Que la francesa Claire Denis filma los cuerpos en movimiento como nadie no es ninguna novedad, sea éste casi imperceptible o frenético. Basta con ver cualquier escena de una de sus películas. Cualquier escena de cualquier película, ambas elegidas al azar. Una de sus creaciones más celebradas, Bella tarea (1999), es precisamente, entre muchas otras cosas, un tratado sobre cómo filmar los cuerpos. Masculinos, en ese caso, ya sea tostándose al sol en plena faena, durante el descanso o danzando solitaria y desesperadamente en la pista de baile de un boliche. En su último largometraje, presentado hace algunos meses en el Festival de Cannes y que llegará a la cartelera local dentro de algunos días, la primera escena presenta a su protagonista –una mujer de unos cincuenta años, separada, artista plástica, interpretada por una magnífica Juliette Binoche– a punto de tener sexo con su amante. La cámara gira lentamente mientras registra el cabello, el rostro, el cuello y los senos de Isabelle; luego de un corte, la cara del hombre se acerca a la suya, al tiempo que comienzan los movimientos de penetración, suaves primero, más veloces y fuertes después. ¿Una escena de sexo como cualquier otra, vista con anterioridad un millón de veces? No necesariamente: una insistente pregunta de su partenaire enfría la situación, los cuerpos se separan y Denis recurre a una suerte de plano/contra plano que no es rigurosamente tal, aunque delimita claramente el angosto pero infranqueable espacio que los divide. Cincuenta minutos más tarde, a mitad de camino de la historia, Isabelle –cuyo cuerpo, mente y alma es el centro absoluto del relato– le confesará a una amiga, en el baño de un restaurant, con algunas lágrimas en los ojos y una sonrisa en los labios, la razón por la cual se “metió” con el banquero, el caballero poco caballeresco del comienzo. “No por plata, sino por el hecho de pensar que era un bastardo. Un viejo bastardo”. Claro está que el salaud original tiene otra fuerza, un peso específico propio, que no casualmente la realizadora utilizó como título de su film previo, Les salauds (2013), una relectura de la sensibilidad noir extremadamente personal (lo cual siempre ocurre en su cine cuando éste aborda alguna clase de género a priori fácilmente reconocible) y también de aquellos relatos –que los franceses abrazaron con fuerza hacia fines de los años 30– en los cuales el romance se teñía de traición, crimen y muerte. Un bello sol interior puede ser interpretada, sin demasiado esfuerzo, como un intento –logrado y, nuevamente, muy personal– por tomar los elementos esenciales de la comedia romántica y jugar con ellos, doblándolos, torciéndolos y ubicándolos en posiciones poco convencionales, por momentos borrando casi su filiación con las decenas y decenas de esperanzas y decepciones amorosas grabadas a fuego en la memoria del espectador y la del cine.
Isabelle no quiere estar sola. Tal vez por esa razón se metió con el banquero, un tipo desagradable en el sentido más banal, corriente e imbécil de la palabra. Vincent, que así se llama (el personaje está interpretado por el actor y realizador Xavier Beauvois), maltrata ostensiblemente a un bartender sin otra razón aparente que el disfrute del microscópico lugar de poder que su posición de cliente le brinda temporalmente. Pero habrá otros hombres con los cuales entablará relación, alguno más joven que ella o bien de una clase social diferente o de otro color de piel. ¿Qué busca la protagonista? ¿Alguien con quién pasar el rato, al amor de su vida, un príncipe azul? ¿Nada de eso o todo eso al mismo tiempo? El origen del proyecto, en principio alejado del tipo de historias que usualmente parecen interesarle a la directora de 35 rhums y Trouble Every Day, fue una propuesta de película colectiva basada en el ensayo Fragmentos de un discurso amoroso, del filósofo y semiólogo Roland Barthes, en el cual varios realizadores harían un breve aporte. Casi al mismo tiempo, Denis rodó el cortometraje Voilà l’enchaînement, adaptación de un texto de la escritora y dramaturga Christine Angot, un registro semi teatral de la separación de un hombre y una mujer producido por el Estudio Nacional de Artes Contemporáneas de Le Fresnoy. Angot se transformaría poco tiempo después en la coguionista, junto a Denis, de Un bello sol interior. Según declaró la realizadora en la carta de intención dirigida a la prensa durante el estreno mundial en Cannes, “Christine tiene ese efecto en mí: revive mi creencia de que vale la pena trabajar. Creo en el trabajo, desde luego, pero a veces es difícil considerar tus propios proyectos como trabajo real, particularmente en el terreno del cine, donde existe una dependencia tan fuerte hacia otra gente que el hecho de sentarte sola en la cocina por la mañana, tratando de decidir cómo abordarlo, deja de ser algo tolerable en muy poco tiempo. Desde ese punto de vista, creo que los escritores son más eficientes que los cineastas”.
