Lo primero que vemos al despuntar Blade Runner es otro mundo: un paisaje nocturno, lleno de columnas de fuego que se elevan al cielo. ¿Estamos en el Infierno? No, no: estamos en la Tierra, para más datos en Los Angeles, año 2019. A no ser, claro, que ese paisaje pueda ser a la vez la Tierra y... 

Lo segundo que vemos (más vale acostumbrarse: este es un film que demanda ulteriores re-visiones) es un ojo monumental. El ojo contempla ese mundo devorado por la noche y las llamas, tal como se refleja en    su pupila; pero de algún modo está, también, rompiendo la cuarta pared para contemplarnos: a nosotros, los espectadores. En Blade Runner los ojos son un motivo central. Los hay naturales y artificiales, como aquellos que fabrica Hannibal Chew (James Hong). Están los del teniente Gaff (Edward James Olmos), que cambian de color. Y los de juguete que atesora el diseñador genético J. F. Sebastian (William Sanderson). Y los miopes que Eldon Tyrell (Joe Turkel) corrige con gafas gruesas y gigantes, hasta que alguien se los hunde con la presión de sus pulgares. 

El mundo que cuenta Blade Runner es, pues, rico en objetos y superficies que reclaman ser vistos y en tecnología de punta que ayuda a mirar. La única limitación que a ese respecto no logra trascender es una esencial a la especie humana: por más que se potencie el valor de la mirada y de lo mirable, es difícil persuadirnos de ver lo que no queremos ver.     

Cuando se estrenó, treinta y cinco años atrás, Blade Runner fue un fracaso. Otros films que jugaban con el mismo género (E.T., El enigma de otro mundo de John Carpenter) tuvieron mejor destino ese mismo año. Muchos la habíamos esperado con ansias, por las mejores razones. Se trataba del tercer film de Ridley Scott, que venía del batacazo de Los duelistas (1977) y Alien (1979). Era la adaptación de una novela de Philip K. Dick de título deslumbrante: ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?  (1968). Tenía como protagonista a Harrison Ford, que a esa altura ya era Han Solo e Indiana Jones. Y venía con música del griego Vangelis, que había ganado un Oscar ese mismo año gracias a Carrozas de fuego pero era, ante todo, un músico de rock.  

Recuerdo –mi ojo se lo grabó entonces, y puede hacer replay todas las veces que haga falta– haberme enterado de la existencia de Blade Runner por un textito en la revista Omni, coronado por una foto de Ford parado ante un auto de diseño futurista. (Lo llamaron spinner, un término que no puede ser más actual. Otra palabra que oí allí por primera vez, durante el relato en off del que Scott abomina: sushi.) Y apenas la estrenaron aquí (¿cine Atlas, calle Lavalle?), corrí a verla en su primer fin de semana. Fue una revelación. Eso que un film llega a ser sólo raras veces: una experiencia trascendente (de esas que tiene lugar, platónicamente, dentro de una caverna oscura); y desde entonces, metabolizando su fracaso como un asunto personal, me convertí en un evangelista. Debo haber escandalizado a más de uno pretendiendo que Blade Runner pertenecía a la altura olímpica de El ciudadano y un par de Coppolas. Pero el tiempo estuvo de mi lado. Si uno consulta hoy la página de IMDB (International Movie Data Base), la peli figura como la más popular de 1982, por encima de E.T. y del clásico de John Carpenter.

¿Cómo se sobrepuso a la indiferencia para alcanzar gloria imperecedera? Por lo general, los films que se elevan por encima de críticas malas o mezquinas para convertirse en Historia cuentan con el espaldarazo del éxito comercial. (Pienso en Lawrence de Arabia, al que Bosley Crowther definió a su estreno en el New York Times como “agotadora y desprovista de humanidad”.) Pero aun así, existen en este caso infinidad de razones. (La cantidad de libros que analizan Blade Runner es inconmensurable; algunos llevan títulos como Espacio negro: imaginando razas en los films de ciencia ficción y La estética de la ambivalencia: repensando la ciencia ficción en la era de la reproducción electrónica.) 

La primera razón que mencionaré –a esta ya la anticipé, de algún modo– es sensorial. A Blade Runner nunca se la termina de ver del todo, porque ofrece más de lo que un par de ojos puede asimilar en una, cinco o diez sentadas. (En 2007, la Visual Effects Society la calificó como el segundo film más influyente de la historia a ese respecto, apenas por detrás de Star Wars.) Scott y Syd Mead diseñaron ese mundo, que después llevaron a fruición el director de producción Lawrence G. Paull y el director de arte David Snyder: así como la narración hibridaba dos géneros que remiten a tiempos contrapuestos -la ciencia ficción y la literatura noir de Chandler, Goodis y Jim Thompson, de encanto que ya entonces sabía retro-, Scott creó un futuro anacrónico que se nos volvió primero inolvidable y, sólo después, presciente.      

