Cuando se estrenó en 1982 se esperaba que Blade Runner, dirigida por Ridley Scott, fuera un éxito. Con todo a favor el éxito no llegó, pero pronto se convirtió en una película de culto, clásico más o menos maldito que no falta en casi ninguna lista de lo mejor del género. El anuncio de una secuela causó impacto porque era fácil que la apuesta saliera mal, que es lo que todos temen cuando a Hollywood se le da por manosear sus reliquias. Pero si llegaba a salir bien... Los fanáticos se frotaban las manos y le rezaban a Philip K. Dick, divinidad fundamental de la ciencia ficción y autor de ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, relato en el que se basa el film original. Con el estreno de Blade Runner 2049, de Denis Villeneuve, la incógnita llegó a su fin.
Ambientada 30 años en el futuro, Blade Runner 2049 regresa a un mundo en el que la humanidad se expandió más allá de los límites del planeta usando como mano de obra esclava a unos androides, los replicantes, más fuertes e inteligentes que los hombres. Estos replicantes son casi humanos (o más que humanos, como los definen sus creadores), pero cuando exigen ser tratados con iguales derechos comienzan a ser eliminados, como si ese reclamo fuera una falla de fábrica. Los encargados de eliminarlos (y eliminar significa ejecutar) son los blade runners, labor a cargo de humanos en el film de Scott, pero que ahora es llevada a cabo por una nueva generación de replicantes más dóciles. Esta diferencia se traduce en un cambio de punto de vista, ya que el rol protagónico esta vez lo ocupa un replicante, el agente K (Ryan Gosling), en lugar del humano agente Rick Deckard (Harrison Ford). El choque entre los viejos modelos de replicantes rebeldes y los nuevos, serviles a las necesidades del sistema pero igual de discriminados por los seres humanos, también queda planteado desde el inicio.
Pero esta vez la discusión acerca de lo humano y el carácter de persona consciente se expande un poco más allá del soporte físico (los androides), para llegar incluso a programas cuya manifestación es apenas una proyección hologramática. No bastan la razón ni la capacidad de hacer uso de ella, ni la autoconsciencia para establecer qué es lo humano, sino que pareciera ser una condición religiosa, el alma, la que lo define. Ya en la primera secuencia un viejo replicante le echa en cara al modelo nuevo que no le importa matar a los de su propia especie porque “no ha visto un milagro”. La recurrencia de palabras como milagro o alma no son casuales: Blade Runner 2049 es una fábula religiosa que tiene mucho del mito cristiano, recurso al que el cine estadounidense suele acudir con asiduidad. No es extraño que esto ocurra dentro del universo de Blade Runner si se tiene en cuenta que esa cuestión religiosa es esencial en la obra de Dick. Del mismo modo debe decirse que cuestiones análogas de la ética y la moral en torno del asunto del creador y sus criaturas también han sido abordadas por Scott –quien se desempeña como productor de esta secuela– en su último trabajo como director, Alien: Covenant, estrenado hace algunos meses.
Una curiosidad: en aquel futuro del 2019 visto desde los años 80, Deckard aparecía en muchas escenas leyendo diarios de papel. Hoy ese detalle tanto puede interpretarse como un anacronismo avant la lettre o como una muestra de amor por lo analógico en un mundo en el que lo digital comenzaba a percibirse como siguiente paso evolutivo. Por eso tampoco resulta extraño que Blade Runner 2049 consigne como tragedia a un apagón que en el pasado borró los archivos digitales, haciendo que toda una época se vuelva un agujero negro en la historia. Como Scott, Villeneuve también rompe algunas lanzas por este mundo analógico que ahora sí afronta su extinción.
En cuanto a lo narrativo, el canadiense hace avanzar la historia con paso firme, pero sin poder evitar ser previsible. Al menos tanto como las analogías religiosas lo permiten. Incluso en las vueltas de tuerca es posible ir ganándole siempre unos pasos al relato y si bien eso no lo vuelve aburrido es cierto que lo aplana un poco. La música de esta nueva versión vuelve a resultar tan monumental como en algún punto invasiva, como lo era la compuesta por Vangelis para la original. Más allá del exceso, Benjamin Wallfisch y Hans Zimmer logran readaptar la intención de aquella, componiendo una partitura que se parece a lo que hubiera hecho Trent Reznor con Nine Inch Nails si le hubieran encargado reinterpretar el trabajo del mítico músico griego.