El poder económico, local y global, considera al actual oficialismo como un gobierno amigo, es decir “amistoso con los mercados” y, en consecuencia, enfocado en los paquetes de reformas tradicionales de la ortodoxia, como la redistribución regresiva del ingreso, la “liberación” financiera y comercial, la desregulación laboral, la revinculación subordinada a los acreedores, la valorización financiera con altas tasas de interés y el achicamiento del sector público por la vía de los recortes presupuestarios.
Sin embargo, los acontecimientos son menos lineales. Se suponía que un gobierno neoliberal, de acuerdo a sus presuntos saberes técnicos, reduciría más o menos rápidamente el déficit fiscal y la inflación, eternas promesas de las derechas. Así, superado el shock inducido en 2016, aceptado como una etapa necesaria de purificación y ajuste de precios relativos –y a pesar de la falsa promesa del segundo semestre venturoso– en 2017 advendría el tiempo de cosecha.
Los datos del presente muestran un panorama distinto. La inflación, luego del pico de 2016, apenas se encuentra en los niveles heredados y el déficit fiscal supera al dejado por el kirchnerismo. Si se excluyen los ingresos extraordinarios por el blanqueo de capitales, incluidos los de la familia y amigos presidenciales, el rojo fiscal de 2016 se duplicó y los dos primeros trimestres de 2017 ya muestran un déficit mayor que el del el año anterior en el mismo lapso. Finalmente, el Presupuesto 2018 promete nuevamente una baja, aunque en el mejor de los casos seguirá superando la herencia de 2015.
Para las afirmaciones precedentes fue necesario recalcular los verdaderos números del déficit fiscal, los que corresponden a la metodología estándar internacional, lo que demandó desarmar el uso cambiemista de la contabilidad creativa. Vale recordar que apenas asumió como ministro de Hacienda y Finanzas Alfonso Prat-Gay elevó el número oficial del déficit de 2015 de 1,8 por ciento del PIB a casi 7 puntos, tarea para lo que sumó deuda flotante y restó las ganancias del Fondo de Garantía de Sustentabilidad de la Anses y del Banco Central, entre otras minucias. Nicolás Dujovne, el sucesor parcial del ex JP Morgan, también sumó su propia factura metodológica, lo que complicó todavía más las comparaciones interanuales. Finalmente, fue el prospecto de emisión del polémico bono a 100 años, en el que no era posible truchar los números de las cuentas públicas contra riesgo de default, el que confirmó a los observadores la sorpresa del verdadero dato de la herencia: el déficit primario (sin intereses) de 2015 fue efectivamente de 1,8 puntos del PIB. Sobre la base de la metodología estándar, el ITE–Fundación Germán Abdala calculó que en 2016 el rojo fue de 2,2 puntos del Producto (3,6 sin el blanqueo) y proyectó 2,5 puntos para 2017 (2,9 sin blanqueo) y 2,2 para 2018. Dicho de manera rápida: con el cambio de gobierno el déficit primario se disparó y se mantuvo bien por encima de “la pesada herencia relatada”, y todo esto sin hablar de la creciente carga financiera que ya comenzó a dispararse este año.
Las causas reales de estos déficits son dos. La primera es macroeconómica, la baja de la recaudación resultado de la caída de la actividad en 2016. La segunda es estructural, el resultado del cambio en la distribución del ingreso en favor de los sectores privilegiados por la nueva administración: la eliminación y reducción de impuestos, como las retenciones al agro y a las mineras y la menor recaudación de Ganancias, entre otros. Esta caída de ingresos fue parcialmente compensada por la reducción de subsidios a los servicios públicos, a su vez parcialmente “contracompensados” por las transferencias a petroleras vía mayores precios del gas en boca de pozo. Además parte de la baja de subsidios energéticos también se neutralizaron por los mayores costos del combustible importado. Adicionalmente sumaron los gastos sociales como instrumento de contención política. Dicho de otra manera, los déficits son el resultado de la financiación de un nuevo patrón regresivo de distribución del ingreso.
Para los economistas oficialistas, en cambio, el rojo fiscal fue consecuencia de la decisión política del “gradualismo”, una afirmación que tiene un componente verdadero y otro falso. Empezando por el primero, el “mercado” le reclama cotidianamente al gobierno ir más a fondo con el ajuste de las cuentas públicas. Esta semana, para citar un ejemplo, desde la ultramontana UCEMA, el economista Carlos Rodríguez reclamo “un ajuste fiscal y social” –sí, “social”– para que la economía sea “viable”. Con tino político el gobierno se resiste en la práctica a profundizar en esta línea. De hecho no redujo los planes sociales como se esperaba a priori y extendió la AUH a los monotributistas. Si bien se produjo un shock tarifario, todavía se mantienen subsidios parciales y, ya en 2017, se aumentó interanualmente la inversión en obra pública, lo que sacó a la economía del subsuelo de 2016, posibilitando el respiro electoral y aunque siga por debajo de 2015. El ex viceministro de Economía Emmanuel Álvarez Agis cree que una de las razones para dibujar los números del déficit fiscal es aparentar “para el mercado” una voluntad de reducirlo, pero mientras tanto seguir gastando como reaseguro de contención social, es decir para sostener la estabilidad política del modelo, un plus operativo de la Alianza gobernante respecto de experiencias neoliberales precedentes.
El componente falso del gradualismo tiene a su vez dos dimensiones. La primera es que no apretar el acelerador a fondo no significa que no se haya impulsado un programa de shock en detrimento del salario. La segunda se vincula al endeudamiento y afirma que el gradualismo sería posible gracias al acceso al financiamiento externo. Esta idea de que el déficit interno se financia con deuda en dólares, muy repetida por los economistas ortodoxos y los medios de comunicación, es en realidad una falacia. Se trata de una ficción instrumental para justificar el endeudamiento, el Tesoro le cambia al Banco Central las divisas ingresadas por la colocación de deuda por pesos al tipo de cambio oficial y luego esteriliza los pesos excedentes mediante operaciones como las de las Lebac. Nótese que, en rigor, no son necesarios los dólares para emitir pesos. Los dólares sólo son indispensables para los pagos internacionales, aunque en economías bimonetarias se demandan también para ahorro (dolarización de carteras, fuga), lo que en conjunto suele conducir a la escasez relativa de divisas tras períodos de expansión sin transformación real de la estructura productiva, un problema al que la ex presidenta Cristina Fernández de Kirchner admitió, también esta semana, no “haberle encontrado la vuelta” y que el actual gobierno, en un contexto de grave profundización del déficit estructural de la cuenta corriente, sólo patea para adelante mediante el insustentable recurso del endeudamiento externo.