Fotos de Pablo Donadio y CPP
El lomo marrón del Uruguay parece dominarlo todo. Nuestra lancha se abre paso generando un surco momentáneo que desaparece pronto en la calma superficial del río. A ambos lados, verdes selváticos hacen un alto cada tanto y ofrecen montes bajos donde algunos pájaros buscan su alimento y pispean sorprendidos. Las horas y los días de sus pueblos ribereños están marcados por estas aguas: su crecida o bajante impone no solo la fortuna para la pesca, sino los ritmos de las 12 localidades de los departamentos de Soriano, Río Negro, Paysandú, Salto y Artigas, emblemas de un recorrido del que tanto nos han hablado y es apenas un botón de muestra de una costa rica en naturaleza, misterios y tradiciones. El Gringo desacelera y la embarcación exhala al fin su descanso hacia el muelle de Bella Unión, uno de los paraísos del Corredor de los Pájaros Pintados. En las amarras, mate en mano, está Karina Fortete. “Este es uno de los extremos de nuestro tesoro”, dice la referente del programa financiado por el Banco Interamericano de Desarrollo (BID) y el ministerio de Turismo Uruguayo.
El nombre mismo del circuito deriva de una de las acepciones que los guaraníes daban a la palabra “uruguay” y refería a las aves que pueden verse de punta a punta del corredor. Bajo esa protección contiene reservas donde es posible navegar, pescar, caminar, andar a caballo o en bici. Donde hay pueblitos termales para relajarse y otros que deslumbran por sus fiestas, junto a una gastronomía de origen ruso o alemán. “La idea de revertir la concentración geográfica y armar una red de instalaciones náuticas articuladas con emprendimientos turísticos locales con eje en el río nos permitió priorizar el destino como unidad y no un producto en sí”, señala Fortete. Hoy son más de cien los adheridos al programa del corredor, entre entidades públicas (municipios, por ejemplo) y operadores de lo más variados. “Hemos visto cómo el turismo puede ser una herramienta clave para el desarrollo económico y social, y también para la cohesión territorial. Esa visión conjunta sobre el futuro del corredor activó una red de cooperación y reciprocidad que es nuestro mayor orgullo”, completa.
LA UNIÓN, LA FUERZA Bella Unión es más que un extremo del recorrido. Es un símbolo del encuentro en una tierra llena de potencialidades. El río se agita aquí en un loco zigzag formando una suerte de bahía que envuelve a la población y la separa de la correntina Monte Caseros a un lado, y de Barra do Cuaraí (Brasil) del otro. “Aquí mi amigo –dice el Gringo– es donde hacemos honor a esa unión: entre vecinos, entre ríos como el Uruguay y el Cuareim, y entre tradiciones”. Su pueblo es tan pequeño como discreto, y parece algo insulso si se lo mira en comparativa con destinos nacionales como Colonia, Montevideo o las playas de moda. Excepto por su free-shops de triple frontera que enloquecen a los comparadores compulsivos, dice el guía, nunca hubo muchas visitas. Pero la cosa está mejorando desde que se la propone como destino de ecoturismo. Una de las salidas más buscadas conjuga la posibilidad de conocer varios circuitos por tierra y desde el agua al Rincón de Franquía, un área protegida que alberga el 50 por ciento de aves del Uruguay, junto a otras especies animales y flora nativa. Los dorados de Bella Unión, además, son locura de pescadores tanto en el Uruguay como en el Cuareim, que forman una triple frontera no solo geográfica sino también cultural. Muestra de ello son los carnavales de febrero, cuando desfilan aquí comparsas al ritmo de sambas de gran influencia brasileña pero con letras en español. Otro rasgo distintivo de esa mixtura gira en torno a la producción cañera. El pueblo fue protagonista de un fuerte desarrollo en la zafra y diversos productos hortícolas, y su actividad sindical alcanzó proyección nacional. Junto a Karina recorremos el casco histórico donde no faltan evocaciones a esta antigua misión oriental, y edificios que cobijan la biblioteca municipal, un foto club, el museo indígena (privado), una sala de exposiciones y el Cine Teatro Norte, espacios donde parece concentrarse la actividad de sus habitantes. Sobre la costa, la playa del balneario Los Pinos es uno de los lugares privilegiados para disfrutar del agua en días cálidos, con la posibilidad de acampar en el Parque Rivera.
