El Universo chamamé de Raúl Barboza es ancho y generoso, capaz de albergar matices, colores y texturas de los más diversos, de abrirse paso de diferentes modos, manteniendo siempre su fuerza distintiva. Ahora llega de la mano de un ensamble de cuerdas dirigido y arreglado por el reconocido violinista y compositor santafesino Ramiro Gallo, hombre del tango, pero que también se revela cercano al Universo chamamé por origen y afinidad. “Es la primera vez que la orquestación de cuerdas que me acompaña no suena con sabor a tango, sino a chamamé auténtico”, halaga su trabajo el acordeonista. Serán trece músicos los que estarán en escena hoy a las 21 en el Gran Rivadavia (Av. Rivadavia 8636), en la despedida de esta visita de Barboza antes de regresar a París, después de haber tocado en distintas ciudades de la Argentina.
“Este es un Universo chamamé que trabajo desde que tenía 7 años hasta hoy”, dice Barboza en diálogo con PáginaI12, y tiene allí una historia para contar. “Cuando yo tenía esa edad, llegó a Olivos el Circo Sarrasqueta. Tenía animalitos. Lo que me acuerdo es que estaba al lado de mi papá y él conversaba con alguien. Y luego aparezco sentado, ya tocando, en el circo. El circo tenía un payaso que hacía todo: era el domador, se anunciaba a sí mismo... era Sarrasqueta, supongo. Y también tenía un músico, que entonces se habrá enfermado. Y al parecer, como yo tocaba con mi papá, el dueño del circo ‘me pidió’. ¡Me habré pasado toda la función tocando ‘Kilómetro 11’, porque era lo único que sabía!”, se remonta Barboza a aquel punto de partida. Hay otra cuestión que tiene bien identificada: “Yo tocaba en todas partes:en iglesias, fiestas patronales... nunca toqué en escuelas. Los chicos que tocaban piano, guitarra o violín, aunque tocaran al revés, tocaban en la escuela. Pero yo tocaba el acordeón y tocaba chamamé... Eso era así y así se tomaba, como lo normal. Pero inconscientemente, siempre me opuse a aceptar que fuese así, por eso desde chico intenté los cambios”, recuerda. Por eso, recuerda, cuando grabó su primer disco, con Ariel Ramírez, le puso un bongó a un rasguido doble (“El hornerito”, para el cual llamó a Domingo Cura), o grabó “Tren expreso”, que comenzó como broma y que terminó siendo un clásico. “Eran pecados mortales. Ya había hecho tres viajes al Japón, uno a Unión Soviética, y acá no me pasaban por la radio. Por eso en el ‘85 me fui a Brasil”, cuenta.
Fue ya instalado en París que este músico que lleva setenta años de trayectoria comenzó a ser reconocido en la Argentina por lo que había hecho siempre: desplegar una cantidad de posibilidades para el acordeón y el chamamé. Ramiro Gallo tiene algún recuerdo cercano de aquellos comienzos, porque cuenta que, viviendo en Santa Fe, Fernando Birri fue allí a filmar Los inundados. Su padre, Enrique, tocó entonces con Barboza para la música de la película, compuesta por Ariel Ramírez. Su padre era además músico del chamamecero Mario Millán Medina, al igual que sus tíos. Así que el chamamé siempre estuvo cerca. “Si me lo hubiese encontrado antes, otra hubiese sido la historia, porque es una música que siento tan mía como el tango. Cuando me decidí a ser músico de tango fue porque lo sentí como mi lenguaje materno. Algo parecido me pasa con el chamamé. Uno conoce el lenguaje, los acentos de estas músicas, por haberse criado escuchándolas”, reflexiona el violinista.
–¿Cómo trabajaron con esta orquesta de cuerdas?
Ramiro Gallo: –Una de las cosas más motivadoras que hay en la música de Raúl es el nivel de improvisación que tiene; realmente ningún concierto es igual a otro. El desafío es cómo adaptar un grupo que va a leer un arreglo fijo a una propuesta que es totalmente cambiante. Hacer arreglos lo suficientemente flexibles para que después no interfieran en las improvisaciones de Raúl y de los demás, y a la vez que tengan la suficiente estructura para poder repetirse. Existen muchos momentos libres y hay momentos en que somos trece músicos improvisando, el nivel de tensión y de escucha es lo más cercano que hay al hecho musical real y concreto. Uno no puede salir al escenario sabiendo todo lo que va a ocurrir. La música es imprevisible.
Raúl Barboza: –Desde siempre quise tocar esta música de la misma manera como se tocan todas. También con las cuerdas, pero sin que tenga sonido a tango o a música de Vivaldi: que tenga el espíritu del idioma musical. Admiro el trabajo que hizo Ramiro porque el chamamé es una de las músicas más difíciles de escribir. Eso en las escuelas de música no se enseña. Hasta hace poco, los chamamés estaban muy mal escritos y tocados de acuerdo a lo escrito; es decir, mal. Ramiro sabe que hay que respetar los acentos, que hay que escribirlo en tiempo binario en la mano derecha y ternario en la mano izquierda. Por eso, cuando subo con estos chicos y chicas, es como si estuviera tocando desde siempre con ellos. Es un enorme placer.
R.G.: –En el tango también ocurre eso que cuenta Raúl. Si bien es una música que se ha escrito mucho, el estilo fino se aprendía tocando al lado de los músicos. Emilio Balcarce siempre me contaba que la primera vez que fue a tocar con Pugliese, miró las partes y dijo: “¡Ah, es fácil!”. Cuando llegó, no entendía nada, porque no tocaban como estaba escrito. Todas las músicas tienen un código interno que va mas allá de la partitura y es ahí donde suenan de verdad.
–¿Qué aprendizajes pueden volcar hoy en Universo chamamé?
R. B.: –Con los años aprendí a dejar de correr. En vez de hacer diez corcheas, me contento con hacer una blanca con un puntillo enorme, donde puedo empezar de pianissimo a fortissimo y volver a descender, en esos mismos segundos en los que antes me hacía diez corcheas. ¿Pero con qué objeto? ¡Si para decirle a alguien te amo no se necesita un discurso!
R.G.: –Solo el tiempo y la experiencia van dando respuestas. Para un arreglador es lo mismo: mi primer arreglo tenía notas de más. Tenía que mostrar, pero más que nada me tenía que mostrar a mí mismo al poner todos los acordes aprendidos. Y lleva mucho tiempo quedarse con el carozo. Tampoco es que uno llega nunca: siempre se puede más. Es una búsqueda. Y es una búsqueda universal.