–¿Cuál es la actualidad de la disputa por la interpretación de Sarmiento? Su figura es reivindicada tanto por quienes defienden la educación pública como por sectores reaccionarios...
–Sarmiento es aún un significante fuerte de diversos problemas no resueltos de la sociedad argentina. En el propio Sarmiento había un conflicto que él nunca resolvió entre, por un lado, su mirada racista sobre la población americana y los inmigrantes del sur de Europa, y por otro lado, su idea de la educación común. A fines del siglo XIX, Sarmiento asume una defensa muy fuerte de la educación pública, obligatoria y gratuita, del papel principal del Estado, y de otro objetivo en el que fracasa, que es el de la educación laica –porque la Ley 1420, pese al mito instalado, no incluía a la educación laica, al contrario, habilitaba la enseñanza religiosa en el espacio escolar–. Por todo eso, Sarmiento se convierte en un símbolo de la educación pública argentina, de la educación para todos. Pero ¿qué pasa cuando asume como ministro de Educación Esteban Bullrich, se fotografía con la imagen de Sarmiento y habla de reivindicar su figura? ¿De cuál Sarmiento habla? Lo respondió el mismo Bullrich poco tiempo después, cuando dijo que hacía falta emprender una nueva campaña del desierto. Al Sarmiento que quieren reivindicar no es al que abre ideas y que piensa en modernizar la cultura argentina, sino al que simboliza la negatividad de la sociedad argentina. Por eso, cuando hoy se apela a su figura desde posturas decididamente discriminadoras, racistas respecto a los grupos aborígenes, desde posturas que buscan la desarticulación de la educación pública, tenemos que plantarnos y no dejar que le digan good bye a Sarmiento, y sí rescatar al Sarmiento de la educación pública y popular.
–Ese “adiós a Sarmiento” va asociado, según describe en el libro, a la creciente incidencia del neoliberalismo en el campo educativo: ¿cómo lo caracteriza?
–La característica central es el proceso de mercantilización y privatización de la educación pública. Desde la época de Reagan en Estados Unidos, los organismos internacionales de la familia de las Naciones Unidas, como el Banco Mundial, el BID, la Unesco, empezaron a ocupar un lugar de liderazgo respecto de los países latinoamericanos en materia de educación a través de la oferta de grandes préstamos –que aumentaban enormemente la deuda externa–, cuyos resultados no se vieron en ningún lado, se volatilizaron... Mientras se avanzaba en un proceso de desprestigio de la educación pública, se introdujo un nuevo lenguaje, con conceptos como calidad, evaluación, eficiencia, que supuestamente le faltaban a la educación pública latinoamericana. Y la opinión pública resultó muy influida por estas ideas. ¿Por qué, si durante más de cien años había sido hegemónica la tradición argentina de cuidado y respeto por la educación pública, que le asignaba un papel principal al Estado? ¿Qué pasó en el medio? Ni más ni menos que la dictadura. Para mí, hay un hecho fundante de este cambio que es el congreso pedagógico de 1986–88. Si bien ahí hay una discusión fuerte acerca de si incluir o no la educación religiosa en las escuelas, en ese congreso finalmente se acordó que la educación pública podía ser estatal o privada. Este cambio conceptual fue el comienzo del desarme de la educación pública. El segundo momento llegó con el gobierno de Menem y la entrada de los organismos internacionales.
–¿Qué diferencias observa entre ese proceso neoliberal de los 90 y la actualidad?
–Hoy en el campo de la educación están entrando directamente las corporaciones. Por ejemplo, el Gobierno de la Ciudad hizo un convenio con la Fundación Cimientos –que preside un miembro de la familia Blaquier, del Ingenio Ledesma–, que va a tener mucha vinculación con la nueva secundaria que están promoviendo. En Corrientes, hace muy poco, el Ministerio de Educación inauguró en una escuela secundaria las actividades de Gems, la organización de Sunny Varkey. Hay muchísimas fundaciones operando en el campo de la educación: con la máscara de la filantropía no sólo buscan evasión impositiva, sino fundamentalmente hacer negocios. Muchas están desde hace años, no es que llegaron a la Argentina cuando asumió Macri. Ahí nos cabe hacer una autocrítica a quienes participamos de los gobiernos kirchneristas, no alcanzamos a advertir el peligro que estas corporaciones implicaban para la educación pública. Tampoco nos imaginábamos que un nuevo gobierno iba a convocar expresamente a las empresas privadas, sobre todo a las internacionales, a invertir en la educación argentina. El modelo que están introduciendo es el de la internacionalización.
