Vania Ivanova había concurrido al baile de la embajada sin demasiado entusiasmo; era una muchacha compleja, cuyos intereses en la vida no eran precisamente los más comunes. Le gustaba el arte en general y no accedía fácilmente a los deslumbramientos habituales de las muchachas de su edad, máxime en el contexto en el cual se deslizaban sus días. Sin embargo, en la embajada conoció a Iván Dimitriovich Pushkin, el joven secretario del nuevo ministro, quien, pese a gozar de la importancia que todo empleado del nuevo estado soviético ostentaba, no condescendía a la arrogancia ni a la exacerbación. Corría el año 19; la guerra había culminado y quizá por el júbilo acaecido por la victoria y la exaltación de una revolución que transformaba conceptos sostenidos durante siglos, Iván Dimitrovich y Vania Ivanova tuvieron su romance. Vania quedó embarazada de una niña, pero ante el pedido de Iván de casarse, puesto que "la amaba", lo rechazó. Un año más tarde, el Paraná y la ciudad incipiente de sus orillas vieron a Vania Ivanova trasladarse a distintos quehaceres, que una ciudad como Rosario, nacida bajo el esfuerzo de ignotos emigrantes, ofrecía. La niña en cuestión, portando su nombre, se dedicó al estudio de las imágenes y, con el correr del tiempo, ostentó un cierto prestigio en el concierto cultural de la ciudad. Pintaba hermosos íconos sagrados, y logró reconocimiento con varias versiones del velo de la verónica, cuya imagen, decía, no fue hecha con las manos. Una cierta actitud mística sublimaba su concepción del arte y, en lógica consecuencia, disponía sus días frente a las telas para colmarlas con imágenes excelentes. Contrariamente, la realidad no solía serle propicia; su primera pareja fue un joven bastante inestable, su segunda pareja no fue mucho mejor, pero una hija con la convicción de haber logrado la mejor reproducción de su vida. "Como comenzaste, así permanecerás", leyó en un poema de Holderling, tal vez para contrarrestar el sentido predominante de ese verso, Vania nombró a su hija Josefina y se propuso establecer una comunicación con su padre, a quien siempre había querido conocer. Después de una serie de averiguaciones acerca de un periplo de veintitantos años por vastas regiones desconocidas, y al borde de una resignada decepción que no modificaría esencialmente su ánimo, recibió una carta de Estonia, cuyo remitente inscribía el nombre de Iván Dimitriovich Pushkin. La abrió con agitada ansiedad. La carta revelaba una escritura en castellano que reiteraba pequeños errores. En lo esencial, Ivan reeditaba el amor que había sentido por Vania Ivanova y, por consiguiente, el deseo de conocer a su hija y la promesa de que no vacilaría en atravesar el océano para conocerla. Vania guardó en secreto la carta y de inmediato se dispuso a escribir otra que prologó un intenso y extenso diálogo. Se enteró de que su padre permanecía célibe y por el tenor de las cartas, creyó advertir que se trataba de un espíritu sensible y melancólico. Cada tanto, le mandaba una poesía que Vania guardaba en un pequeño cofre. En la primera de ellas, que atesoraba muy especialmente, cada tanto releía: No quiero que se anule mi pasado, a pesar de los errores cometidos, porque un dulce desliz me ha deparado, la torpeza mejor de mis sentidos. La fecunda escritura del deseo, que una noche desvelada prodigó, floreció radiante una mañana, con un rostro que puede más que yo...

Vania sentía que esas líneas celebraban su vida y a partir del intercambio epistolar su mayor anhelo consistió en una espera. Una espera incentivada por una ansiedad secreta, y la sensación totalmente extraña y hasta un poco incómoda de que ahora las cartas, y no sólo las pinturas, justificaban su vida y, cada vez que recibía una, se encaminaba hacia el rosedal del Parque de la Independencia para intensificar la reiterada lectura que le permitía aprender de memoria párrafos completos.

Hacia fines del otoño del '45, cuando el mundo culminaba uno de sus tantos períodos oscuros, recibió una carta en donde su padre le comunicaba que viajaría en el Caronte, un barco de bandera finlandesa, y que antes de finalizar el mes arribaría al puerto de Rosario. Vania celebró la noticia con la exaltación de un iniciado que celebra un rito sagrado y se dio por primera vez a pintar un barco que desgarraba una densa neblina. Se había propuesto la tarea de finalizar la obra el día en que su padre arribase, puesto que de esa manera atemperaba la espera, pero su felicidad y su pintura fueron interrumpidas por la trágica noticia del hundimiento del Caronte. La noticia la devastó, pero como los periódicos aventuraron la suposición de que algunos sobrevivientes  lograron arribar a la costa brasilera, entre Recife y Maceió, Vania se aferró a esa precaria esperanza. Durante meses extenuó los medios de obtener alguna noticia; durante meses ignoró los comentarios adversos de su madre. Durante meses frecuentó el consulado y la Prefectura, pero todo fue inútil. Por las noches, una pesadilla comenzó a hostigarla. A veces, soñaba con un cuerpo insepulto en las aguas ignoradas; otras con una carta en blanco que recibía de un náufrago sin rostro. En ese momento se despertaba sobresaltada, y no podía volver a dormirse. Tal estado no podía perseverar sin consecuencias y, una mañana, destruyó el cuadro sin terminar... El hecho, sumado a otros incidentes inconsistentes motivó que la internaran y la sometieran a una cura de sueño. Al tiempo, apenas le dieron el alta, trató de retomar su trabajo, pero se detuvo ante la tela desnuda. La escucharon decir: "Es menos que nada", como si fuese una suerte de epitafio, puesto que nunca volvió a pintar. Tomó la costumbre de sentarse en un banco de la estación fluvial y esperar con ansiedad los barcos que surcaban el río o se estacionaban durante días, frente al puerto. Solía demorarse horas absorbida por ese espectáculo, alucinando ante el flujo de las aguas que espejaban la luz del sol y le sugerían una sensación extraña de consistencia evanescente y una especie de tristeza solapada, envuelta en un fino velamen de nostalgia. En momentos así, se abandonaba, no al tiempo indicado por las manecillas del reloj, ni constatado en el segmento imaginario cuyos puntos insisten en los instantes privilegiados que constituyen el ahora, sino a una especie de vacío que le restituía un mundo despoblado, ausente de imágenes esbozadas en algo ya vivido. Un mundo que la rodeaba  con el germen blanco de una imagen desalojada en la desventura, a la que se sentía arrojada fatalmente y expuesta al desamparo de la ignorancia, que se abate sobre toda fatalidad.