Cuando se asomó a la ventana, Bruno notó que ya había oscurecido. Habían pasado todo el día encerrados. Pensó que últimamente estaba muy distraído: ya nunca notaba cuando se hacía de noche.
Era domingo y Liza había estado escribiendo su tesis. Por su parte, Bruno ‑que se había instalado desde el viernes en su casa‑ había aprovechado el tiempo libre para leer a Freud y dar largas caminatas por el pueblo. Pero en ese momento estaba cansado. Le dolía la cabeza. Sin saber qué hacer, fue hasta la cocina y puso la pava en el fuego. Miró el celular: eran las ocho. Pensó que en realidad no tenía ganas de tomar mate. Tenía hambre. Era eso. Decidió pedir comida por teléfono.
Llamó a la pizzería de la esquina. Un lomito y unas papas. Veinte minutos. Bien. Venía bien una comida para cortar. Sin embargo, no había consultado lo de la comida. De todas formas, daba lo mismo. Pidiera lo que pidiera, ella siempre contestaba "Dale de una". O "sí, lo que quieras". Y seguía trabajando. En realidad no le importaba. Eso pensaba Bruno.
Apagó la hornalla y se acercó al comedor.
Ella estaba escribiendo. Tenía una frazada encima suyo.
‑ Flaquita: recién pedí un lomito y unas papas. ¿Te copa?
‑ Buenísimo. Tengo mucho hambre.
Después levantó la cabeza y lo miró: -Boludo ‑le dijo‑ me doy cuenta que hace de la mañana que no como nada.
‑ Tenés cara de cansada.
‑ ¿Ah sí? Bueno. Ahora comemos y nos acostamos un rato. Podemos mirar un capítulo de alguna serie si querés. Y después sigo con la tesis. ¿Qué te parece?
‑ Me parece que deberías descansar. Acostarte y seguir mañana capaz. No sé. Hoy es domingo. No saliste en todo el día.
Sonó a reto. Bruno no quería hablar así. Pero era cierto: no se veía bien. Parecía más flaca. Además, ese día había llorado varias veces. No le salían las ideas, decía.
‑ Deberías descansar, flaquita‑ dijo Bruno‑ No sé. Dormir ocho horas. Pensar en otra cosa. Descansar, ¿me entendés?
‑ Ah, boludo, dejáte de joder. Yo sé cuando tengo que descansar. Y ahora no estoy cansada. No te preocupes tanto por mí.
Bruno no dijo nada.
‑ ¿Y en cuánto está la comida?
‑ En veinte.
Ella sonrió.
‑ Genial. Veinte años no es nada, decía Gardel. Así que veinte minutos es infinitamente menos que nada‑ dijo, y fue hasta dónde estaba él y lo abrazó.
Había puesto un disco de Billie Holliday. Se había servido un vaso de vino y había prendido un cigarrillo. Volvía de a poco a sentirse bien. Solo hacía falta eso, se dijo: un vaso de vino y un poco de música. Sirvió uno para Liza y se lo acercó a la mesa. Era un lío. Esa mesa era un panorama desolador: había infinidad de fotocopias, libros, yerba desparramada por todos lados. No encontraba dónde poner el vaso. Entonces se acordó. Fue hasta el sillón y se puso a revolver su bolso.
Liza lo miró.
‑ ¿Qué buscás?
‑ Mmnn. Nada...
Con un gesto triunfal, Bruno sacó de un bolsillo una pipa de madera.
‑ Esto acá.
‑ ¡Una pipa!
‑ Esto no es una pipa‑ dijo él. Los dos sonrieron ‑Mentira: esto SI es una pipa. Y acá traje algo para fumar.
Se acomodó en el sillón y la encendió. Dio un par de pitadas. Ahora sí. Ahora estaba completamente relajado. De pronto se encontró pensando en los domingos, en el invierno, en los fines de semana que pasaba con Liza. Se dijo que ése había sido un buen día. Hacía muchísimo frío afuera, y él se sentía tan bien allí, tan refugiado, tan acobijado. Encima había empezado a lloviznar. No podía pedir más.
Estuvo un rato así. La voz de Billie Holliday le llegaba desde otro tiempo. Otro tiempo, pensó: así podría haber descrito la casa de Liza. Allí se vivía en otro tiempo. Por fuera del tiempo normal. Se levantó con lentitud. Caminó hasta ella y la besó. Le dijo que la quería.
‑ Quisiera que todos los días sean así ‑dijo‑ Vos y yo acá, leyendo, tomando vino, escuchando jazz. Es lo más.
Liza se sonrojó y miró hacia abajo. Después agarró la pipa, la prendió, y volvió a sentarse en la mesa.
Bruno miró el reloj: quedaban todavía unos minutos para la comida. Desde donde estaba, escuchaba el sonido del teclado. Había estado escuchándolo todo el día. Un sonido constante, limpio, que ahora se mezclaba con la lluvia y la música de Billie Holliday. Se preguntó qué tanto estaría escribiendo. Luego, de pronto, el ruido del teclado cesó. Escuchó la voz de ella que decía:
‑ Hey: me pegó bastante el faso.
Entonces se levantó y la miró. Estaba pálida. Le preguntó si le había pegado para bien o para mal.
‑ No se‑ dijo ella‑ Siento una inquietud. Creo que mal. Siento que algo está mal. Aunque no sé bien qué es.