–¿Qué consecuencias tiene la inclusión de la educación entre los servicios comerciales?
– Desde fines de los 90 la OCDE viene exigiendo a los Estados miembros no pongan ningún tipo de barrera, ni nacional ni internacional, a la libre compra–venta de educación. Con lo cual, el concepto de educación pública queda destruido. Pero no es sólo un problema para la educación pública, sino también para la educación privada tradicional. Si vemos las modalidades hacia las cuales avanza el mercado libre de la educación, son modalidades que tienden a ser desescolarizadas. En lugar de educadores tienen líderes, animadores: las fundaciones los forman en pocos meses y después los ofrecen para “mejorar la calidad de la educación”. En algunos distritos del conurbano ya están en las escuelas. De esa manera, muestran que puede haber un educador que no es docente, que es contratado como monotributista y con un sueldo muy inferior. El gobierno bonaerense está haciendo un trabajo de convencimiento sobre las autoridades del sistema educativo para que permitan el ingreso de las fundaciones en las escuelas. Este es uno de los dos grandes reguladores del mercado: mostrar que se pueden bajar los salarios docentes, que se los puede contratar libremente, que la capacitación docente la puede hacer cualquier empresa privada, como de hecho ya se empezó a tercerizar. Además de que hace año y medio que el Gobierno no cumple con los acuerdos paritarios respecto de la formación docente. De los programas de postítulo sacaron los contenidos latinoamericanistas, están modificando los contenidos de derechos humanos y de educación sexual integral...
–¿Cuál sería el otro “regulador” del mercado?
–El más fuerte es la evaluación. Los pedagogos decimos que nos expropiaron la evaluación. La Argentina, Uruguay, Chile, Brasil, México, los grandes sistemas educativos latinoamericanos siempre incluyeron a la evaluación, es una tradición latinoamericana, pero como parte del proceso de enseñanza–aprendizaje. Ahora nos acusan de que no hay evaluación, y establecen que para hacerla es necesaria una evaluación externa internacional... Más allá de si un test como el PISA es bueno o malo, es preciso saber quién lo hace: es la empresa Pearson Education, un desprendimiento de la gran editorial Pearson, la que era dueña el diario conservador inglés The Financial Times. Este test producido por Pearson Education fue adoptado por la OCDE para aplicarlo en muchos países y Argentina paga para usarlo. La evaluación es el rubro más redituable en el comercio de la educación. Y el comercio de la educación está entre los cinco primeros rubros del comercio internacional. Ahí vemos un cambio enorme entre la idea liberal democrática de la educación pública, luego tomada y modificada por el nacionalismo popular, y la idea neoliberal que empieza como un control de los sistemas educativos para producir endeudamiento y después se va deslizando hacia un gran mercado libre. Y ahí hay un paso más, que es el de la desescolarización, que daña a la escuela como institución. En ese sentido digo que hay que reivindicar a Sarmiento. Lo central de estas experiencias desescolarizantes que se están multiplicando en todo el mundo es demostrar que no hace falta la institución escolar, que no hace falta compartir nada en la educación, que la educación puede ser individual y por vía de medios de comunicación.
–La idea de que la escuela es solo un instrumento de transmisión de conocimiento, dejando de lado su rol como espacio de socialización y construcción de una comunidad.
–Claro, porque lo que se saca o reduce es el aspecto humano, el docente, los compañeros de clase... En el momento en que la educación –pública o privada– se convierte en otro espacio del mercado desaparecen todos los elementos sociales y políticos del proceso educativo, desaparece la idea pedagógica de que la transmisión de la cultura a las nuevas generaciones implica un proceso de enseñanza–aprendizaje que enriquece a la cultura, desaparece esa vinculación fuerte entre educación y democracia.
–¿Hay alguna diferencia en la incidencia de la mercantilización entre los distintos niveles educativos?
–Creo que el proceso empezó por el nivel inicial y por la educación superior. En el nivel inicial porque todavía falta bastante para completar la obligatoriedad. Y en la educación superior ya hace tiempo que hay grandes iniciativas globales de comercialización. Un lugar central por donde entran las corporaciones en las universidades es el gran negocio de la tecnología. Por ejemplo, tenemos a Microsoft o a Google poniendo aulas informáticas en nuestras universidades públicas. Esto también está vinculado a normativas que vienen de los 90, que son disciplinadoras de docentes e investigadores, y obligan a la utilización de determinados equipos y tecnologías. Otra cuestión es que se volvió natural que las cuentas sueldo de las universidades públicas las manejen los grandes bancos. Salvo honrosas excepciones, como la Universidad de La Plata, a la que los bancos le ofrecieron planes de becas a cambio de manejar los sueldos, pero la universidad resolvió que los maneje el Banco Nación.
