Nací en Capital Federal porque teníamos una pariente que laburaba en el Argerich, pero siempre viví en La Matanza, donde me crié y donde vivo hasta el día de hoy. A una cuadra vive una trava que es amiga de mi mamá desde la adolescencia, Giselle. Está por cumplir cincuenta años. Casa por medio con mi madre, vive otra trava, Leyla, que es mi amiga. Con ella paso muchas tardes entre lentejuelas, strass y mate. A cuatro cuadras de mi casa vivía otra más, Katia, que era una trava que murió hace unos años. Ahí fue a parar Lohana la primera vez cuando llegó a Buenos Aires, de la mano de Leyla. A cinco cuadras tengo otra amiga. O sea que me crié rodeada de travas. No solo viéndolas, sino también conviviendo con ellas, compartiendo... me meto en la niñez.
Mi mamá quedó embarazada de muy chica, a los catorce años. Era de Parque Patricios. De mi padre sé que su familia hizo que se borrara con la excusa de que estaba traumatizado porque era 1978, 1979 y estaba haciendo la colimba en la ex ESMA. Era todo un tema, un escándalo. Dejó a mi mamá embarazada, y ella así se escapó, se fue a Mar del Plata a buscar lo, se había enterado que la familia lo había llevado para allá.
Mi abuela no quería saber nada con tener nietxs, mi madre era muy joven y mi abuela, como muchas mujeres, criaba sola a sus dos hijas. Razón de sobra para que hiciera la denuncia. Cuando la policía encontró a mi mamá, la llevaron a un reformatorio. Más tarde, mi abuela la sacó. Era una mujer grande, poco demostrativa, santiagueña, enfermera; laburaba todo el día de sol a sombra. En todo este quilombo nací yo.
Me gustaría encontrar a mi papá. Quiero ver su reacción cuando sepa que su hijo (que en realidad nunca fue su hijo) no es más su hijo, que tiene una hija trava. Tengo ganas de decirle: “a pesar de todo lo que me pasó, mirá, esta soy yo y acá estoy”. Si no me buscó, por algo será, pero no me interesa, quiero verle la cara al tipo que abandonó a mi madre y me abandonó a mí. Siempre está el miedo a que me rechace, no por ser trava, sino porque si sabe que existo y nunca se interesó en encontrarme, tal vez si me conoce, me vuelva a abandonar. Todas las navidades y años nuevos, toda mi vida, cuando llegaban las doce me encerraba en el baño a llorar, porque pensaba en mi papá, me angustiaba mucho.
Mi vieja empezó a andar en la calle conmigo a cuestas, de pendeja. Yo crecí así: entre quilombos familiares, con lxschicxs ignorándome en el colegio, no me invitaban a los cumpleaños, todas esas cuestiones terroríficas. A los cuatro, cinco años, mi mamá conoció al papá de mi hermano más chico, al que le llevo cuatro años, y nos mudamos. Nos fuimos de la casa de mi abuela para armar una familia.
Mi mamá siempre fue amiga de las travas. Me acuerdo que de chiquitita me criaba entre medio de diez, quince travas, en el rancho de un borrachín del barrio donde paraban todas, a diez cuadras de casa porque trabajan en Camino de Cintura algunas, otras en la Ricchieri y General Paz, de donde obvia mente las corría la policía. Entonces paraban ahí. Mi mamá estaba en medio de ellas y me cuidaban entre todas. Recuerdo estar tirada en una camita y que entre las travas me agarren una, la otra. Era una época de muchas travas, en esa zona en particular porque está cerca la Villa Inta, donde todavía hay algunas trabajando. Ahí caían todas las que venían de las provincias.
Entonces ya de chiquita estaba acostumbrada a estar entre travas, sobretodo con Giselle, la amiga de mi mamá. No sé dónde está, pero hay una foto de cuando me bautizaron en la iglesia y estoy en sus brazos. (…)
A los trece o catorce años me juntaba con dos amigas de colegio: Mara, que tenía mi edad, y Samanta, que tenía dieciséis. En uno de sus cumpleaños Mara hizo un asalto y cayeron unos amigos de Samanta, entre ellos un chico que se llamaba Roy. Y a mí me re gustó. Entre una cosa y otra, me terminó dando un beso en la boca y me dijo que era bisexual (yo no sabía lo que era ser gay, ni bisexual, ni nada). Lo que me impactó, me di cuenta con el tiempo, fue su nombre. Nunca lo había escuchado, no sé siquiera si es un nombre, pero me llamó la atención que no lo definía como varón ni como mujer. Empezamos a ir a bailar a la matiné y cuando me preguntaban cómo me llamaba, respondía “Roy” porque no me identificaba de ninguna de las dos formas, y eso era lo que yo quería, me sonaba muy ambiguo. Entonces me quedó La Roy. Ya no me llamaban por el nombre que me había puesto mi mamá.