En el 2019 de Blade Runner, Los Angeles es una ruina. Una ciudad que, por culpa de la contaminación, se tornó la contracara de su soleada historia y vive bajo nubarrones y lluvias interminables. Desde entonces las imágenes distópicas se volvieron moneda corriente, pero fue Blade Runner quien se distanció de la imaginería cromada y clean que solía ser el metro patrón del futuro –de 2001 a la Star Wars primigenia–, para sugerir que nos esperaba un mundo superpoblado, mugriento y disfuncional; el resultado inevitable de la hubris en que incurría entonces (y profundiza ahora) nuestra especie. En su intención de subrayar este destino de colisión, Scott no se contentó con evocar la imaginería del noir y del Ed Hopper que pintó la alienación moderna en Nighthawks. Fue mucho más allá: al diseñar la sede de la Tyrell Corporation como una pirámide, instaló la idea de que no hay gran diferencia entre los faraones egipcios y los CEOs de hoy. ¿O acaso no fue Tebas el modelo original de las ciudades concentracionales y multiétnicas?

En una secuencia, Rick Deckard (Ford) recurre a un dispositivo electrónico (otro aparatito que ayuda a mirar) que le permite “penetrar” dentrso de una foto como si no tuviese dos dimensiones sino tres: usar el zoom y, en el acercamiento, permitirse girar a un lado y a otro para ver lo que el frame original no alcanza a mostrar. Blade Runner funciona como esa maquinita para el espectador: nos convence, sin la mediación de anteojito alguno, de que estamos en presencia de un mundo tridimensional, que posee el espesor de lo real. Al mezclar zonas donde percibimos hasta el más mínimo detalle con otras ofuscadas -la penumbra de esa ciudad le permite no exhibirlo todo, privilegiando la sugestión a la autopsia-, persuade de que ese mundo se prolonga y vibra más allá de los límites del cuadro.

Blade Runner es uno de esos raros films de ciencia ficción que, lejos de volverse ingenuo al caducar su futuro imaginario, mejora con el tiempo. Pero la perfección en la recreación de un mundo otro no alcanza a explicar su longevidad. Lo que lo singulariza –la segunda y última razón que daré– es el hecho de que los temas que despliega en ese escenario son, hoy, todavía más relevantes de lo que eran en 1982.

El film de Scott crea un escenario vasto y fascinante para enhebrar en él una historia mínima. El problema: seis androides fabricados por la Corporación Tyrell –que los comercializa como mano de obra calificada (los hay soldados, obreros y juguetes sexuales)– han escapado de sus puestos de tarea en las colonias del espacio y regresado a la Tierra. La compañía necesita minimizar riesgos y le encarga a la policía local que los  “retire”. De hecho, la LAPD tiene una división especial que se encarga de sacar androides de circulación: a los conchabados por ese cuerpo se los llama blade runners. (El título no tiene que ver con Philip K. Dick sino, irónicamente, con William Burroughs, que había escrito un tratamiento así titulado para adaptar una novela de Alan E. Nourse.) Como la policía y la división andan cortos de personal, el comisario Bryant recurre al ex blade runner Deckard.

Sería tentador entrarle al film por el lado político: hablamos de una sociedad manejada por corporaciones, que usa a las fuerzas policiales cuando y como quiere... y particularmente, cuando tiene problemas con sus obreros. Porque eso son los replicantes: androides que parecen gente –el lema de la compañía es more human than human– pero no presentan ninguna de sus contraindicaciones. No cobran sueldo ni hacen huelga ni se toman vacaciones. Se los fabrica con fecha de vencimiento, listos para ser usados a destajo hasta ser reemplazados por otros: lo que los “emprendedores” de hoy definirían como un mundo ideal.

Se nos permite conjeturar por qué Deckard renunció a su cuerpo de élite. Si bien la ley lo habilita para quitar de circulación aplicaciones defectuosas, es posible que hacerlo se parezca demasiado a matar. El espectador verá morir a varias de ellas durante el film y compartirá la inquietud de Deckard: los Nexus 6 -esa es la línea de replicantes de la cual se desprendieron entes rebeldes, incontrolables- no sólo parecen gente, también exhalan como ella.   

