Me cuesta aceptar que el uso de las etiquetas me gusta, con algunas sufrí mucho, pero no dejan de gustarme. Las personas que dicen no estar en ninguna etiqueta o aquellas que dicen que no les importan son, precisamente, las que tuvieron y tienen las categorías mejor ubicadas en la jerarquía social. Los nietos e hijos de médicos y abogados dicen que los títulos no importan, a ellos el título de grado les viene dado como por destino. Los que no fueron señalados por los rollos de su cuerpo dicen “lo importante es lo de adentro”, aunque siempre sus parejas afectivo-sexuales son personas flacas. Otros incluso rechazan la existencia del activismo gordo diciendo que esos son problemas de autoestima. Los hijos de políticos y representantes sociales muchas veces dicen que la política no les interesa, precisamente, porque nacieron ya con una porción de la torta bajo el brazo.

Asumirme como gay, primero, y como puto después para luchar por mis derechos. Decir que soy peronista y no otra cosa, que soy licenciado en filosofía, aunque actualmente no soy amigo de esa disciplina, todas estas etiquetas forman parte de una revolución. Porque dejar de lado la heterosexualidad me llevo casi veinte años y pelearle al machismo peronista la identidad política de un puto todavía es una lucha. Del mismo modo, recibirme de licenciado en filosofía es un orgullo, el orgullo de ver la mirada de mi madre de plena felicidad, la de poder ver que sus hijos pudieron tener acceso a la educación universitaria que históricamente le fue negada a la familia.

No soy mujer y no creo que llegue a serlo, tampoco soy una oda a la mariconería, la costumbre, el barrio, la masculinidad impresa en mi cuerpo forman parte de un camino a desandar que quizá me lleve toda la vida. Porque habitar la masculinidad nunca es tan placentero como para no dejar de intentar salir de ella, ni tan tormentoso como para no habitar algunas de sus aristas. No soy mujer, pero vivo con ellas, desde que sufrí la discriminación por mi orientación sexual, casi por olfato me acerqué a las que comunmente son denominadas putas, mientras pasan los años, las putas siguen siendo mis amigas.

También lo son las solteras, las divorciadas, las militantes, las feministas, las que hacen punta en una disciplina y nadie las lee ni escucha porque no tienen pene. Me hice amigo de las travas, esas maestras de la supervivencia. Mis amigas travas saben leer la hipocresía y el clasismo que tiene nuestra sociedad. Siento que mis pequeñas revoluciones están hermanadas con la de ellas. Las sigo más a ellas porque en este presente “lo gay” no tiene una agenda determinada: nos atrapó la normalidad bajo la forma de institucionalidad diversa. Ahora muchos gays acompañan gobiernos de derecha.

* Licenciado en Filosofía, integrante del grupo de historias de las mujeres, género y sexualidades “Cornelias”.