Entre 1901 y 2016, el Premio Nobel ha sido entregado en 579 ocasiones y 911 personas resultaron laureadas, ya que el mismo galardón puede ser compartido por más de una. Entre las seis categorías previstas –Física, Química, Medicina, Paz, Literatura y Economía– tan solo 48 mujeres han recibido la máxima distinción. Se trata de un reconocimiento internacional (una medalla, un diploma y un premio en efectivo) que, desde Estocolmo (Suecia) es administrado por la Fundación que lleva el apellido de uno de los empresarios y emprendedores más prolíficos de los últimos tiempos: Alfred Nobel. Tal vez, por la culpa de haber inventado la dinamita, a finales del siglo XIX, este avispado químico nórdico (que hablaba varios idiomas y que patentó más de 350 desarrollos tecnológicos) sentía la necesidad de retribuir a la sociedad de alguna manera, pues había encendido la mecha de origen y posibilitado la expansión de los explosivos contemporáneos.
En este marco, ¿qué ocurre en el campo de la ciencia? El caso más emblemático lo constituye Marie Curie, la investigadora polaca (de nacionalidad francesa) que se ubicó como la primera mujer en recibir la distinción en Física (1903) y luego en Química (1911). Como marca la historia –aunque finalmente fue laureada– la carta de notificación del primero de los galardones (“por sus avances en el estudio de los fenómenos de la radiación”) tan solo reconocía a Pierre Curie (esposo) y Henri Becquerel. A comienzos del siglo XX, se creía que las mujeres presentaban menos destrezas para el ejercicio de la razón que sus pares de bigotes y barbas.
En la actualidad, no hace falta realizar una investigación demasiado exhaustiva para advertir que los cargos directivos y los puestos decisivos en la dinámica social, económica y política son ocupados por hombres. Y ese mismo paisaje se replica en el campo científico, en el que las mujeres –de modo constante– se enfrentan a barreras que les impiden desarrollar sus talentos y capacidades en forma plena. Según un estudio de las Naciones Unidas en 14 países, la probabilidad de que las estudiantes culminen una licenciatura, una maestría y un doctorado es del 18, 8 y 2 por ciento, respectivamente, mientras que la probabilidad para los estudiantes masculinos es del 37, 18 y 6. Carolina Mera, directora del Instituto Gino Germani, señala al respecto: “Al momento de distribuir los cargos jerárquicos de gestión, gobierno y militancia siempre estamos en desventaja”. Del mismo modo, la física cordobesa y ex vocera del proyecto LIGO –cuyos referentes masculinos recibieron este martes el Nobel de Física– indica: “En los últimos 50 años, el número de mujeres ha aumentado, sin embargo, hay tres áreas en que este cambio se ha resistido y apenas roza el 20 por ciento del total de los científicos: Física, Ciencias de la Computación e Ingeniería. La ciencia está hecha por humanos, es social y, en efecto, siempre existen posibilidades de discriminación”.
En 2015, Andrea Gamarnik, investigadora del Conicet en el Instituto Leloir, ganó el Premio Internacional L’Oréal-Unesco “Por las Mujeres en la Ciencia” 2016. Fue escogida como la científica más importante de América latina, por sus avances en estudios del dengue. En una entrevista publicada en este diario, la investigadora apuntaba: “A veces me pregunto, si ingresa a la universidad casi la misma proporción de ambos sexos, ¿por qué los cargos directivos en las unidades científicas, en las empresas y en las industrias, en general, son ocupados por hombres?”. Al parecer, los inconvenientes comienzan cuando las personas todavía van al jardín: “mientras que los varoncitos construyen, piensan y juegan deportes, las nenitas sirven el té y el café a sus muñecas”, advirtió.
El círculo se retroalimenta de una manera tan silenciosa como perversa. La prevalencia de estereotipos de género dificulta la carrera científica de las investigadoras, que se traduce en una merma de interés en las niñas y las adolescentes en dedicar su tiempo a labores que creen reservadas para los hombres. Así, se construye un imaginario que se desperdiga a través de los medios de comunicación, toda vez que se recurre a los expertos de barba y voces roncas para explicar tal o cual fenómeno natural o social, como voz de autoridad única y solemne. Y se replica, desde temprana edad, en los colegios. Desde Sócrates hasta Einstein se teje una línea recta de “conocimiento universal” que nunca se quiebra y que, por supuesto, no habilita excepciones. En este marco, el foco se posa sobre el concepto de “vocación”, porque en definitiva lo que cualquier ser humano anhele para su vida también dependerá de los procesos de socialización en los que se halla inscripto, el modo en que es educado y los discursos que inundan los ámbitos en los que participa. En 2017, ser mujer y científica promueve una saludable cuota de revolución. Será tarea de las instituciones educativas así como de los medios de comunicación colaborar en la construcción de una realidad distinta. Una en la que el sexo no condicione ni favorezca la carrera ni el futuro de nadie.