Si hablan no les creen. Dicen que no pueden tener ese lenguaje, que sus dibujos no son claros, que les llenaron la cabeza y que son muy chicas para contar lo que les pasa o muy grandes para no poder defenderse. Si denuncian las obligan a contar una y otra vez la misma escena. Las obligan a mostrar el pudor de su intimidad en una inspección que se vuelve castigo. Si intentan mantener entre su familia y sus amigos/as una situación dolorosa las acusan de encubridoras o cobardes. Si van a buscar ayuda les dicen por qué se vistieron provocativas y si no aprendieron a decir que no a lo que no les gusta. Si hablan las culpan. Si no hablan, también. Las niñas y adolescentes víctimas de abusos sexuales son siempre puestas en el banquillo de las acusadas.
En el Colegio Nacional de Buenos Aires una adolescente contó que sufrió un abuso por parte de un compañero de 18 años en un Facebook compartido entre conocidos del colegio. El rector Gustavo Zorzoli comunicó a toda la comunidad educativa que había existido un abuso (no dio el nombre de la menor pero su identidad quedo revelada en un corredero sin límites) y dijo: “Este hecho pone de manifiesto claramente la situación de vulnerabilidad a la que quedan expuestos nuestros alumnos”, en referencia a las tomas estudiantiles. Zorzoli incumplió el “Protocolo de intervención lnstitucional ante denuncias por violencia de género, acoso sexual y discriminación de género”, creado por la UBA (a la que pertenece al colegio) en el 2015 que dictamina sobre el respeto y la privacidad que “la persona que efectúe una consulta o presente una denuncia, será tratada con respeto y confidencialidad, debiendo ser escuchada en su exposición sin menoscabo de su dignidad (…) En todo momento se deberá resguardar la voluntad de la persona en cuanto a las acciones que decida realizar así como en la confidencialidad de los datos que expresamente manifieste querer mantener en reserva”.
Los abusos sexuales nunca deben silenciarse, pero jamás se debe exponer a la víctima ni condicionar sus decisiones o revelar su identidad. La violencia sexual en las escuelas no es nueva. Una generación de hijas de Ni Una Menos empoderadas para no callarse sí es una novedad. En 1990 a Diana S. también la abusaron en un aula, cuando tenía 14 años, y la respuesta fue culparla. “Durante segundo año en el Colegio Nacional Nicolás Avellaneda, sufrí un abuso en una época donde no se sabía siquiera que era un abuso. Un grupo de compañeros me ató y dejó inmovilizada un buen rato, a pesar del pedido enérgico de dos compañeras que gritaban para que la corten. Me taparon la cabeza, me quemaron con cigarrillos y desabrocharon el corpiño. La vicerectora le expresó a mi mamá que yo me vestía provocativa y ‘mostraba las lolas’ a pesar que tenía 14 años y casi no estaba desarrollada. El Vicerector decidió aplicar quince amonestaciones a los participantes por los que algunos se quedaron libres. A mí no me permitieron cambiarme de turno ni de división porque “no había lugar”. Nadie me contuvo ni habló conmigo. Solo el Centro de Estudiantes me dio una mano. El resto me señalaba y no como víctima, sino como culpable y llegaban a decirme que era ‘una judía de mierda’. La escuela nunca me pidió perdón”.
El cambio no es que ahora pasa lo que no pasaba, sino que ahora se dice lo que antes se callaba. Yamila Corin es Presidenta de la Asociación Civil MUNDANAS tejiendo redes, contra la violencia patriarcal que generó el “Manual para docentes A.S.I NO, El silencio y la indiferencia son cómplices” en donde se señalan indicadores para detectar e intervenir en situaciones de abusos en las escuelas. “El camino de reparación empieza por creer y sigue por analizar el protocolo que corresponda a cada institución, reconocer el grado de riesgo, identificar al adulto protector que es la mamá generalmente (aunque no siempre), rodearse de gente para pensar estrategias, acompañarse, sostenerse, abrazarse y denunciar lo más informadamente posible con el primer objetivo de conseguir impedir el contacto de quien fuera el abusador con la víctima, para así ponerla a salvo”, grafica.
Sin repercusión mediática esta semana comenzó un juicio emblemático en Cipolletti, Río Negro. En el 2014 un niño contó que su profesor de música le tocaba las partes íntimas. “El silencio se quebró, le creyeron, la denuncia tuvo poca relevancia al principio, pero al alcanzar estado público, la Justicia ordenó treinta y siete cámaras gesell en una semana, a niños y niñas de 4 y 5 años; pero que se tomaron de pésima manera. A pesar de todo esto, diez cámaras son promovidas y ahora comenzó el primero de diez juicios orales que van a continuar hasta noviembre. En el resultado de estos juicios las ‘Mujeres Andando’ (agrupación que conformaron las mamás protectoras) podrán o no descansar en la paz de haber conseguido algo de justicia. Si así no fuera, son ellas y su búsqueda, su aguerrido cuidado y el amor por sus hijos el que nos hermana y repara a todas las mujeres que buscamos el mismo objetivo”, valoriza Corin.
En las redes y la televisión se juzga a una niña por no denunciar, pero si se denuncia se juzga a las niñas por decidir avanzar. Paula Wachter, directora de Red por la Infancia contextualiza: “El sistema reacciona de forma irracional ante las denuncias por delitos contra la integridad sexual: un mecanismo que se observa en los operadores es dudar de su ocurrencia, desconfiar de la víctima e incluso responsabilizarla de la agresión. Después de la denuncia, no hay una presencia articulada y efectiva del Estado más allá de la emergencia. El día después, las víctimas se encuentran con un sistema confuso, sin una orientación, con graves barreras de acceso a la justicia y con fallas en la articulación de los organismos responsables de velar por su protección. La revictimización y vulneración de derechos es moneda corriente”.
Mientras que la psicóloga Susana Toporosi, Coordinadora de Salud Mental de Adolescencia, del Hospital Gutiérrez analiza el tratamiento mediático sobre el agresor en el caso del Colegio Nacional Buenos Aires y apela a la posibilidad de prevenir y no perpetuar abusos: “Con respecto al joven varón, para nuestra legislación es un adulto, a partir de los 18 años y cometió un delito. Más allá de eso, constituye una oportunidad para pensar que muchos adolescentes, que tienen conductas sexuales abusivas, son nombrados erróneamente como abusadores. Sin escatimar en lo más mínimo acerca de su responsabilidad en el daño que provocaron, del cual tendrán que hacerse cargo, se les está otorgando un sello identificatorio del que será muy difícil volver. La adolescencia es una etapa aun de constitución psíquica y no es lo mismo decir que tienen conductas sexuales abusivas que decir que son abusadores. Lo que está en juego es el lugar que tiene el otro (en este caso la chica) para él; si es un sujeto o es una cosa. La marcación social acerca de que ha provocado un daño no silenciándolo, sumado a la condición de un tratamiento psicológico, pueden ser una oportunidad para no quedar coagulado en una identidad de abusador que ayude a determinar que finalmente lo sea”.