Así como su padre, Juan Carlos I, se ganó la legitimidad que no tenía con su intervención en cadena nacional contra el intento de golpe de estado del teniente coronel Tejero el 23 de febrero de 1981, ayer Felipe VI perdió gran parte de la poca que aún le queda en su exasperado discurso a la nación a propósito de la crisis catalana. Juan Carlos I se jugó por la democracia y, al menos así lo dice el mito, su intervención fue decisiva para evitar el retorno de la dictadura en un contexto de una democracia frágil, asediada por diversos movimientos secesionistas armados y que no había encontrado aún una base firme en una sociedad que venía de padecer más de 40 años de franquismo. Ese famoso 23 F el rey realizó un acto político de envergadura que terminó haciéndolo aceptable para todos los ciudadanos que aún no habían interiorizado lo suficiente la flamante Constitución ratificada en referéndum el 6 de diciembre de 1978.
Treinta y seis años después, su hijo Felipe VI le puso un quiebre a la legitimidad monárquica de una manera feroz en medio de la peor crisis institucional que atraviesa España desde el retorno de la democracia en 1977. Todos esperaban ayer el discurso del rey luego del bochorno que el gobierno de Mariano Rajoy había protagonizado el pasado domingo en toda Cataluña intentando impedir por la fuerza y a los palos que los catalanes llevaran a cabo un referéndum para decidir sobre su independencia del Reino de España. Se esperaba que el rey se pusiera más allá de las partes a estas alturas irremediablemente enfrentadas, llamando al diálogo y hasta expresando un pesar por las más de 900 víctimas que dejó la violencia policial en imágenes que dieron la vuelta al planeta en medios y redes sociales.
Pero nada de esto ocurrió. Felipe VI apareció tenso antes las cámaras, de modo tardío (muchos le critican que hable cuando ya tanta agua corrió bajo el puente) y en vez de hablar en nombre de todos, ratificó el discurso duro de la derecha españolista, acusando a los independentistas catalanes de “deslealtad inadmisible” y de “dividir a la sociedad catalana”. El desconcierto fue tal que hasta los propios dirigentes independentistas, que sienten que le están ganando desde hace ya días la pulseada al gobierno español, se vieron obligados a pedir públicamente a las grandes multitudes que protestaban en toda Cataluña contra la desmesurada represión del domingo que no cayeran en la provocación y tuvieran cuidado con los infiltrados que estaban buscando que el conflicto se recaliente con muertes en las calles.
El descrédito de la monarquía no es nuevo. En los últimos años se ha visto afectada por escándalos de corrupción que implicaron directamente a la Familia Real. Y por más que la vieja Constitución los sitúa como un obsoleto poder eterno y hereditario, los reyes no están exentos de los gestos políticos si quieren ser mínimamente aceptados por sus supuestos súbditos. Y las ocasiones que tienen de realizar estos gestos son pocas. En el último medio siglo, de hecho, la casa real española tuvo solo dos: el 23 F y ayer. Del primer episodio salió fortalecida, del bochorno de ayer no tiene retorno.
El conflicto catalán entró ayer en un vertiginoso despeñadero. Quemadas las naves de cualquier diálogo posible, sobre todo por falta de interlocutores y de voluntad política de ambas partes, España entró desde ayer en un territorio desconocido. Detrás de Cataluña, lo saben bien en Madrid, se querrán ir también vascos y gallegos, valencianos y hasta canarios. El rey Felipe VI ayer, con sus palabras, les dio un inestimable empujoncito.