DELICIAS RUSAS A mitad de camino en el corredor, San Javier sorprende con los paisajes naturales de los Esteros de Farrapos, un área protegida que despuntamos apenas junto a Sergio Pifaretti, otro baqueano local. Medio ruso, medio charrúa, el pueblo despierta simpatía ni bien se entra en la avenida principal, y sus naranjos en la vereda dejan claro que allí la gastronomía está al alcance de la mano. Sus farolas encendidas apenas cae la tarde, y una impronta derivada de la herencia inmigratoria, embellecen casas, plazas, galpones del puerto y la sabraña (iglesia). Si hay algo que destaca a San Javier es la gastronomía, y es casi un delito pasar por aquí sin probar alguna bebida como el kvass (vino o licor de miel) y platos típicos como las pirasky (empandas de repollo), el shaslik (cordero a las brasas macerado en cebolla y limón) o el piroj (tarta con dulce de zapallo). El dato de Olivera es grandioso y el restaurante a orillas del río parece un homenaje a todo ello. Este lugar preserva la tradición y las enseñanzas de los colonos que llegaron escapando del imperio zarista. Los uruguayos aseguran que en el país no se conocía el girasol hasta la llegada de los rusos, que armaron una cooperativa y dominaron estas tierras instalándose como referencia cerealera pero también social. Gracias a la fertilidad y buen manejo de la labranza, y con la genial compañía del puerto, San Javier se hizo sentir con trabajos de acopio y un molino que producía aceite de calidad y empaquetaba 10 bolsas de 70 kilos por hora. Por estas calles empedradas y tranquilas muchos de esos hombres se juntaban a beber y charlar, las mujeres hacían aquí las compras, y todos celebraban actos culturales en torno a la moderna Povieda (“victoria” en ruso), un edificio de exhibiciones cinematográficas, donde nunca faltaron, como hoy, las producciones caseras y el genial kvas.
LA COCINA DEL MUNDO Más al sur y de regreso a casa, previo paso por Nuevo Berlín, Fray Bentos aguarda con su gigante aparentemente dormido sobre las aguas. La tierra que cocinó para el mundo está nuevamente en marcha en varios aspectos. La recuperación del viejo Frigorífico Anglo ha impulsado no solo este edificio histórico sino la propia ciudad, donde en breve habrá un centro de interpretación. El Anglo fue la fábrica más grande del país, que generó un barrio de estilo inglés y espíritu desafiante que supo alimentar a buena parte de Europa en sus tiempos de guerra. “Desde 1979 el lugar estuvo abandonado, hasta que se comenzó a trabajar para revalorizarlo. Por suerte en 2015 fuimos incluidos como Patrimonio de la Humanidad por la Unesco, y desde entonces nos visitan seguido. Hacemos dos salidas diarias de martes a domingos”, cuenta Cristina Duarte, que nos lleva de visita por el hospital, la escuela y las casas de techo de chapa que habitaron empleados y jefes. Además de la impresionante arquitectura de hierro del frigorífico, el patrimonio abarca también muelles, lugares de esparcimiento y el casco viejo de Fray Bentos. “En el frigorífico nada se desperdiciaba, y se utilizaba el animal entero, literalmente. Y hubo un tiempo en que todo se exportaba. Hasta los huesos servían para placas de radiografía y rollos de película”, cuenta. En tiempos de máximo desarrollo el Anglo supo faenar 1500 animales por día, para elaborar 200 productos con 5000 empleados. El principal fue el extracto de carne, un polvo similar a los calditos de fácil traslado que requería solo agua caliente para ofrecer las propiedades de un bife. A él siguió la marca insignia de la fábrica: el corned beef. Desde el reconocimiento de Unesco y gracias a una movida del marketing de Fray Bentos, esta versión de la famosa viandada (carne picada envasada) hoy puede comprarse en los supermercados locales. La noticia de Unesco y del propio corredor ha animando a algunos emprendedores: es el caso de Mari Almirón, “la única cervecera mujer del Uruguay”, responsable de producción de Dharma, la rubia y negra que alivia las tardes de sol franco. Hacia la ribera hay otro emprendimiento con enfoque diferente, pero igualmente atractivo. Se trata de La Chacra, sede del Club Observadores de Aves del Uruguay y hogar de más de 50 especies de aves, unos 40 tipos de mariposas y mucha vegetación de la región. A cargo de Sandra Álvarez Lema, el lugar puede visitarse cada día y disfrutar luego de un buen té con tortas.