Desde el empate de Argentina con Venezuela en el Monumental y el posterior cambio de localía a la Bombonera, se encendieron todo tipo de polémicas. Entre las más picantes, se cuentan las declaraciones del ex delantero de River y la Selección Hernán Crespo, quien en tren de desacreditar la decisión dirigencial se animó a cuestionar la estructura (“mal hecha”) del estadio xeneize. El mismísimo DT de la Selección, Jorge Sampaoli, en algún momento apuntado como mentor de la idea del traslado, se despegó de la cuestión en la conferencia previa al encuentro. Para los más cabuleros, los antecedentes negativos con el mismo rival y el mismo escenario en 1969 eran una mala señal. Todas fueron especulaciones desesperadas, en un mes cargado de incertidumbre porque la amenaza de quedarse afuera del Mundial de Rusia 2018 –por lo hecho en estas Eliminatorias y por lo que queda por hacer– se fue haciendo carne.
La Bombonera no fue ayer el templo de las ovaciones ni la usina de motivación que algún trasnochado imaginó para un equipo al que se le reclama mucho más de lo que ofrece. Es más, como en el Monumental, y como hubiera ocurrido en cualquier otro estadio de la Argentina, el clima de la Bombonera fue más bien el espejo de lo que el equipo transmitió en la cancha. Se encendió y apagó, una y otra vez, como una caldera a la que no le llega suficiente energía.
Ni siquiera la insistencia de la barra brava de Boca, que milagrosamente consiguió los tickets que le permitió ocupar el lugar de siempre, el de La Doce, y desplegar ahí cuatro banderas celestes y blancas propias con las que señalizó su territorio; ni los barras visitantes que ocuparon en menor medida el lugar privilegiado de la tribuna de enfrente, alcanzó para despertar el ánimo alicaído del público, que parece no entender qué es lo que le pasa a la Selección. Un equipo que intenta pero no puede, que busca pero no encuentra, a pesar de todo lo que tiene, a pesar del genio de Messi.
La bronca nunca es previa. Lo saben los jugadores, largamente ovacionados por las calles en el recorrido del micro que los llevó hasta el estadio.
El problema de la Selección no es el escenario, sino lo que hace dentro de él. Nombres, esquemas, cambios de posiciones y perfiles, hacen difícil comprender cuál es la idea de juego que se pretende impregnar al conjunto. La falta de resultados agrega una preocupación mayor. A una fecha del cierre de las Eliminatorias, la Selección está obligada a ganar en Ecuador para asegurarse un lugar en Rusia, o al menos el repechaje.
Es imposible no sentir desazón por el presente después de la final jugada en Brasil, y de las otras dos finales de Copa América que se escaparon por poco. Eso explica por qué no tronó ayer la Bombonera, como tampoco tronó antes el Monumental. No es precisamente el mucho o poco aliento que les baja –y que al menos sirvió anoche para que el árbitro brasileño Wilson Sampaio no le mostrara la roja directa a Biglia, cuando a los 20 minutos le entró con alma y vida a Yotún– lo que traba el desarrollo de la Selección. El problema no está afuera. Está adentro. Quedan un puñado de días y un partido, frente a Ecuador en Quito, para encontrar la solución.