En los días en que Néstor Kirchner asumía la presidencia de la  república visitaron el país Fidel Castro y Hugo Chávez. Todos recuerdan el discurso de Fidel en la escalinata de la Facultad de Derecho ante una verdadera multitud. Fue el 23 de mayo de 2003. Las primeras palabras del comandante fueron para explicar la demora en la iniciación del acto. Se había previsto que hablara en el salón de actos de la facultad. Miles de personas obligaron a llevar el encuentro a la calle. Fidel se mostró visiblemente emocionado por la convocatoria. Una imprevista casualidad me permitió comprobarlo.

Recibí una invitación para un encuentro de Chávez con gente de la cultura. Desde ya que acepté el convite y allí fui. Nos ubicaron en un pequeño salón para unas 30 personas en el hotel donde paraba la delegación venezolana. Me encontré con mi amigo Rubens Correa que estaba acompañado por su mujer, Pato Balado. En la edición del viernes pasado, Alcira Argumedo, también presente, narra parte del encuentro. Yo aporto el mío.

Chávez llegó dos horas  tarde, nos dio la mano a cada uno y se interesó por saber a qué nos dedicábamos. Cuando mencioné la palabra teatro, me comentó: “Nosotros, en la Escuela Militar, hacíamos teatro para burlarnos de los superiores”. Cuando Pato le dijo que era cantante entonó una par de versos de una canción de Leonardo Favio, de quien se confesó fanático.

Se dijo que por razones de agenda el comandante nos dedicaría media hora. La charla se prolongó por más de dos horas. Entre paréntesis, ahí  comprobé por qué Chávez era el líder que era. Su cultura, su carisma, su poder de convicción eran imbatibles. En medio de la charla, un asistente le alcanzó un celular y le habló al oído. Y entre nosotros se produjo una conmoción:

–Sí, Fidel, es que estoy aquí con unos intelectuales argentinos.

Alguien gritó:

–Dígale que venga.

–Acá dicen que vengas…

Hasta ahí la conversación. Era evidente que Fidel no vendría pero seguimos fascinados con el discurso del presidente venezolano. Cuando terminó, varias personas lo rodearon. Correa, Pato y yo decidimos salir. Habíamos caminado unos pasos cuando les dije que deberíamos acercarnos para despedirnos. El había tenido la deferencia de saludarnos de a uno; correspondía darle la mano y agradecerle. Un rato después, Correa, Pato y yo rodeábamos a Chávez, junto a un pequeño grupo de personas. Fue en ese momento cuando sonaron unos pasos que retumbaron en el parquet. Y apareció Fidel.

–¿Dónde está el impuntual de Chávez? –bramó.

Chávez, divertido, se puso rodillas, juntó las manos como para un rezo y repetía “perdón, Fidel, perdón”.

Quedamos unos pocos con Fidel y Chávez. Y allí Fidel confesó la importancia que había tenido el acto. Estaba visiblemente emocionado. Mencionó la palabra “maravilla” para definirlo. Y recuerdo, textuales,  una de sus frases. Mientras apoyaba un brazo en el hombro de Correa, confesó:

–Me aconsejaron que no fuera. ¡¿Qué?! Muerto, aunque sea muerto, pero yo tengo que estar ahí.

Siempre me pregunté por qué Fidel estaba tan emocionado. De última,  había hablado ante multitudes diez veces más numerosas y en circunstancias mucho más importantes. Vaya a saber.

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Enciendo el televisor en busca de un programa de noticias. Me detengo en “Dos voces”. Entrevista a Lilita Carrió. La diputada dice:

–Cristina es nazi.

Tengo la sensación de que tambalea el cetro humorístico del maestro   Alejandro Dolina.

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Desde hace meses recibo, casi diariamente, un correo electrónico de la empresa Uber. Me trata como a un integrante de su flota de autos de alquiler. En más de una oportunidad les respondí que no podía aceptar ese trabajo. No es una cuestión de principios, ni de solidaridad con los tacheros. Simplemente, no puedo integrarme a Uber por dos motivos centrales: no tengo automóvil ni sé manejar.

Espero que por esta vía se informen de mi reclamo y me dejen de joder.

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Una circunstancia imprevista me situó frente a un televisor junto  a un pibe que no tenía más de diez años. Estaba fascinado mirando una película de ciencia ficción. Clásicas imágenes del género: naves espaciales, destrucción de ciudades planetarias, mucho estruendo y destellos de luz. Miré por un instante al pibe y me acordé de lo que yo veía a su edad. Íbamos en barra al cine Bijou de Villa del Parque donde pasaban tres películas y la serie, todas norteamericanas. Infaltables, una de guerra, otra de combois y alguna comedia. Una vez un psicólogo me explicó la influencia que el cine ejercía sobre el mundo imaginario de los chicos. Y es cierto. A mis diez años yo era pronorteamericano, enemigo de los nazis, admirador de la virilidad y del individualismo de los combois.

En eso estaba cuando en el televisor se produjo un corte comercial. Una joven mujer confesaba su estreñimiento y recomendaba la pastilla que la había aliviado; otra exaltaba las virtudes de unas toallas higiénicas que aparecían en cámara; después una tercera joven admitía que tenía pérdidas de orina; tras cartón, varios bebés corrían por el pasto en pañales y la locutora decía que era los más absorbentes y, por último una mujer mayor, maestra de escuela, se quejaba de no poder dar clases porque se meaba encima.

El pibe seguía con la mirada fija en la pantalla del televisor. Me pregunté para dónde iría a parar su imaginario.