¿Qué fue más influyente para que Argentina ganara el Mundial de México ‘86? ¿La magia de Maradona o la fuerza de las cábalas? Seguramente ambas, porque el fútbol nunca es épico sin fe. Pero, más allá de esas fotos a simple vista, coexisten otros elementos de profundidad que también explican la última gran gesta del fútbol criollo. Y uno de los menos relevados es la dura preparación en Tilcara, un pueblo jujeño entre medio de los cerros con las mismas condiciones geográficas que el Distrito Federal, sede principal del Mundial. Fueron 20 días claves para que la Selección pudiera adaptarse a la dura altura y al crudo calor del DF, pero también para que gracias a ello le sacara decisiva diferencia atlética a rivales europeos históricamente superiores en ese aspecto, como Italia, Inglaterra o Alemania, quienes no habían tomado las precauciones físicas necesarias.
La expedición a Tilcara, 2500 metros cuesta arriba sobre el nivel del mar, terminó siendo una de las decisiones estratégicas más influyentes de ese título. Un éxito del dispositivo bilardista, entonces vinculado con la obsesión del detalle y el cálculo infinito como estado de situación. “Nos habían recomendado dos lugares de Argentina para adaptarnos al DF. El otro era en Córdoba”, cuenta Bilardo. “Pero Tilcara tenía todo lo que necesitábamos: alojamiento aceptable, una cancha cerca y gente tranquila”.
La Selección venía de clasificarse al límite de la chicharra y era muy cuestionada, por lo que el viaje debía ser, al mismo tiempo, una especie de retiro espiritual. Y allí fue en enero de 1986 una delegación compuesta por el cuerpo técnico y los 14 convocados al Mundial que jugaban en clubes del país. La Quebrada de Humahuaca se convirtió así en el laboratorio donde Argentina modeló la fórmula para ganar su último Mundial.
En aquel plantel estaba el Checho Batista, quien un mes antes había protagonizado en Japón uno de los mejores partidos de la historia: el 2-2 de Argentinos Juniors contra la Juventus de Michel Platini. “No conocíamos nada de Tilcara y no sabíamos con qué nos íbamos a encontrar”, se sincera el 5 de esa Selección. El lugar de entrenamiento era la cancha de Pueblo Nuevo, un potrero de pedregullo a la vera de la Ruta 9, la Panamericana. “Un lugar muy humilde donde los límites eran los arbustos y, cuando se iba la pelota, estábamos media hora buscándola”, dice el Checho, sonriendo.
De entrada, la altura estragó a un plantel nacido y criado en el llano. Algunos hasta se arrancaban las mangas de las camisetas por el calor. “Una mañana, mientras trotábamos, Cucciufo nos dijo ‘Muchachos, sigan ustedes’… y se desmayó”, recuerda Batista. “Los primeros días se ahogaban –asevera Bilardo–. aunque después se acomodaron, porque la altura es así: te adaptás al poco tiempo, aunque la preparación debe ser intensa.”
Entrenaban en tres turnos que luego alternaron con surrealistas amistosos ante lugareños. “Venía un tipo diciendo que tenía un equipo y le contestábamos: ‘Traelo que jugamos’”, afirma Bilardo. Incluso treparon hasta Humahuaca –mil metros más alto que Tilcara– para jugar con una selección local. Tuvieron apenas un día libre, controlado por Bilardo. “Fue una de las pretemporadas más duras de mi vida, pero la única en la que sentí que llegué a los diez puntos”, dimensiona el Checho. “El único periodista que lo cubrió fue un francés que nos dijo que si corríamos así en el Mundial, lo íbamos a ganar”.
Cinco meses después, la imagen consagratoria se delinearía con la corrida maratoniana de Burruchaga hacia el gol decisivo, sin rival que pudiera seguirle el tranco en los pesados minutos finales en el DF. Los alemanes se habían fundido. Como antes los belgas, ingleses e italianos. Y acaso la diferencia de Argentina, además de un Maradona en estado de gracia y la ristra de cábalas, fue aquella preparación exótica pero indispensable de altura y el calor extenuante en Tilcara.