PáginaI12 En Francia
Desde París
Las luces se empañan en Europa bajo las sombras de una enredadera que trepa por la columna vertebral de la democracia. Las extremas derechas del Viejo Continente no cesan de florecer en casi todos los países de la Unión Europea. Hace tiempo que dejaron atrás una vida política congestionada en cenáculos tan nostálgicos como minoritarios para irrumpir ahora en el centro del poder. Hasta la misma Alemania, un modelo permanente de estabilidad política e insospechable de cualquier tentación nacional populista, sucumbió a la hola marrón que empezó a gestarse con fuerza en Francia a partir de los años 80 del siglo pasado con el verbo encendido del fundador del partido de ultra derecha Frente Nacional, Jean-Marie Le Pen. El nacional populismo se come irresistiblemente las democracias de Occidente. El último país en entrar en la lista es Portugal. Las elecciones municipales contaron con un invitado sorpresa que repite la narrativa de los demás países de la Unión Europea: sea los nacionalistas, para quienes el mundo es una amenaza tóxica, o los racistas, para quienes los extranjeros o las minorías son un elemento corruptor de la esencial nacional. Con la cercana perspectiva de las elecciones municipales portuguesas, André Ventura, candidato del conservador Partido Social Demócrata (PSD) arremetió contra los gitanos, a quienes califica como “una minoría privilegiada” que “vive casi exclusivamente de los subsidios del Estado”.
Identidad y nacionalismo han forjado la fuerza electoral de las extremas derechas europeas. Jean-Yves Camus, el especialista de esta corriente política y autor del libro “Extremas derechas en Europa” junto a Nicolas Lebourg (Seuil, 2015), comenta que “hasta hace unos 30 o 40 años la ultraderecha era bastante marginal, pero ahora está en condiciones de disputarle el liderazgo a la derecha tradicional. En la mayoría de los casos, los ultras desempeñan un papel de lobby mediante el cual ejercen una gran presión sobre la agenda política y logran imponer sus temas típicos como la inmigración y la identidad”. Jean Faniel, director, en Bélgica, del Centro de Investigaciones e información socio-políticas (CRISP), agrega: “hoy, la extrema derecha adoptó nuevas formas y discursos: lo que más anhela es volverse frecuentable”. De Finlandia (PVF) a Francia (FN), pasando por Bulgaria (Ataka), Hungría (Jobbik), Dinamarca (DF), Grecia (Alba Dorada), Bélgica (Vlaams Belang), Gran Bretaña (UKIP), Italia (Liga del Norte, Forza Nuova), Alemania (AfD), Holanda (PVV) o Austria (FPÖ), casi ninguna sociedad europea está a salvo del nacionalismo, o lo que se ha dado en llamar “el identitarismo”, dos postulados que, según el presidente francés Emmanuel Macron, “encendieron las brazas donde Europa estuvo a punto de morir” y que “ahora regresan “con nuevas vestimentas”. ¿Cómo explicar este auge continental ?. Jean-Yves Camus observa que, “globalmente, la ultraderecha próspera cuando hay tres crisis que se despliegan simultáneamente: una crisis de representatividad, es decir del funcionamiento de las instituciones; una crisis de la redistribución, o sea, un cuestionamiento del carácter equitable de los impuestos; y una crisis de la identidad”. Estos tres detonantes, en mayor o menor medida, se han plasmado en Europa. Si estos tres ejes han sido el combustible del volcán junto a la exaltación común de la comunidad nacional (“los franceses primero”), el desprecio a los extranjeros, el ataque contra las elites o la globalización, no todas las ultraderechas son un bloque. Como se ha visto en Francia y Alemania con la ruptura entre “nacionalistas” y fanáticos de la identidad, esta propuesta política está constituida por dos raíces antagónicas: una tradicionalista, con rasgos antisemitas y descendiente del más típico fascismo (Alba Dorada en Grecia por ejemplo), y otra que reformuló su narrativa a partir del año 2000 (Frente Nacional en Francia) con la meta de sacarse la etiqueta de “diablo de la democracia”. Esa transformación condujo a la emergencia del llamado “neopopulismo” que, en la interna, derrotó a los ultras tradicionalistas. Esa fue precisamente la pelea pública entre Jean-Marie Le Pen y su hija, Marine Le Pen. Ese neopopulismo tapó los rasgos históricos de la extrema derecha, diluyó el antisemitismo en la fobia del islam, se presentó como el defensor del pueblo contra las elites globalizadas, como el abanderado de la soberanía y un vigoroso espadín opuesto a las sociedades multiculturales, partidario de la defensa de las fronteras y contra “el totalitarismo islámico” (Marine Le Pen). A esas características, cada partido le agrega sus ingredientes locales.
