Tras años de experiencia en cine, teatro y televisión poniendo el cuerpo, María Figueras debuta en la dirección con la obra Hermanas, de la dramaturga catalana Carol López. Se trata de un texto al que accedió poco tiempo después de la muerte de su padre y que parte, precisamente, de ello: acaba de morir el patriarca de una familia. Y en la cocina de una casa se reúnen sus tres hijas: Inés, Irene e Ivonne. También la viuda, un hijo adolescente y un novio. La directora explica que, aunque respetó el texto original, trató de acercar la obra al contexto porteño: “La llevé a una cosa más nuestra. A nuestro tipo de familia, que es más un cocoliche. Venimos de los barcos; tenemos una mescolanza muy grande. Y un tipo de humor más cruel, irónico y negro”, define en la charla con PáginaI12. El espectáculo se presenta los viernes a las 23 en El Camarín de las Musas (Mario Bravo 960).

Cuenta Figueras que tenía ganas de trabajar con “el mundo femenino” y “el tema de la pérdida”, con humor y “desde el absurdo”. En principio, iba a ser otra la obra de López que iba a dirigir. Se llamaba V.O.S. y era sobre parejas que hacían un intercambio para tener hijos. En medio de la lectura, murió su papá –el actor y director Daniel Figueiredo– y se topó con este material, más afín a la experiencia que estaba atravesando. A la autora la conocía de giras. “Ella montó Hermanas en 2008 en Barcelona. Tuvo mucha repercusión. Después tuvo su versión madrileña y se hizo en México también”, relata. “Allá la obra tiene una estructura muy grande y sólida de producción. Una cocina real, por ejemplo. Es una estructura que no tenemos acá en el teatro independiente. Tuve que recurrir a una cosa más austera y simbólica: que se insinúe una casona venida a menos. Pero que no se vea tal cual porque iba a ser trucho”, agrega la actriz.

En esa austeridad, quedan en primer plano los vínculos entre los personajes y el trabajo actoral. El elenco lo conforman Julia Catalá, Tamara Kiper, Florencia di Paolo, Elena Petraglia, José Escobar y Nicolás Romeo, actores que nunca habían convivido hasta el momento. “Es una obra inasible. Cuando sale es maravillosa. Hay días que sale más y otros, que menos. Esa sustancia… se te va de los dedos. Hay que ir todo el tiempo a la médula de la obra”, analiza Figueras. Dice que termina “contracturada” en su nuevo rol, porque está acostumbrada a estar en escena. “Es un sufrimiento dirigir. Hasta que me acostumbre. Y cuando la obra galopa es maravilloso”, confiesa, entre risas. También destaca el ritmo que este trabajo pide al elenco y que fue uno de los ejes de la dirección.

–¿Cómo trabajaron el humor negro desde la actuación?

–Traté de que lo gracioso fuera la situación y no los actores en sí. Trabajamos para que las situaciones sean absurdas pero estén naturalizadas. Internamente ellos tienen una desolación o desborde, pero no para el afuera. Es una obra vincular. Si los actores están conectados entre ellos, la obra acontece. Corre sobre una cornisa. Si no están híper conectados en esta cosa íntima, no. No les queda más remedio. La tienen que pasar mal para que el público la pase bien. Es un fino equilibrio. La expresión es mínima, pero tiene que ser máxima dentro de ella. Son personajes que no se animan al duelo. Se encierran en esa cocina, tipo búnker, porque no se animan a estar con el afuera, a que les den el pésame. Está contado con humor y queremos que sea conmovedor: ésa es la búsqueda. En los momentos de crisis, todo lo que estaba por debajo empieza a salir. Hay un incendio. Y los personajes por momentos tratan de no hacerse cargo de él. 

–¿Por qué piensa que el tema de la familia es tan visitado por el teatro porteño?

–El término “familia disfuncional” se puso medio en boga. Pero ves Hamlet y es una familia. O Tío Vania, o Tres hermanas… Todas las obras cuentan pasiones, amores, encuentros, desencuentros. Hablan de un statu quo que se quiebra. La familia es el nudo de la sociedad y en él se ven, en mayor o menor medida, los segmentos de poder que se ponen en juego en lo vincular. Es un terreno fértil para contar historias y eso me atrae. Hacemos esfuerzos enormes con terapia para escapar de ciertas zonas, después nos vemos proyectados cuando tenemos hijos, haciendo las mismas cosas, eligiendo los mismos lugares, consciente o inconscientemente. Uno se ve reflejado porque no queda otra. Estamos todos en el mismo entretejido. Es inevitable caer en la familia, es difícil salir de ahí, hasta en el caso de las nuevas familias que se fundan. Y a mí me atraen los universos vinculares, para  ver las contradicciones. 

–Presentan la obra con una frase de Chéjov: “Hay una cosa tan inevitable como la muerte: la vida”. ¿Qué elementos tomaron de este autor como inspiración?

–La frase la eligió Carol, la tomó como disparador. Y se basó en Tres hermanas. También en Hannah y sus hermanas y Six Feet Under. Pero, además, yo soy fanática de Chéjov. Es mi autor favorito. Lo amo. Trabajé en muchas obras de su autoría, pero tenía 15 años y ya lo leía. Más allá de que él es inigualable, creo que esta obra tiene algo de él, que es que se dice una cosa y está pasando otra. Esta cosa del universo interno, lo que está roto pero se sigue adelante. El sueño de algo mejor que no llega. Y si llegara, quizá los personajes no se lo podrían bancar. Le siento una vibración, por momentos, chejoviana. La gran contradicción entre ellos. Son despiadados el uno con el otro pero a su vez se aman.

–¿A qué se debe su pasaje de la actuación a la dirección?

–Como actriz siempre pensé en la totalidad, en la musicalidad de los espectáculos. La primera vez que quise dirigir quedé justo embarazada, pero siempre me quedó pendiente. La actuación es más inconsciente, estás dándolo todo en la faena y luchando. El director mira la faena: es una sensación muy diferente. Pero es muy conmovedora. Cuando acontece es alucinante. Me dan ganas de seguir dirigiendo y estoy buscando materiales. Cuando pasan cosas fuertes en la vida, te animás. De eso habla la obra también. Hay que hacerlo, porque la vida se va y no vuelve.