La movilización a Plaza de Mayo es el acto central, también un fragmento de un conjunto más grande. Se replica en decenas, acaso cientos de ciudades de todo el país. Hay que tener convicciones para sacudirse la modorra del domingo, las muchedumbres ciudadanas ponen el cuerpo. Se congregan a largo de todo el territorio argentino: aunque no se estén viendo laten al mismo tiempo. Se oponen, resisten, piden por ese pibe sobre quien nada sabían dos meses atrás. Lo honran, lo reivindican.
En la quinta presidencial de Olivos, cabe suponer, se encargan focus groups. Tal vez sea una forma de decir porque ya debían están pactados. No impacta en la intención de voto, quédese tranquilo, Mauricio. Así de obscena es la política, a menudo.
“¿Dónde está Santiago?” claman cartelitos individuales, que cuelgan del cuello. Muchos de manufactura casera, un modo de militancia personal en la era líquida.
“¿Dónde está Santiago Maldonado?” inscriben otros. No redundan aunque desde el primero de agosto si se dice Santiago se descuenta cuál es el apellido.
“¿Dónde mierda está Santiago?”. La Garganta condimenta la corrección verbal con un toque de identidad. Su presencia ha devenido un clásico, ganaron reconocimiento porque participan, porque los legitiman luchas justas contra crímenes atroces y discriminación. Saben hacerse ver y escuchar, porque comunican con creatividad, además de ponerle güevo.
Las personas de a pie que se arrimaron sueltas dan la impresión de pertenecer a lo que (con arcaísmo y hasta pereza) designamos como clase media.
Las columnas abigarradas de los movimientos sociales las componen argentinas y argentinos más humildes, que redondean una concurrencia transversal, poli clasista, porteña y conurbana.
Hay poco barullo, algunos redoblantes. A veces se baten palmas, comparación extraña que le viene a uno a la cabeza, como cuando se pierde un chico en la playa.
“Ole le le/Ola la la/ ¿Adónde está Santiago/Que digan dónde está”. La multitud descree de la multi presencia del joven desaparecido en Entre Ríos, en un pueblo habitado por una caterva de clones, una fantasía propia de Ray Bradbury o de Stephen King. Los bolazos del Gobierno entretienen a sus fanáticos pero no consiguen calar más allá.
Confluyen, dejando distancia para evitar bardo, banderas y estandartes rojos de partidos de izquierda con celestes y blancas de La Cámpora.
Por la Avenida de Mayo camina, cosechando aplausos, la orgullosa columna de la Tupac que interpela con otro reclamo al presidente Mauricio Macri y al gobernador Gerardo Morales: la libertad de Milagro Sala, presa política del gobierno de Jujuy.
En la Plaza histórica laburan los emprendedores habituales, que venden desde remeras estampadas hasta bondiolas humeantes. Hay quien agrega unas hojas de lechuga, menguada concesión a la dieta equilibrada: las proteínas, las grasas y los hidratos de carbono copan la parada. Chipás y tortas fritas cooperan para concretar la goleada.
Se suman avispados lectores del mercado quienes ofertan pilotos o paraguas. Un rato antes de la hora fijada, tres y media, los chubascos les dan una mano. Desde las tres, apenas gotea. La garúa garantiza veredas y calzadas pegajosas, el aire húmedo tan porteño. Pero no da para echar una mano al bolsillo y protegerse. La multitud, además, se la banca.
Todo lo resumido hasta acá es frecuente en las manifestaciones vinculadas a los Derechos Humanos. También que los migrantes de países hermanos y vecinos hagan flamear estandartes e identidad.
La marea humana sabe incorporar nuevos participantes, consecuencia del esclarecimiento (incompleto y la vez formidable) de los crímenes de lesa humanidad. Estremece, pone la piel de gallina, la pancarta de “Hijas e hijos de genocidas. Por la Memoria, la Verdad y la Justicia”. “Historias desobedientes”, se designan. “30.000 motivos” añaden por si fuera menester.
La represión contra los mapuches que precedió a la desaparición de Maldonado, la desatada en Plaza de Mayo el primero de septiembre resucitan reflejos o conductas que estaban archivados desde hace décadas. Nada de casual, la intimidación fue premeditada y alevosa. No se respira miedo en el aire pero sí hay que tomar precauciones, “normales” en otros tiempos, que suponíamos superados.
A ojímetro –supeditado a otras miradas de personas que lean esta nota o de testimonios gráficos– el cronista percibe que se llevan menos criaturas, una prevención ignorada por una generación de mamás y papás. ¿La ministra Patricia Bullrich lo hizo?
Uno mismo, variados interlocutores escrutan la presencia policial.
Son contados sus vehículos en las avenidas que desembocan en la Plaza o en las laterales más cercanas. Se observan muchos más móviles de la tevé que de “las fuerzas del orden”. Un camión hidrante, un Neptuno, está atravesado detrás de una reja, en la calle 25 de Mayo, poco más de cien metros del palco y a nada de la sede de la AFI (ex SIDE). Enrejado y de local, entre el símbolo y el reconocimiento tácito, involuntario.
No se notan uniformados en las adyacencias. La expresión Serpico se acunó en una película de los 70, así que identificar a los “servicios” infiltrados es labor para iniciados, la declinamos acá.
“La Garganta” se luce de nuevo. Un cartel vistoso, al lado de un camioncito, convoca: “Si la Gorra se zarpa denunciala acá”. La Gorra, queda expresado, escatima la visibilidad.
A un mes de la brutal ofensiva canera y servicial contra manifestantes, solo uno de los treinta y tantos detenidos está procesado. Es el, a su pesar, famoso ciudadano extranjero que estaba flojito de identificación.
No se han levantado cargos contra el resto pero tampoco se los sobreseyó. Ni siquiera al docente que probó haber estado comiendo pizza regada con birra a cientos de metros y un buen tiempo después de la hora en que fue arrestado, según documentación policial. Escasean evidencias en contra de los detenidos. Se acumulan las que acreditan la brutalidad policial, la falsedad de los instrumentos públicos que firmaron, el ocultamiento de las placas identificatorias. El juez a cargo actúa como cómplice: no decide abrir otra causa. Ni excluir del trámite a las Federal y la Policía de la Ciudad. En Chubut, es la Gendarmería la que interviene-interfiere en los expedientes que investigan su responsabilidad. Un modus operandi federalizado en el revival preocupante promovido por la derecha que ganó en las urnas y se entiende empoderada para violar derechos constitucionales.
La voz de Sergio Maldonado se escucha firme, trasunta convicción. El mensaje se transcribe en otras notas de este diario. Se dirige a Macri, que no lo habrá escuchado. Hoy dará cuenta su prensa adicta, la misma que divulgó acríticamente su sonrisa tomando un helado en el anterior aniversario.
Un grupo pequeño comete actos de vandalismo, la propia concurrencia les grita y los repudia. El joven periodista Iván Schardrogsky, cuyo trabajo está en la cuerda floja, fotografía a alguno que no se cubrió el rostro. Minutos antes la gente lo abrazaba y le pedía aguante. La ofensiva contra periodistas y medios no oficialistas dista de tener aprobación unánime, aunque sí la complicidad activa de “la prensa independiente”.
Me llamo Mario Wainfeld, termino de tipiar esta columna durante la noche del domingo, desde mi casa. ¿Dónde está Santiago?