Hubo una época en que los argentinos íbamos por el mundo comprando esculturas de Rodin o encargándolas a Bourdelle, y traíamos piezas valiosas para ornar nuestros espacios públicos. Para el Centenario, las comunidades extranjeras nos regalaron monumentos bellos y de buen gusto, y las visitas de dignatarios incluían obsequios como una columna del Foro Romano, que sigue gris y única en la Plaza Italia. Ni hablar de las generaciones de escultores y artistas locales que nos alegran la vida con sus piezas, sean próceres o trabajadores, mujeres reales o míticas.
Con lo que el anuncio de que ayer se inauguró en San Isidro el espectacular bodrio de la foto con una pompa que se merecería un Rodin obliga a reflexionar sobre esta crisis del gusto público. La comunicación oficial del evento dice que este Colibrí es parte del Programa de Emplazamiento de Esculturas en el Espacio Público de San Isidro, que busca “celebrar las identidades locales y embellecer la vía pública”, que sigue mañana con la inauguración de la igualmente espeluznante Tiempo Libre, en Martínez. La funcionaria a cargo del programa explicó que las piezas “deben soportar con hidalguía el paso del tiempo y fueron emplazadas en lugares estratégicos, emblemáticos”.
El pajarito es de acero pintado, tiene seis metros de alto y una literalidad infantil: busca “celebrar la naturaleza, lo autóctono y la resurrección”. Esto último es porque la pieza está a la entrada del cementerio de Boulogne, con lo que la gacetilla agrega que también funciona como “como una metáfora de los seres queridos que vienen a decirnos que están bien”. Aplicando una de Borges, realmente no los une el amor sino el espanto, estético en este caso.