Oscar Washington Tabárez toma el último mate que le acerca Silvia y mira por la ventana llover.
Siente una tristeza que va a contramano de su presente. Uruguay clasificó para el Mundial de África y él va a llevar esas riendas. A su lado está preparado el bolso con la ropa y el auto de la confederación toca bocina para juntarlos con el cuerpo técnico y jugadores. El avión espera. Su tristeza (la detecta, la ve) se debe a que clasificaron a los ponchazos, sin jugar a nada, sin ser. Esto le quita frescura, alegría a su vida. Lo desafecta del proyecto. Lo aleja. Se pregunta si así, vale la pena conducir esta selección apática. Se para, besa a su mujer y se carga el bolso al hombro.
Al pisar el aeropuerto es abordado por los periodistas que le piden unas palabras antes de subir al ave metálica. Casi con bronca, suelta: -El único objetivo es ir al Mundial y volver a ser nosotros, sería imperdonable no serlo…-
Pasan los partidos y los jugadores recuperan identidad colectiva. Él recupera la fe. El equipo se convirtió en un boxeador osado, mañero, corajudo. Sacrificado en la marca hombre a hombre, sabiendo que contrabalancean la falta de buen juego grupal. Inteligentes, pícaros.
Uruguay le gana 2 a 1 a Corea del Sur y en una de las habitaciones del hotel se festeja. El Loco Abreu le da caña a un tambor chico, sosteniendo un ritmo prolijo, cronometrado, riguroso para que el Ruso Pérez, con un repique, juegue, se relaje y haga lo que no hace ni hará nunca dentro de la cancha: improvisar. Juegan a cambiar roles, nunca el Loco hizo lo que debía. Nunca el Ruso hizo lo que quería.cOrden y caos al servicio de una misma melodía.cLonja, parche y madera los agita, mientras el resto de los jugadores baten palmas al ritmo de un candombe. Diego Lugano arruina la belleza del momento pegando un grito que se esfuerza por ser armonioso y mete una letra del “Murguero Oriental”: -La noche azul, melancolía de los días de un febrero que se fue…- Aúlla y se lo festejan. Encontraron el hilo histórico de esa camiseta y volvieron a creer en ellos.
A los dos días el destino le pone delante al potente equipo de Ghana. Esta en juego la llave que abrirá la puerta a semifinales. En un partido demasiado medido el árbitro decreta el 1 a 1 e invita a sacudir penales hasta que uno de los dos muera. Palo y palo llega el penal numero cinco y la ventaja es uruguaya. El maestro Tabárez sabe que escribió con birome negra el nombre de Abreu para el último penal. El único humano que le daría la responsabilidad (palabra que Abreu desconoce) de resolver el partido es el Maestro. El técnico lo conoce de chico, lo quiere y toma su estilo desprolijo e irreverente como parte de la identidad de su pueblo. Ni Obdulio Varela, ni Schiafino hicieron mucho caso a “lo que hay que hacer” y hoy son parte de miles de tatuajes en almas montevideanas. Incluso de joven, Tabárez supo acuñar un estilo osado tirando caños de pisada en lugares riesgosos.
Los tambores –nunca hubo tantos en una cancha- convierten el lugar en una gran ceremonia. Ritual negro. La música la ponen las manos de los Ghaneses y su alegría. El Soccer Stadium tiene en sus tripas 94.141 espectadores, donde solo 500 son Uruguayos y, de esos 500, 25 están dentro de la cancha. Todos los otros son africanos que empujan por el equipo ghanés, más un puñado de turistas del resto del mundo que saca fotos, algo desconectados de cualquier desenlace.
El Loco Abreu se desprende de sus compañeros en el medio de la cancha y empieza a caminar hacia el punto del penal. Escucha la voz de Álvaro Pereyra que lo invita a apuntarle con vehemencia a la cabeza del arquero. Respira profundo para que las pulsaciones se distancien entre sí, bajen y gane la claridad. Los compañeros lo miran, fruncen, se persignan. El Ruso Diego Pérez, transpira mas que el resto. Tiene un secreto que le quema el estómago. La noche anterio, el Loco, compañero de pieza, le confesó que si le toca patear a él, la va a picar.
