Esa que ven ahí es mi casa de zona sur donde viví hasta los seis años con mamá papá y Guille, mi hermano mayor. Y ese el Plátano que toda la vida la escoltó desde la vereda. Los plátanos son árboles viejos, súper altos, altísimos, robustos y cascarozos. En cierta época del año sus pelusas son insoportables para casi todo el mundo; aunque otros como la tía Nancy, que es re hippie y re newage, agradecen que el árbol pueda soltar sus restos viejos para renovar el ciclo vital y así el cosmos nos siga bendiciendo. Todo el universo depende de eso, suele decir. No saben cómo me fastidia su credulidad. Después agrega que todas las cosas están interconectadas... Yo no sé qué significa eso de inter, pero ella sostiene que ahí está la cuestión.
Por aquellos años, la calle Sarmiento a la altura del 5000 era puro barrio de bondades, el tiempo nunca apuraba y el aire estaba recargado con los olores de las frutas... el olor de las mandarinas siempre entre mis dedos. Mi casa era común y corriente, con dos ventanas a los lados de la puerta principal. Como suelen ser las casas que dibujan los niños, como suelen ser las casas que dibujan los grandes, ¿cómo dibujar otro estilo de casa?
En la esquina había una farmacia donde mi mamá solía comprar medicamentos, cremas y cosméticos. También vendían caramelos flynn paff y a mí me gustaban un montón. En esa época Guille me había convencido de que todavía no podía mascar chicles, que los tragaría sin querer y se me pegarían en las tripas como plastilina, o en los pulmones o en el corazón. Pensar en eso me daba terror, entonces ensayaba cuánto tiempo podía mantener un flynn paff en la boca hasta deshacerse por completo. Empezar a comer chicles significaba un salto casi tan serio como cruzar la calle sin darle la mano a nadie, era un gesto de dominio y de coraje ante el universo de los pequeños adultos. Guille ya estaba en ese universo y se hacía el sabiondo, comía dos chicles juntos de los Dinovo y estaba toda la tarde haciendo globos en mi cara. Después aprendió a hacer lo que él llamaba globito‑para‑adentro‑con‑ruidito y se pasaba horas aturdiéndonos con el asunto. Lo sentía insoportable, pero
¿cuánto falta para saber eso que tu hermano ya sabe?
La farmacia era un local muy antiguo con vitrinas de vidrio donde asomaban frascos marrones de diferentes tamaños. Cada vez que me apoyaba en el mostrador miraba esos recipientes con total sospecha, parecían pócimas venenosas listas para suministrar. La cara de la farmacéutica terminaba de confirmar mi hipótesis: era una bruja. Envejecida y sombría, su cara está grabada detrás de mis párpados. Tenía un lunar con pelos en el mentón que por mucho tiempo fue mi pesadilla: despertar, ir al baño, mirarme en el espejo y tener uno de esos en la nariz. Guille decía que si te sale uno y no te lo arrancan a tiempo se te va expandiendo por todo el cuerpo y podías morir asfixiándote.
A dos cuadras de la farmacia y a una de mi casa, el jardín Merceditas con su patio todo terreno se convertía en el escenario perfecto de nuestra recién iniciada libertad. En el centro tenía un arenero profundo y grande, sumergirse en él era toda una aventura y no sé bien por qué, yo me sacaba las zapatillas para entrar. Me gustaba enterrar juguetes y después de un rato buscarlos. Sospechaba que si los dejaba mucho tiempo enterrados podían caer al otro lado del mundo, sobre la cabeza de un chino. Buceaba en esa arena ennegrecida como estando en medio de un mar. Un día encontré una moneda de diez centavos y me emocioné tanto que la guardé adentro del soquete para no perderla.
¿Han pasado de moda los areneros? Ojalá que no.
En el Merceditas también conocí la salita de cuatro color anaranjado y el guardapolvo tipo mameluco era a cuadritos azul y blanco y llevaba mi nombre escrito en el bolsillo delantero. Ya entonces comenzaba a jorobarme mi primer nombre "María". Mi papá cuando se enojaba conmigo me llamaba así, en un tono feísimo. Para peor Guille, que lo copiaba a papá en todo, agregaba "María de las marías" con un eco de réplica burlona que me enfurecía. La seño de la salita naranja era divina pero cuando me decía "Mary" a mí me daban ganas de echarle el pote de plasticola en el pelo rubio que tenía.
¿Todas las Marías de primer nombre nos hemos divorciado de él? Sospecho que muchas.
A la salida del jardín me buscaba Leonor. Leonor era la señora que nos cuidaba y que también limpiaba la casa, era bajita, con rulos y caminaba rapidísimo. Se quedaba en casa como hasta las cuatro de la tarde, me hacía trenzas y me sacaba los piojos. Qué bichos los piojos... otra hazaña del arenero. Ella insistía y le decía a mamá que los piojos venían de al lado y yo, que me molestaba esa mentira, respondía siempre diciendo que: Los piojos, que yo sepa, no vuelan.
Al lado de casa había un pasillo donde vivía una familia con dos hijas re traviesas. Mi hermano, yo y ellas nos juntábamos casi todas las tardes en la vereda. Cuando había alguna abuela que nos eche el vistazo, sacábamos las bicis y dábamos unas vueltas a la manzana. En poco tiempo la más chica de ellas y yo abandonamos las rueditas.
Una tarde de verano, y después de las vueltas en bici, nos íbamos los cuatro caminando al cumple de la tía Nancy. Guille y yo nos quedamos un poco atrás para aparentar que andábamos solos, pero papá y mamá hablaban lo suficientemente fuerte como para no escucharlos. Tenían una discusión, conversaban de plata, decían que era momento de mudarse, que podíamos encontrar un departamento en zona centro, que los chicos seguramente estarían contentos.
Con Guille nos miramos, unidos para siempre, y nos dimos la mano. Sentí sus dedos resbalar entre los míos, como si algo se me escapara. Miré hacia arriba, atrás del cielo y las pelusas de un plátano me empaparon los ojos.