fiestas que nos potencian. Todas pueden ser habladas. Pero nos rebelamos en cambio contra los discursos verticalistas como el de la solidaridad o la tolerancia. No se hizo la asamblea en El Bolsón para ofrecer solidaridad como si se arrojara la moneda en la lata de la mendiga si no para articular con otras experiencias, para narrarnos desde la corta distancia del cuerpo a cuerpo para vernos en los ojos de las otras. Y así, insumisas, poderosas en la inteligencia colectiva, salimos a la calle a marchar y volvimos a otro refugio a embriagarnos entre música, bebidas y más debate. Hasta la próxima acción, cuando salgamos a demandar el domingo en cada territorio por la aparición con vida de Santiago Maldonado y por la libertad del lonko Facundo Jones Huala –y por todos los presos y presas políticos–, porque ese fue un acuerdo concreto de la asamblea y porque en ese pedido se repone el contexto de la desaparición de Santiago Maldonado. Y después, cuando nos encontremos en Resistencia, en el Encuentro Nacional de Mujeres, en ese Chaco donde también las naciones que existían antes que el Estado Argentino fueron arrasadas y ahora pelean por sus tierras. Y cada vez que salgamos a la calle o nos encontremos en asambleas en defensa de nuestros cuerpos-territorios, de nuestras vidas, nuestros sueños y nuestras experiencias. “Todo lo que ven mis ojos es lo que tengo que cuidar”, dijo una joven mapuche que no se reconoce feminista pero que ahí, en esa asamblea, dio una clave para seguir enhebrando resistencias.