A 7.897 Km de distancia de ese punto penal, más de 10.000 personas copan el cruce de las calles Maldonado y Magallanes y miran la pantalla gigante. El rito empezó tres horas antes cuando “La llamada” se activó desde barrio Sur y el asfalto de las calles Paraguay y Maldonado fue el elegido para armar la fogata y tensar los parches de 400 tambores que el barrio puso a disposición de la caravana. Caravana que subió por Maldonado para pasar a buscar a los vecinos de Barrio Palermo y juntos candombear marchando hasta llegar a la pantalla gigante que el Pepe Mujica hizo instalar- a dos meses de asumir la presidencia- en el cruce de las dos calles.
¿Llegará el sonido de Magallanes y Maldonado, usando al mar como conductor hasta la otra orilla para colarse por arriba del Soccer Stadium y acercarle al Loco compañía? ¿Sabrá la negra Mercedes al frente de la caravana que su pollera cuando gira deleita a toda la monada que la mira y la sueña? ¿Podrá, Abreu, cargar con la responsabilidad de que esa noche el pueblo uruguayo se emborrache de alegría y se acueste de madrugada?
Abreu acomoda la redonda en el punto del penal mientras se acuerda la promesa que le hizo al Ruso. Acto siguiente, como si tirara hacia atrás el gatillo de un revolver, recula en cinco pasos de frente a la pelota para tomar carrera. Daniel Agyei - arquero de Ghana- se mueve en saltitos cortos intentando ganarle la pelea mental.
El Loco deja caer el torso hacia adelante y el eje del pecho invita a dar su primer paso. Piensa en esperar hasta el último segundo para saber si el arquero elige algún palo. Su pie derecho, ese que le sostendrá el cuerpo, ese que se posa al lado del balón, ya fue pisado.
La esquina montevideana deja de bailar, de cantar y de pegarle al parche, deja de regalar sonido a madera. Se queda muda. Por primera vez en tres horas, ese tendal es gente que se queda muda.
El Loco percibe que la sombra de Agyei se inclina hacia un palo y conecta la pelota con su pie zurdo, suave, como cortando manteca de costado para que la bola se eleve en cámara lenta y se la trague el arco. Pero esta vez la bola entra como quería Abreu, con la energía opuesta a la sugerida por Álvaro Pereyra y rogada por el mundo.
El Loco la picó. “Qué pedazo de hijo de puta…”, pensará el Ruso, mientras corre a su encuentro.
La madeja de abrazos los rodea y lloran juntos. Uruguay es semifinalista.
Montevideo explota. Tamborilea, baila, canta, bebe y se acuesta con el sol, con una sonrisa dibujada.
Los ghaneses en la tribuna siguen agitando tambores y fiesta. Una hora después del partido los guardias del estadio los invitan a retirarse e intentan explicarles que perdieron, que no deberían estar tan alegres. Ellos sonríen y tocan, y abandonan el estadio a ritmo sonoro mientras agradecen la vida mirando al cielo.
Finalizado el Mundial, Uruguay se hace de un cuarto puesto histórico. Más de 60 años -desde el mundial del 50- que no arrimaba la cabeza entre los grandes. Cuando se abre la escotilla del avión los mismos periodistas que abordaron al Maestro Washington Tabárez de ida, lo barajan de vuelta. Le piden la fórmula, la clave, el secreto que explique esta gesta. La boca de costado del Maestro, sencilla, gardeliana, se morfa las eses y desprende una frase que subraya con ojos vidriosos de emoción: -Fuimo nosotro.
Como un cielo de verano, como el trueno de un tambor,
con la cara del murguista, cuando baja del camión,
asomando por el túnel, dominando la emoción…”
Jaime Ross