–¿Qué cambios en las subjetividades de la comunidad educativa se vinculan, y de alguna manera hacen posible, a la mercantilización?
–Creo que este es un punto central, hay cambios importantísimos en las subjetividades. Nuestros discursos, los de mi generación, creo que están fuera del imaginario y del universo de lenguaje de las generaciones más jóvenes, que piensan el mundo de otra manera. Y no es sólo la tecnología lo que cambió, cambiaron muchas más cosas. Hay una desarticulación de la cultura moderna que nos exige un esfuerzo intelectual al conjunto de los sectores que aspiramos a una sociedad más digna y democrática. Una categoría que usamos mucho, como la de inclusión, es un buen ejemplo del tipo de concepto que hay que deconstruir y problematizar. En general, el nacionalismo popular incluye, pero hoy lo que necesitamos es una inclusión que sea desarticuladora de la alienación de las nuevas subjetividades, una inclusión que pueda aportar al imaginario de esas nuevas subjetividades la idea de emancipación. La idea de emancipación quedó borrada, reprimida, y hoy necesitamos que emerja, pero de un modo distinto a como la pensábamos hace algunas décadas.
–¿Cómo fue cambiando, en el contexto de estos procesos, el lugar de los docentes?
–Cuando se dictan las leyes fundantes del sistema educativo argentino, en la década de 1880, se produce un pasaje entre quienes eran los legítimos transmisores del saber desde la época de la colonia y los primeros años de la independencia, básicamente los sacerdotes, a una figura que es un civil y que comienza siendo “un apóstol del saber”, alguien que conserva algo del orden religioso. De alguna manera, el discurso religioso pasa a ser moral. Pero un siglo después, hacia 1973, cuando se termina de constituir la más sólida organización gremial de los docentes –me refiero a Ctera–, se termina de asumir también la figura del docente como trabajador de la educación, y esto es bastante insoportable para algunos sectores conservadores –y también liberales– de la sociedad. El docente ya no es el depositario de la sagrada palabra de esos sectores. Ese lugar del docente como trabajador es especialmente molesto para el avance de las empresas sobre la educación. El docente resulta un obstáculo porque tiene palabra propia. Y no quiero decir que los docentes argentinos antes habían repetido siempre lo que decían los sectores conservadores, no es así, hubo otras corrientes de pensamiento, pero el perfil dominante, la figura instalada en el imaginario social era la del apóstol. Cuando se abandona esa figura, tenemos un docente con opinión que, además, lucha por sus derechos.
–¿Cómo interpreta, en ese sentido, la tensión entre el actual gobierno y los gremios docentes, expresada por ejemplo en la negativa oficial a convocar la paritaria nacional, en el llamado a “voluntarios” para suplir a los docentes en huelga, o en el rechazo a pensar la desaparición de Santiago Maldonado en el sistema educativo?
–La reacción oficial frente a la iniciativa de los maestros de llevar a las escuelas la discusión del caso Maldonado desnuda el carácter prejuicioso de quienes están en el Gobierno, y su desconocimiento de la escuela y de los docentes. Los principales funcionarios de este Gobierno se han formado en un circuito de escuelas primarias y secundarias de elite, universidades privadas en Argentina y posgrados en universidades privadas de Estados Unidos. Por eso desconocen cómo funciona la escuela pública. Desconocen, por ejemplo, que los derechos humanos se enseñan desde la época de Alfonsín. Es elemental, es una obligación que en ese espacio se piense el caso Maldonado, así como es una obligación de toda la sociedad preguntar ¿dónde está Santiago Maldonado? Y, por otro lado, creo que en particular entre los funcionarios de Educación hay también falta de formación para trabajar con jóvenes y adolescentes. Solamente con leer algo de bibliografía del siglo XX se debería entender que a los adolescentes no hay que provocarlos: en escuelas de la Ciudad de Buenos Aires donde no había centro de estudiantes ahora hay, a raíz del rechazo que provocó la propuesta inconsulta de la nueva escuela secundaria.