Cuántas veces fuimos a la cancha a ver a nuestro equipo? Tal vez alguien lleve la lista, como “el diario de un hincha”, o como las personas que contabilizan sus amantes; pero, convengamos que es un inventario difícil de mantener actualizado. Incluso ligeramente inútil. Y sin embargo una duda por el estilo me asaltó el domingo pasado, en lo alto del Monumental, mientras rumiaba 90 minutos tan de chicle como esas salidas de domingo en las que un padre se sienta incómodo a la mesa con su hijo y no sabe de qué hablar. Calculé que estaba presenciando, en vino y en directo, mi trigésimo partido entre River (mi equipo) y Argentinos Juniors. O el 35º, tal vez. Tengo más River-Argentinos que amenazas nucleares de Corea del Norte.
Me acordé de cuando iba al Monumental con mi viejo y mi hermano. Por ejemplo, una tarde (de 1980, según chequeo ahora en la web, o sea que tenía 6 años) en la que el Pato Fillol le atajó un penal a Diego Maradona, una proeza que no alcanzó para evitar el triunfo de Argentinos. O de un partido de 1981, cuando un árbitro llamado Claudio Busca, “un busca roña” lo calificó mi hermano, nos expulsó a cinco jugadores (y volvimos a perder). También estuvimos en una tarde de 1990 en la que entramos en el segundo tiempo, cuando se abrían las puertas para quiénes no queríamos/no podíamos pagar la entrada. Nuestro arquero fue expulsado y terminamos aplaudiendo las voladas improvisadas de Fabián Basualdo, un lateral derecho que se calzó los guantes. Cómo olvidar los gases lacrimógenos de la Policía en la cancha de Ferro por la última fecha del Apertura 92, en medio de un caos que Quentin Tarantino podría haber llevado a Pulp Fiction. Ya era más grande y tenía independencia cuando vi las vueltas olímpicas con empates de guante negro en la década del 90 (más un título extra, sin pactos deshonrosos, en el Apertura 91). Y hace poco, en el invierno de 2014, estuve en la La Paternal, en el reinaugurado estadio Diego Armando Maradona, el último fin de semana en que pudimos acompañar a nuestros equipos antes de la prohibición a los hinchas visitantes. Son los River-Argentinos a los que rescato del olvido gracias a un puñado de detalles, a diferencia del resto, una mayoría tan prescindible como el empate 1 a 1 del domingo pasado (o, por ejemplo, otro partido reciclable de 1992, en la cacha de tablones de Atlanta), una gloriosa pérdida de tiempo.
Pero esa es, justamente, la gracia de ser hincha. Tres días atrás, en el mismo lugar en el que contra Argentinos maldecía un juego sin tensión, durante el 8 a 0 contra Jorge Wilstermann había sentido la sublimación de los partidos que te hacen creer protagonista aunque solo hayas sido espectador. Una noche en la que, estás convencido, tu equipo es el centro del universo y que el sol orbita alrededor del estadio. Partidos en los que por la megafonía debiera sonar la novena sinfonía de Beethoven, el himno de la alegría, y mantenerse en loop hasta el final. Y la anatomía de las hazañas, como la del jueves 21 de septiembre, necesita de la multiplicación de las tardes abúlicas, como la del domingo 24. Ése es su secreto.
Un cuarto de siglo antes de los partidos de River ante Wilstermann y Argentinos, el escritor inglés Nick Hornby definió esa dualidad en “Fiebre en las Gradas” (1992, Anagrama), el primer libro que trató al hincha como lo que somos (tipos monomaníacos que a veces podremos ser impresentables pero nunca violentos). A la hora de recordar una derrota 1-0 contra el Chelsea, Hornby, fanático del Arsenal de Londres, escribió: “Éstos son los partidos que dan sentido a todos los demás. Precisamente por haber visto tantos, se siente auténtico alborozo en esos otros que solo salen de muy tanto en tanto, cada seis, siete o diez años”. Es una frase que le calza perfecto al 8 a 0 de River (o al 4 a 0 de Central ante Atlético Mineiro en la final de la Conmebol 95, cuando el equipo rosarino debía revertir cuatro goles, o al 3 a 2 de Pacífico de General Alvear contra Estudiantes de La Plata en la Copa Argentina de este año, entre otros ejemplos –pero tampoco tantos-): un fenómeno que ocurre cada seis, siete, diez o incluso más años, en medio de un desierto de resultados prototípicos. Hornby los califica como “días dorados” y, ésta es la frase que lo explica todo, como “una especie de recompensa por nuestra ciega perseverancia”.
