Desde el estreno de Blade Runner pasaron treinta y cinco años, la edad que aproximadamente tenía Harrison Ford cuando la filmó. Al final de la película (o al menos en la edición del director: no sé si cuenta como original cuando es la tercera versión de la misma peli) se revelaba que el cazador de replicantes era también él un androide, una especie de caníbal confundido que vivía de la aniquilación de sus semejantes. Ahora, en la inminente secuela y con el doble de kilometraje en el cuerpo, Harrison Ford actúa de una máquina que envejece.

La máquina debajo de la carne de Rick Deckard es la industria del espectáculo, que hasta hace poco se mantenía eternamente joven. Los personajes de ficción no envejecían: no tenían permitido hacerlo. El crepúsculo de los ídolos estaba mal visto: cerraba las puertas del cine, bajaba la cortina del negocio. James Bond siempre anda por los cuarenta, por indicaciones expresas de Ian Fleming. Por eso siempre nos perdimos de ver una última función de un Bond anciano. ¡Qué despedida de lujo para Sean Connery, si las estrellas de Hollywood se alinearan!

Pero lo que antes no era posible ahora sí lo es. Stallone trajo de regreso a Rocky Balboa y a John Rambo. Schwarzenegger desempolvó varias veces a su Terminator. Bruce Willis todavía no jubila a John McClane. Incluso armaron una saga en torno a estos cuerpos descartables de los ochenta: The Expendables. Harrison Ford volvió por triplicado: Indiana Jones, Han Solo y ahora Rick Deckard. Desde hace unos meses se rumorea el regreso de la teniente Ripley, lanzallamas en mano. Primera hipótesis: los actores envejecen y la lógica narrativa se acomoda al star system. Que todas estas sean películas de acción ennoblece todavía más a los actores y a la violencia que escenifican. Ya lo demostraron Clint Eastwood en Unforgiven y Mickey Rourke en The Wrestler, ásperos y abrochados por el paso de la experiencia.

El siguiente paso lo dio Logan: la vejez ya no era la del actor, sino la del género. Después de una década y media de explotación de la película de superhéroes, Hugh Jackman arrastró su esqueleto de adamantio a través de los desiertos y bosques americanos y enterró con honores a los restos mortales del género. La idea de envejecer a los superhéroes tuvo su origen en The Dark Knight Returns, una historieta visionaria y corajuda: Batman estaba gastado y Frank Miller lo renovó gastándole el cuerpo. ¿Qué pasaría si Bruce Wayne volviera a ponerse el manto del murciélago a los sesenta años? Superman, en cambio, no envejecía pero tampoco se renovaba: más tarde hubo que matarlo. 

Estamos demasiado acostumbrados a los héroes sin edad, que pasan de aventura en aventura como en una calesita. Necesitamos otros modelos, con un arco narrativo más similar al nuestro. Para empezar: faltan más protagónicos de viejos (sobre todo mujeres: que no hagan siempre de la bruja o el hada madrina de la joven protagonista). La última temporada de Twin Peaks estuvo cargada de una belleza sobrenatural. La conexión emocional con los personajes fue más fuerte que nunca. Nos volveremos a ver en veinticinco años. Eso sí que fue una promesa de escala 1:1: el momento en que el mapa de la ficción se superpone con el territorio de lo real. La serie de David Lynch demostró que la vejez es intrínsecamente cinematográfica. La literatura no alcanza a mostrar la porosidad del cuerpo decaído, la imperfección que es belleza. La pintura es demasiado estática. Ver en pantalla el envejecimiento en vivo de los actores, en cambio, es magnético (ya lo demostró Boyhood, ¿pero habrá dentro de treinta años alguna Oldhood, con los mismos actores haciendo de los mismos personajes?). 

Quiero ver a los Goonies una última vez en la cubierta del barco pirata. ¿Dónde están guardados los miembros del Breakfast Club? ¿Y si ET vuelve a la Tierra y los chicos ya crecieron? ¿Volveremos a ver a la Novia empuñando la katana cuando cumpla sesenta y cuatro? ¡El viejo y querido Tintín, aferrado a un bastón, por qué no!

El mayor peligro es el envasado de la nostalgia. Que la máquina se vuelva a lubricar pero esta vez con las sobras del geriátrico, un procesado de pollo light sin alma ni espíritu crítico. El regreso de estos personajes sólo va a funcionar si realmente se comprometen con el nuevo cuerpo en el que viven: qué hace uno con el cansancio, con la impotencia de un mundo que no puede cambiar o que cambió demasiado.

Segunda hipótesis: lo que está envejeciendo es la cultura pop. El cine sólo está intentando reflejar lo que el paso del tiempo les hace a sus personajes. El arte pop nació en julio de 1962 con la primera exhibición pop de Andy Warhol, pero en enero de ese mismo año también se publicó El hombre en el castillo de Philip Dick. La coincidencia no es casual: ambos eligen enfocarse en los materiales de la cultura y cómo funcionan en el mercado y en lo cotidiano. En la obra de Dick (y eso incluye a ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?) todo es una réplica: lo único original es lo que un papel trucho certifica como original.

Todavía no vi Blade Runner 2049, ni siquiera el tráiler: cuando sé que quiero ver una película me tapo los ojos para evitarlo. Pueden ustedes llamarme infantil: dejo que en el cine me sorprenda lo bueno y también lo malo. Hay muchas cosas que me gustan de la película “original” que espero que continúen. Los replicantes no son robots: serán creaciones artificiales pero tienen carne y dolor. Esta misma lógica se imprime en el paisaje: a todos los edificios les sobresalen caños y tuberías, precursores de los aires acondicionados que hoy forman parte de cualquier fachada. Un edificio con prótesis es un edificio al que le pasó el tiempo por encima. De eso se trata. Las máquinas también decaen. Pregúntenselo a mi computadora de escritorio. Los celulares envejecen más rápido que nosotros. Las páginas web se caen y los links se rompen a diario. Blade Runner le dio un sentimiento a esa obsolescencia, que también es la nuestra.