Cinco mujeres se mojan los pies en la Bombay de 1937, son estudiantes, están en un picnic y muestran las rodillas y un poco más también, son las “chicas modernas”, las colegialas citadinas de las comunidades anglo-indias. El retrato de pies descalzos es una de las primeras fotos de Homai y forma parte de una serie en la que aparece también su compañera en la escuela de artes, Rehana Mogul, con poses de diva publicitaria y un racimo de uvas húmedas cerca de los labios de su boca abierta. Homai aprendió el oficio de la cámara lúcida caminando por la calle con Maneckshaw, su novio, al que conoció en una estación de tren y el que firmaba con su nombre las fotos que sacaba ella. Maneckshaw Vyarawalla era autodidacta pero era hombre y ninguna “Illustrated Weekly of India” o revista parecida iba a publicar fotos callejeras con copyright femenino aunque la que estuviese detrás de la lente fuera la primera fotoperiodista de la India. Se perdieron la primicia y el dulce olor de la vanguardia.
En el tiempo final de la lucha por la independencia Homai y Maneckshaw se mudaron a Delhi, la ciudad que cambió el pulso de sus ojos, les ofreció en bandeja escenas de una India que desempolvaba tutelas inglesas (muchas de las fotos de Homai son documentos emblemáticos de la construcción de una nación) y le permitió a Homai sacar los primeros planos de una tradición que nacía con las caras de Indira y Sarojini Naidu, la ruiseñora.
Camuflada hasta la invisibilidad y envuelta en un sari que borraba curvas -una coartada hecha a medida que le aseguraba un convencional estar afuera sin escolta-, Homai logró con su Rolleiflex fotos de Ho Chi Minh, de la bandera tricolor izada por primera vez en el Fuerte Rojo y de Dalai Lama que hacen composé con la que le sacó a Jacqueline Keneddy con un elefante bebé en la casa oficial de Nehru, su modelo preferido y fotogénico al extremo, según siempre decía antes o después de recordar que se había sentido como una nena que había perdido su juguete favorito cuando él murió: “y lloré, ocultando mi cara a otros fotógrafos”. Supo hacer que su cuerpo fuera otro cuerpo desde la adolescencia cuando decidió que la menstruación no iba a modificar sus horas de clase (heredera de costumbres parsi, debía cumplir con el aislamiento durante esos días) “yo tenía mi propia agenda y mi madre no lo sabía. Yo ajustaba mis períodos según el horario de mi escuela”. Tardaron en reconocer su trabajo -desde hace algunos años fundaciones de arte y museos exponen la colección de sus fotografías (álbum completo del despertar político, la independencia y la desilusión), y tardó ella en descubrir el mundo de las mujeres, un mundo que perdió de vista mientras vivió más de treinta años, pendiente del espejo de los otrxs. En ese entonces decía que las mujeres le daban miedo y que solo las oía hablar de “sirvientes, joyas y maquillaje”. Pero un día el miedo se fue. Fue cuando enviudó y dejó la fotografía de los apellidos.
Lejos de la ciudad y viviendo sola con su hijo, Homai recuperó -como en el final de las leyendas, con un decorado de montañas ardientes de aurora y aguas, cuando la noche anterior se convierte en la hora de cada día - el efecto de textura que provocan algunas fotos y la alegría de vivir entre mujeres.