Para la juventud de mi generación, la revolución rusa fue al mismo tiempo un hecho histórico y una leyenda. Salíamos de una niñez poblada de héroes invulnerables y resplandecientes y entramos a una adolescencia donde, desde la historia, imperfectos hombres de carne y hueso, magnificados a escala de un pueblo entero, novelaban otra épica en la que la generosidad individual se exaltaba a solidaridad colectiva; el coraje solitario, a epopeya popular; el amor por la gloria, a la necesidad de justicia. Tuvimos, respecto de nuestros padres, la ventaja de no haber sido contemporáneos de esa revolución. Ellos, algunos de ellos, creyeron de buena fe que una revolución social era algo así como el reino laico de Dios sobre la Tierra, la segunda fundación del Paraíso, y tal vez por eso no pudieron tolerar que, como toda empresa hecha por hombres reales, fuera contradictoria, imperfecta y a veces atroz. No pesó sobre nosotros ni el exilio de Trotsky ni la sombra de Stalin. Cuando empezamos a pensar en términos ideológicos o políticos, el mismo Congreso XX pertenecía a los hechos consumados por la historia. Más tarde, la revolución cubana o el mutilado sueño chileno, como hoy la experiencia nicaragüense, terminaron por mostrarnos que existen muchos caminos para ir poniendo de pie la ciudad de Utopía. A setenta años de 1917 sabemos algunas cosas. Sabemos que el primer gigantesco paso de este siglo lo dieron aquellos obreros y milicianos del “Petrogrado Rojo”, aquellos campesinos que morían al grito de ¡cambiarlo todo!; sabemos que ninguna revolución posterior hubiera sido posible sin la existencia de la Unión Soviética, como sabemos que también a causa de sus imperfecciones y sus contradicciones, el socialismo es un sueño a la medida de hombre. 

Setenta años es el límite de la vida humana. A escala de los pueblos, setenta años son horas, acaso minutos. Si pensamos que el mundo feudal tardó un milenio en transformarse en el mundo que conocemos, tal vez sea más fácil captar la dimensión que tuvieron aquellos “diez días que conmovieron al mundo”. Diez días que fueron, por supuesto, muchos días más que diez días. No empezaron en febrero, ni siquiera en 1905, ni con los “demonios” que se hacían volar al paso de los carros imperiales. La revolución rusa fue la culminación, al menos para nuestro siglo, de una larga gesta espiritual que a través de milenios ha venido encarnándose sucesivamente en los esclavos alzados de Espartaco, en los hermanos Macabeos y sus pastores violentos, en los catecúmenos cristianos, en los campesinos medievales, en los burgueses y en el pueblo “sin calzones” de las barricadas francesas. Gesta espiritual, repito, porque en ella se manifiesta con todas sus impurezas y brutalidades el alma verdadera del hombre, su generosidad esencial, su amor por la libertad y su voluntad de justicia. Gesta que no ha terminado, ni siquiera en Rusia, como lo prueban las transformaciones y rectificaciones que hoy mismo ha puesto en marcha la sociedad soviética. No ha terminado y quizá no termine.

No deja de ser terrible que los hombres debamos celebrar, como victorias del hombre, epopeyas de desesperación y coraje que, a lo largo de la historia de los pueblos, le han costado la vida o la libertad a millones de semejantes. Tal vez algún día existirá una humanidad que merezca sus mártires al punto de no comprender siquiera el sentido que tuvo esta protohistoria caníbal a la que llamamos Historia. Tal vez alcancemos el estado ético del animal que mata y lastima con inocencia. O tal vez esta larga redención que empezó en el mundo con el primer hombre humillado, sea nuestra humana condición y estemos condenados a que la lucha no termine. Cualquiera sea nuestro destino, la revolución rusa seguirá significando que, por lo menos alguna vez, el hombre fue un sueño posible sobre la Tierra. u

Abelardo Castillo escribió este texto en 1987, para los setenta años de la Revolución rusa. Se publicó en la revista Novedades de la Unión Soviética. En 2014, cuando estaba preparando el primer tomo de sus Diarios 1954-1991, buscamos la revista por toda la casa para incluirlo. No apareció. El año pasado, y como suele suceder, la encontré buscando otra cosa. Le sugerí a A. que lo incluyera en el próximo tomo y así lo decidió. El Diario Tomo II, que dejó revisado hasta la última página, llevará este homenaje a la Revolución socialista. A pesar de los cambios extremos de las últimas décadas, el texto, me gusta creer, no ha perdido validez y no necesita de la coincidencia precisa de una fecha. (Nota de Sylvia Iparraguirre)