La primera vez que fui a bailar a la noche, fui a un boliche que se llamaba El Templo, por Gaona, en Ramos Mejía. Me puse un pantalón a cuadros, una pupera y me pinté los labios de plateado. En medio de la noche cayó una razzia y me llevaron presa, junto con una marica y una torta, a la Comisa ría Seccional Segunda de Ramos Mejía, en Avenida de Mayo y Castelli. Me tuvo que ir a buscar mi mamá. El cachetazo que me pegó mi abuela... no me olvido más.
Empezaba a darme cuenta que era otra la apariencia que quería tener. Que me gustaban los varones ya lo sabía, pero empezaba a notar que me gustaba pintarme, ponerme ropa de mujer, de a poco empecé a descubrir todo eso, aunque de chiquita, entre los cinco y ocho años, ya me ponía la ropa de mi abuela, le usaba los aros, las pinturas. Más de grandecita me descubrieron. Quedó como un juego, pero me mandaron a la psicóloga. Fui una sola vez. Cuando me preguntó por mi sexualidad, salí huyendo. Pensé que me habían descubierto, creía que le iban a confirmar a mi abuela que era puto. Ella trabajó en el Hospital Muñiz toda la vida hasta que murió, era enfermera en la sala diez y once, que era la de las travas. También me crié en ese hospital. Durante toda la adolescencia me machacaba la cabeza con el tema de las travas, yo tenía un pánico terrible. Me contaba la historia de Paloma que era una trava que estaba internada con sida .Sufría mucho porque su marido no la iba a ver y siempre se escapaba, saltaba la pared del Muñiz. Mi abuela se pasó toda la vida insistiendo con que me cuidara, que las travas caían todas sidosas, que no tenían familia. Con los años me di cuenta de que eso me fue generan do un pánico interno y prejuicios muy fuertes hacia las travas.
Yo estaba acostumbrada a estar siempre entre las travas. Las veía y para mí era una admiración total. Pero tenía muy machacado en la cabeza esto del sida, o también de verlas defenderse a los botellazos y piedrazos de los tipos y la policía que iban a violentarlas todas las noches. Me acuerdo una vez (yo tenía trece, catorce años) que a cuatro casas de distancia de la mía, vi a la policía agarrando a Giselle, la amiga de mi mamá. Eran tres ratis tirando de ella, que estaba colgada de la reja de su casa a los gritos, desesperada. Los vecinos miraban por la ventana y nadie salía. Era terrible, me daba mucho miedo todo eso.
Por ese motivo decidí seguir mi vida como gaycito, es más cómodo en esta sociedad. A estas travas ya les había toma do idea, se paraban cada noche en esa misma esquina de la Avenida San Martín y Gascón. Ellas sabían que yo era marica, se lo decían a mi mamá: “tu hijo es puto”, y mi mamá se ponía loca, les quería pegar. Entonces yo daba la vuelta, no cruzaba más por donde estaban ellas. Empecé a ir a lugares de gays, que era peor, porque en lugares como Bunker, las travas eran el demonio. “Son villeras, son drogradictas”, decían las geishas... ese prejuicio que todavía hay en la comunidad. En ese momento aparecían en escena Flor de la V y la Cris Miró, eran como las top, y dos o tres más que empezaron como mari cas en Bunker y se fueron travestizando, por eso las dejaban entrar, el mismo estereotipo de travas que mostraban en los medios hegemónicos en ese momento y también hoy en día. Pero a las travas comunes como somos la mayoría, que caíamos con las tetas semi al aire, bucaneras y minifalda porque veníamos de la zona roja, esas no podíamos entrar en un ambiente careta como ese donde solo se mostraba ficcionalidad. Esas éramos un mamarracho.