Los analistas europeos sitúan muy precisamente en el tiempo el empuje de la extrema derecha en el Viejo Continente: 2001. El atentado contra las torres gemelas, la designación de un “eje del mal” (Georges Bush) y la cruzada contra el islamismo radical le dieron a los ultras la oportunidad de reciclar sus retóricas. El modelo es siempre en Frente Nacional francés. Si se toma su evolución a partir del 2001, su ascenso ha sido imparable: pasó a la segunda vuelta de las elecciones presidenciales en 2002 (Jacques Chirac contra Jean-Marie Le Pen), se convirtió en 2014 en el “primer partido de Francia” y en 2017 la hija de Le Pen disputó nuevamente la segunda vuelta de una elección presidencial, esta vez ante el actual jefe del Estado, Emmanuel Macron, y en las legislativas de junio aumentó de dos a 8 el número de diputados. Consulta presidencial, europea, municipal, regional o legislativa, los resultados han ido en constante crecimiento, incluso si la derrota de Marine Le Pen en la presidencial avivó la guerra interna entre “tradicionalistas” y “neopopulistas”. Junto al Partido austriaco de la libertad (FPÖ) el Frente Nacional es el partido más sólido y, sobre todo, el más persistente y arraigado. El FN y el FPÖ se sitúan desde hace 15 años en un abanico que va del 15% al 35% de los votos emitidos. El FPÖ pudo en Austria lo que no pudo el FN en Francia pese a su potencia electoral: formar parte de una coalición de gobierno (1999). En Holanda, por ejemplo, el líder Pym Fortuyn hizo del islam y de la oposición entre el pueblo y las elites su piedra angular. Su asesinato, en 2002, por un activista de extrema izquierda llevó sus listas electorales hasta el 17% de los votos en 2003. Aunque arraigada, la extrema derecha holandesa atravesó períodos de montaña rusa. Con una temática similar a la de Fortuyn, el Partido por la libertad (PVV) de Geert Wilders (creado en 2006) superó el 10% en cada elección. En 2010, con 15% de los votos, se convirtió en la tercera fuerza política del país y formó al arco parlamentario que respaldó al gobierno minoritario de Mark Rutte. Desde entonces, Geert Wilders no volvió a reiterar la hazaña. En Gran Bretaña, hasta la llegada del Ukip, los extremistas del National Front o del British national party nunca habían encontrado eco en la sociedad. Paradojas de la historia política, el UKIP llegó al 12% en las elecciones legislativas y luego fue tragado por la victoria del Brexit, del cual fue el principal promotor. La clave del éxito de la euro extrema derecha ha sido siempre “la mudanza retórica”. En Suecia, por ejemplo, el Partido de los demócratas suecos (SD), cercano a los neonazis, se contentó con el 1% de los votos hasta que, en 2006, se inició el “lavado” del edificio extremista. Con nuevo logo y retorica reorientada hacia la defensa de los derechos sociales y la impugnación del liberalismo, en las legislativas de 2014, Jimmie Akesson elevó el SD al 13% y a la categoría de tercer partido de Suecia.
El expansionismo de la extrema derecha y sus narrativas variadas (xenófoba, soberanista, nacionalista, defensora de los derechos sociales, abanderada del pueblo, adversaria de la globalización o de la idea multicultural) llegó ahora a la hermética Alemania. El ascenso fue paulatino. En las elecciones europeas de 2014, con el 1% de los sufragios, los extremistas del Partido Nacional demócrata (NPD) ingresaron al Parlamento europeo. Los ricos al Oeste, los pobres al Este; con esa configuración socioeconómica que dividió a las dos alemanias unificadas luego de la caída del muro de Berlín (1989) la extrema derecha tejió sus arraigos a la par de los movimientos anti islam como el Pegida (Patriotas europeos contra la islamización de Occidente, 2014, 2015). El neonazismo del NPD y el anti islamismo de Pegida se diluyeron en 2103 en el ahora victorioso AfD (13% y 90 diputados en las ultimas elecciones de 2017). En la consulta europea de 2014 alcanzó el 7% gracias a su posición contra el euro y en defensa de las clases medias bajas. El AfD se radicalizó luego y adoptó el discurso de la identidad a partir de la crisis migratoria de 2015-2016 impulsado por su hoy renunciante líder Frauke Petry. Como el FN en Francia, el AfD se fracturó entre la línea dura de Petry y las opciones aún más radicales de Alice Weidel y Alexandre Gauland. El mapa de la extrema derecha europea es complejo, pero cada vez más extenso y marrón, tanto en el centro histórico, Francia, Italia, Alemania, como en las repúblicas del Este de Europa que antes pertenecían a la cinturón de seguridad de Moscú. Todas han prosperado bajo los mismos cantos anestesiantes: la inmigración contaminante, el Islam, las elites que abusan del pueblo y la globalización, que sólo beneficia a un puñado de privilegiados.