Isabelle y los hombres
Ya sea en un sentido abstracto e idealizado o bien en otro más cercano al deseo y el afecto concreto, palpable, el recorrido general de Isabelle y cada una de las paradas junto a algunos de sus hombres va escribiendo lenta pero firmemente –sin altisonancias ni dogmas rígidos– un discurso femenino y feminista. No es casual que Denis y Angot dejen completamente afuera, excepto por un par de detalles casi invisibles y una brevísima escena, la relación de la protagonista con su hija. Esta no es esa historia –la de una madre separada que no vive junto a su hija y los conflictos que ello trae aparejado; tampoco la de una artista y los placeres y dolores del proceso creativo– sino otra: la de una mujer atractiva (a pesar de o gracias a su edad) y la relación con el otro sexo en el terreno amoroso. Es un enorme signo de inteligencia del guion dejar esa referencia abierta a las elucubraciones del espectador para concentrarse en los otros aspectos, una renuncia que no muchos realizadores llevarían a cabo ante la tentación siempre a mano del crescendo y la explosión dramática. De hecho, las formas y ritmos de Un bello sol interior se describen mejor utilizando no tanto esa idea de “arco dramático” que sigue monopolizando las estructuras narrativas cinematográficas y televisivas como a partir de un concepto de secuencias-momentos, viñetas o “fragmentos”, para volver al título del texto de Barthes, del cual no quedó finalmente ni una sola idea en el film. “Tomamos mucho de nuestras propias experiencias”, afirmó la realizadora. “La mujer, a partir del momento en el que aparece en el guion, es una primera versión de nosotras dos, de Christine y de mí. Fragmentos de nuestras vidas, pedazos de nuestras historias. Allí nos dimos cuenta de que tenía que ser Juliette. Juliette Binoche se nos apareció como el recipiente ideal para el rol de Isabelle. El guion pedía un cuerpo de mujer cremoso, voluptuoso y deseable. Una mujer cuyo cuerpo y rostro fueran bellos y cuyo comportamiento de ninguna manera trasmitiera derrota. Alguien para quien en las batallas del amor la victoria aún fuera posible, aunque sin asumir nunca que el resultado era fácil de predecir”.
Luego del banquero, la parada número dos: el actor. Isabelle/Juliette toma algo en un bar junto al joven encarnado por Nicolas Duvauchelle. “Mi día a día es una molestia. Mi rutina diaria. Mi vida”, afirma el hombre antes de pedir una nueva dosis de cerveza. Seguirá una cena, un paseo en automóvil, una despedida que no será tal, un beso, el sexo fuera de campo, la mañana siguiente. Y una frase dura y contundente: “Estoy arrepentido”. Casi tan contundente como la que Vincent le escupirá en la cara poco tiempo después: “Sos encantadora, pero mi mujer es magnífica”. Que Isabelle se tope y enganche una y otra vez con hombres casados –o, en sus propias palabras, el haberse convertido en “una amante de la puerta trasera”– se asemeja no tanto a una serie de casualidades como a un modus operandi, quizás a una forma de autoprotección. Una visita de su ex, François, habilita un encuentro erótico que comienza de manera natural y tierna y es súbitamente interrumpido por Isabelle ante un gesto mínimo, un fugaz movimiento que nunca antes había formado parte del repertorio sexual en conjunto, una actitud pensada quizás para provocar la titilación del otro pero que tiene el efecto contrario. “Isabelle sabe que, si quiere encontrar el amor verdadero, de tanto en tanto va a terminar estallando en lágrimas. Estoy cansada de los personajes cinematográficos que son invariablemente heroicos; uno no puede ser todo el tiempo de esa manera. Isabelle es una mujer que es consciente de la enorme disparidad entre lo que está buscando en los hombres y lo que es capaz de encontrar. Esa brecha crece y crece a lo largo del curso de los diferentes encuentros, sus ‘fragmentos’. Pero no se trata de una versión femenina de Don Juan: una seductora depresiva, víctima de una adicción que lentamente la está matando. Ella está más cerca de ser una Casanova y una hedonista, aunque, al ser una mujer, es mejor que lo mantenga escondido”.
