Moira Millán habla por teléfono desde su casa, en la comunidad Pïllan Mahuiza de Chubut. Para que su celular tenga señal debe subirse a un banquito, con su cuerpo como antena parabólica. Ese esfuerzo físico -y otros tantos- le demanda hacer conocer la lucha del pueblo mapuche. El jueves de la semana pasada, en su casa, que está 100 kilómetros al sur de Esquel, el hallazgo se pintó de terror: una zorra torturada apareció como claro mensaje amenazante para ella, la weychafe (guerrera) Moira Millán, a quien le dijeron que “será la próxima”. Viven en 150 de tierras recuperadas en 1999, a orillas del río Carrenleufú (o Corcovado), al lado de la cordillera. El aislamiento hace que la amenaza sea aún más nítida: ¿quién se enterará si hay represión, si hacen efectivas algunas de las amenazas proferidas contra esta mujer que viene denunciando a los gobiernos desde hace décadas?
Allí, tras la ceremonia de la comunidad para sepultar a la zorra, cuya cadera fue rota en un mensaje mafioso, Moira se dirigió al juzgado de Hernán Del Verne para presentar un recurso de hábeas corpus. Sin abogadxs, casi sin periodistas interesadxs en la gravedad del “recado”, Moira sintió el peso de la soledad de su pueblo. “Estoy desolada. A la espera de que el juez me reciba. No nos acompaña ni abogado ni organismos de derechos humanos. Cuando el enemigo tortura y mata un animal y lo deja en la puerta de tu casa diciéndote que el próximo cadáver será el tuyo, te habita la certeza de que tenés los días contados, y me pregunto con quiénes cuento, miro a mi alrededor y tan solo están mi padre y Colipi. Si me matan ¿alguien lo sabrá? Marcharán algunos. ¿Por qué la sangré blanca duele más que la sangre mapuche? Estoy sola en el momento más duro de mi vida...”, escribió Moira a sus contactos de whatsapp.
Y sin embargo, más allá de esa sensación, Moira lleva una vida -desde 1992- tejiendo redes solidarias, dando a conocer la lucha de su pueblo, bregando por el buen vivir. “Vivimos en una zona de bosques nativos, atravesado por el río de agua muy cristalina, caudaloso, ahí quieren hacer seis represas. Nuestro lugar son solo 150 hectáreas de montaña, hay muchos animales silvestres que habían desaparecido, pero volvieron. Tenemos pumas, gato montés, porque estamos en contra de la cacería y de la forestación”, describe. “Este lugar es un pequeño paraíso en la tierra”, dice.
Días antes de la amenaza en la puerta de su casa, Moira había ocupado el juzgado federal del entonces magistrado a cargo de la investigación por la desaparición de Santiago Maldonado. También participó de la Asamblea de Ni Una Menos en el Bolsón. Quiere que el país conozca que la represión al pueblo mapuche es muy anterior a la irrupción de Gendarmería el 1º de agosto pasado en el Pu Lof de Cushamen.
Parece que nació siendo una guerrera de su pueblo, pero antes, mucho antes, Moira fue una ferviente evangelista que llegó a Brasil como parte de un adoctrinamiento religioso. La iglesia a la que pertenecía estaba preocupada por la ida de sus creyentes a las filas del Partido de los Trabajadores. Y entonces, con 16 años, Moira también decidió dejar el mensaje bíblico para encontrarse con la lucha social. A la vuelta, se reunió con su familia, y “recuperó” su identidad mapuche. Desde 1992 formó parte de la organización mapuche tehuelche 11 de octubre. En 1996 denunciaron la desaparición de un trabajador rural de la estancia de Benetton, Eduardo Cañulef. “Son 145 desaparecidos hermanos mapuches”, dice Moira. Hace pocos días, difundió una proclama desesperada: “La nación mapuche busca la paz pero con justicia. Por eso les pedimos por favor que despierten ustedes, porque hoy vienen por los mapuches pero mañana vendrán por cada uno de ustedes y pronto ni siquiera los territorios van a poder garantizar ni una partícula de vida. La lucha de la nación mapuche no es por la propiedad de la tierra, es por un modo de vida en la tierra”.