Para colmo, los Nexus 6 salieron al mercado con una innovación. Para que resulten más dóciles, la Corporación Tyrell les downloadeó recuerdos ajenos. Esa revelación perturba aún más a Deckard: ya no sólo parecen gente, piensan y hablan y se mueven como tal. Ahora también creen tener sentimientos, lazos afectivos... No importa que las memorias que atesoran en forma de fotos no hayan sido creadas por ellos mismos y por ende no les pertenezcan objetivamente (en términos corporativos, no serían dueños de su copyright): pero, ¿qué importa quién acuñó el recuerdo, mientras ese cerebro lo asuma como propio? He ahí el dilema que Deckard pensaba práctico pero el film eleva a metafísico. ¿Qué nos hace humanos: nuestros ingredientes, o los actos u omisiones que producimos a conciencia? (Otro rasgo que resuena: la única relación familiar que existe en el film se da entre los replicantes fugitivos. Esos Nexus 6 se asumen como hermanos, experimentan solidaridad hacia los otros. Los humanos formales, en cambio, están solos y no mueven un dedo por nadie que no sean ellos mismos.)

El segundo aparato electrónico esencial a Blade Runner está en el original de Dick, y es la máquina que permite hacer un test llamado Voight-Kampff. En esencia, es un dispositivo que realiza un test de empatía y así permite distinguir quién es humano y quién no. El problema es que la tecnología Tyrell sigue evolucionando. La asistente de Eldon Tyrell, Rachael (Sean Young), es replicante pero no lo sabe; y cuando se somete al test, pasa por humana durante mucho más tiempo que la media de los androides. 

Deckard entiende que a medida que los replicantes mejoran, el margen de error del Voight-Kampff crece. (Rachael pone el dedo en la llaga cuando, con displicencia de femme fatale, le pregunta si alguna vez ‘retiró’ a un humano por error.) Eso es, en suma, lo que cuenta Blade Runner: el proceso mediante el cual Deckard deja de confiar en la maquinita y asume que él es mejor juez que el test de Voight-Kampff a la hora de decidir quién es humano y quién no. (Un proceso que, inevitablemente, el espectador también adopta como propio.)

La humanidad de los Nexus 6 queda de manifiesto en aquello que los angustia. Al igual que nosotros, estos replicantes lidian con la conciencia de su mortalidad y, por ende, de la finitud del tiempo de que disponen. Para eso han vuelto a la Tierra: para enfrentar a su creador, su dios de carne y hueso, y demandarle lo que todos demandamos a nuestros cielos imaginarios: more time, más tiempo. El líder de la rebelión es un ángel que cuestiona el orden establecido, el Nexus 6 Roy Batty. (Rutger Hauer, en actuación de antología.) Debo haber visto Blade Runner al menos treinta veces, y todavía no logro decidir si al enfrentarse a Eldon Tyrell el demoníaco Batty le dice father o fucker.

De las razones por las cuales Blade Runner superó el test de la Historia (como Rachael, es un replicante que fue creado sin fecha fija de terminación), me quedo con esta: la forma elegante, imaginativa, en que desplegó el tema de nuestro tiempo. Porque, ¿qué duda cabe de que el destino de la humanidad depende de su capacidad de profundizar la empatía con los otros? El mundo está hoy expuesto a un precipicio apocalíptico al que no asomábamos desde la Guerra Fría, por culpa de tipos que no empatizan más que con sus intereses individuales. Si sometiésemos a líderes políticos, empresarios, policiales al test de Voight-Kampff, ¿cuántos de ellos pasarían la prueba? ¿No son cada vez más los individuos y grupos cuya humanidad esencial es cuestionada –por pobres, por mapuches, por militantes, por musulmanes, por coreanos–, para que la opinión pública se reconcilie con la practicidad de la idea de ‘retirarlos’ de algún modo?

Los tests me ponen nervioso, dice el Nexus 6 Leon Kowalski (Brion James) al inicio del film. Lo cual explica la inquietud que Blade Runner produce en ciertos espectadores desde hace tantos años. Es verdad que aun hoy no se parece a nada ni encaja del todo en molde alguno. Lo mejor sería definirla como una maravilla del cine que funciona como un Voight-Kampff, o si se prefiere como un Rorschach: imágenes que sacan a la luz nuestra voluntad de ver, o no, aquello que la especie debería entender con urgencia para preservarse de la senda del suicidio. Porque sólo aquellos que empatizan con sus congéneres producen recuerdos que vale atesorar, antes de que se pierdan como lágrimas en la lluvia.