La (im)posibilidad del amor
Un bello sol interior es quizás una de las comedias románticas más tristes jamás filmadas. O uno de los dramas románticos más ligeros, donde el sentido trágico de la vida no va más allá de las pequeñas y cotidianas tragedias existenciales. En cualquiera de los dos casos, se trata de una pieza de intensidad moderada, al menos para los estándares tantas veces enérgicos presentes en el cine de Denis. Es también un film anti-spoiler. A tal punto que la serie de retazos en la vida de la protagonista podrían narrarse desde el final y en sentido opuesto al cronológico sin que el relato se viera afectado en gran medida. La última, sutilmente extraordinaria escena encuentra a Isabelle visitando a quien parece, en un primer momento, un psiquiatra o analista. Muy rápidamente, resulta claro que el personaje interpretado por Gérard Depardieu –cuya gigantesca mano hace pendular una suerte de giróscopo sobre una fotografía– no es otra cosa que un adivino. Las dudas que asaltan a la mujer son las mismas que vienen motivando sus frustraciones y angustias desde un primer momento: ¿dónde está y quién es ese hombre a quien espera y sigue esperando? ¿El de la parada cinco, interpretado por toda una institución en el cine de la cineasta, Alex Descas, tan delicado, comprensivo y etéreo que parece a punto de desvanecerse ante la mirada de Isabelle? ¿O el de la anterior, a quien conoció en un viaje a la campagne luego de que la sacara a bailar de modo tan sorpresivo como agradablemente galante? ¿O el artista, que tiene los pies tan firmemente posados sobre la tierra que en muchas ocasiones roza el cinismo? “Sea uno hombre o mujer, todos hemos experimentado la promesa del amor y la esperanza de hallarlo”, escribió Christine Angot en el momento el estreno del film en Francia. “Es una esperanza absoluta, tan profunda que es capaz de extraer gritos de angustia de las más distantes profundidades del alma. Isabelle se encuentra con hombres y los ama. O cree hacerlo. Todos poseen algo especial, pero también tienen reflejos sociales”. Ninguna película de Claire Denis tiene un final feliz en el sentido tradicionalmente cinematográfico del término. Y ninguna termina con una escena de casamiento iluminada por el sol de una tarde de verano y la promesa de comer perdices. Un bello sol interior es una película triste y optimista, contradictoria como su propia protagonista y, posiblemente, como la mayoría de los mortales, tanto hombres como mujeres. La directora, por su lado, trabajadora y viajera incansable (por caso, visitó nuestro país no menos de tres veces, acompañando sus películas o haciendo las veces de jurado en alguno de los dos festivales más importantes de la Argentina), a sus lozanos 71 años continúa más activa que nunca. En estos momentos se encuentra rodando en Polonia junto a Robert Pattinson y, nuevamente, Juliette Binoche, su largometraje número catorce y su primera producción en idioma inglés, el film de ciencia ficción High Life. Un proyecto de larga data que pone a una de las más grandes creadoras del cine francés contemporáneo frente a una serie de novedosos desafíos artísticos.