Bruno se acercó. La abrazó fuerte. Le dijo que no se preocupara. Que a veces pasaba eso. Que era normal. Le daba mucha ternura verla así. Se veía como una niña indefensa. Como si recién despertara de una pesadilla.
‑ A mí nunca me pasó.
Hizo que ella se sentara sobre sus piernas, y le repitió que no se preocupe, que iba a estar todo bien. Era el efecto de la marihuana. Se le iba a pasar en un rato. Le dijo que se quede tranquila. Que confíe en él.
‑ Me siento mal. Tengo ganas de llorar‑ dijo ella‑ Discúlpame. Te debo parecer muy tonta ¿no'cierto?
Y se puso a llorar en el hombro de Bruno.
‑ Ay dios mío‑ dijo después. Y siguió llorando.
Bruno la llevó de la mano al sommier y se acostó a su lado. Liza se abrazó a un almohadón y se quedó inmóvil, replegada sobre su propio cuerpo. Luego cerró los ojos y se tapó.
‑ Mirá‑ dijo de pronto‑ Mirá que loco. Me acuerdo que por esta fecha, el año pasado escribí una nota de suicidio.
Su voz sonaba diferente. Gris. Neutral.
Hubo un silencio. Bruno pensó que debía decir algo. Pero al final no dijo nada. No sabía qué decir. Le acarició la mejilla y dejó estar el silencio.
‑ Nunca te había contado eso, ¿no? Sí, fue por esta fecha. Poco antes de mi cumpleaños.
Liza había abierto los ojos y miraba muy fijo el techo. Como si estuviera hipnotizada. Como si se hubiera transportado a alguna otra dimensión.
‑ La escribí sin mucho sentimentalismo‑ dijo después‑ Y la dejé guardada en un cajón de mi mesita de luz. Ahí explicaba que eso no era culpa de nadie. Es decir: no era una cosa personal con nadie. Pero en realidad la nota iba dirigida a mi vieja. Hablaba de mi vida también. De lo que había sido hasta ahí. Del fracaso que había sido mi vida.
Después, esa noche, escribí en mi diario una entrada sobre la idea de suicidarme. A veces vuelvo a leer esa parte. Es una de las partes que más me gustan. Nunca volví a escribir tan bien. Nunca pude tener tanta lucidez.
Tenía un cuchillo preparado en la cocina. Pensaba llenar la bañera de agua caliente y cortarme las venas. Iba a esperar una noche a que no haya nadie. Que mi vieja no esté. Y me iba a cortar las venas.
Pero al final no lo hice.
Bruno se había apartado. Había dejado de acariciarla y permanecía en silencio.
‑ No me decís nada‑ dijo ella‑ Me siento muy sola hablando de esta manera. No sé porqué te conté esto. Estoy un poco arrepentida de haberlo hecho.
‑ No sé qué decirte. No sé porque me contaste eso.
‑ Te lo conté porque ahora me siento igual que el día que escribí la nota.
Luego se dio vuelta y lo miró. Sus ojos estaban extrañamente abiertos, y no pestañeaban. Lo miraba, sintió Bruno, como si mirara a un desconocido.
Intentó abrazarla, pero ella no le devolvió el abrazo. Tenía las manos frías. Se le empezaron a caer las lágrimas.
‑ ¡Es horrible!‑ gritó‑ ¿Cuándo se me va a pasar esto? ¿Cuánto me va a durar? ¿Voy a estar siempre así?
Él le volvió a decir que se quede tranquila. Que ya se le iba a pasar. A él le había pasado al menos dos veces. Y la comprendía. Sabía que era horrible. La abrazó otra vez. Pero no hubo respuesta. Era como abrazar a una cosa. Un pedazo de carne.
Entonces sonó el teléfono. Sonó de repente, y los dos se asustaron. Eran de la pizzería. La comida ya estaba. Preguntaban si alguien la iba a ir a buscar. A Bruno se le había pasado el hambre, pero pensó que estaba bien comer. Tal vez si Liza comía se le iba a pasar el mambo. No sabía. Podía ser. También pensó que no era bueno dejarla sola. Le preguntó si quería esperarlo ahí o acompañarlo.
‑ Voy con vos‑ dijo ella.
La pizzería quedaba a una cuadra, cruzando la avenida. Hacía muchísimo frío y lloviznaba, y a él le pareció que la oscuridad era más densa que en otras noches. Caminaron de la mano, lentamente, como si estuvieran a punto de caerse.
Llegaron a la esquina y esperaron el semáforo. Por la calle no dejaban de pasar autos y camiones. Era una avenida muy transitada. Los autos pasaban a toda velocidad, casi sin hacer ruido. Bruno miró a Liza: seguía ensimismada, con la mirada perdida. Hacía mucho frío allí afuera. Esperaron. Esperaron y esperaron. Pero el tiempo no pasaba. Se estaban mojando. El semáforo tardaba en ponerse en verde. Liza ahora le apretaba la mano y había empezado a temblar. Bruno quería decir algo. Quería hacer algo, en realidad. Avanzar. Ir a la pizzería. O volver a la casa. Seguir escuchando a Bille Holliday. Pero no se podía. No se podía porque el semáforo nunca se ponía en verde. Y él pensaba en por qué, en por qué pasan esas cosas, en por qué carajo ese semáforo nunca se ponía en verde.