En otro gran libro de fútbol, “Crónicas Canallas” (2013, Blatt & Ríos), el escritor argentino Santiago Llach, hincha de Rosario Central, agrega a lo que dice Hornby: “La vida de un hincha se puede volver burocrática. Años y años de pelotazos impunes, gambetas cojas, goles rascados en el fondo de la olla ponen a prueba la mejor pasión”. También el escritor mexicano Juan Villoro coincide en “Dios es redondo” (2006, Anagrama): “Durante 90 minutos, una semana, meses o años, el aficionado confía en acontecimientos por venir. Contempla partidos grises y padece derrotas animado por un afán compensatorio, los goles que vendrán. Rara vez esté tranquilo o resignado”.
En los subrayados de estos libros, y en los de muchos otros, pero especialmente en el de Villoro, florecen las pistas para recordar que, aunque nuestro equipo esté rodeado, el fútbol siempre tendrá una salida a la proeza (y como es aplicable a todos los equipos, incluido a los rivales, también tendrá una encerrona al desastre). El mexicano escribió, además, en “Dios es redondo”:
“Los milagros del fútbol ocurren de tanto en tanto, pero no dejamos de aguardarlos”.
“El fútbol es algo que no sucede o sucede a medias o sucede mal, pero que insinúa en todo momento que puede componerse”.
“En perpetuo estado de infancia, el hincha de fútbol busca capacidad para la magia”.
“Anfiteatro de la resurrección, el fútbol ofrece seres agonizantes que vuelven a correr”.
“La atracción del fútbol depende de su renovada capacidad de hacerse incomprensible. Hay algo que no captamos pero sucede, como el crecimiento del pasto o la circulación de la sangre”.
“En los grandes días, el fútbol tiene que ver más con el misterio que con la calidad”.
“En esencia, todo manual debería empezar con la frase: ‘El fútbol es demasiado raro para ser previsto’”.
En medio de decenas, cientos, ¿miles? de partidos que vimos en la cancha, algunos épicos y la mayoría descartables, pero también (o sobre todo) por la basura que bascula en el fútbol argentino, otro escritor futbolero, Fabián Casas, de San Lorenzo, se preguntó en “La supremacía Tolstoi” (2013, Emecé): “¿Existe algo más ingenuo que un hincha de futbol? La verdad, ser hincha solo por amor a una camiseta es una actitud que ronda con la boludez. Pagas el acceso a la cancha, no ganás dinero ni de casualidad y los que juegan y cobran fortunas son los jugadores. A veces, preso de esa impotencia que surge cuando tu equipo pierde, terminas tomando tranquilizantes para dormir. Y encima no existe –tal vez salvo en la política dura- un ambiente más corrupto que el futbol”.
Que ser hincha es una actitud que ronda con la boludez, es tan cierto como que hay días en los que te preguntás qué estás haciendo en la cancha; y sin embargo (la literatura ayuda a entenderlo) son los partidos que silenciosamente construyen las hazañas. Entonces recordé que en el Apertura 2010 había estado en La Paternal para un 0 a 0 desnutrido con Argentinos que alimentó (o desnutrió) la campaña del descenso. En la madrugada del viernes previo había ido al Monumental para conseguir una entrada: ¡Se vendían a las 6 de la mañana! Fue un caos, se cayeron rejas, hubo gritos y por supuesto no pude comprarla. Igual el domingo fui a la cancha y conseguí una popular en la reventa. En la tribuna repleta, sólo encontré lugar pegado al alambrado, con el sol en contra, y al lado de un córner: durante 90 minutos solo vi los jugadores que pasaban cerca. Fue entonces que supe que a la cancha no vamos a ver fútbol, sino a ser hinchas de nuestros equipos. Y agrego ahora, también vamos al encuentro del próximo milagro. Que seguramente tarde mucho tiempo, pero ya está en camino.