Cuántas serán a esta hora las personas que evalúan la posibilidad de huir.
No por cobardía, ni tampoco por temor. Simplemente por la necesidad de no querer formar parte de una oleada que los expulsa. Y que hasta el momento sólo profundiza los gestos identificados como los males de una época que se propuso dejar atrás. El escape entonces, surge de continuar esa búsqueda por crear una realidad distinta.
Sin embargo, después de los festejos y los llantos del domingo por la noche, la sensación que reina en las grandes urbes parece ser de asfixia. Imprevisibilidad, quietud y una incertidumbre que abruma. En el que el simple juego de opciones sólo parece permitir elegir entre "oxidarse o resistir", como alguna vez escribió Javier Martínez.
A final de la década del sesenta, esa voz de registro grave que emergía del primer disco de Manal aseguraba que “hacía el sur” había un lugar que permitía escapar de la ciudad, edificada metafóricamente como la representación de un sistema de individualidad opresiva y, por entonces, también represiva.
En los años en los que el rock argentino daba sus primeros pasos para conformarse como un movimiento contracultural, el músico nacido en Berazatagui parió el blues en castellano a la par de Claudio Gabis y Alejandro Medina, sus laderos en el primer power trío del país.
Pese a los colores que comenzaban a formar parte de la última gran etapa de la bohemia porteña, la irrupción de la juventud a la escena pública no se sucedió en años tranquilos. Desde 1966, la dictadura que se autodenominó Revolución Argentina, apuntó desde un primer momento contra los colectivos juveniles y persiguió a todas las expresiones de una disidencia que se manifestaba desde los ámbitos políticos y culturales.
Con el mayo francés a la vuelta de la esquina, fueron los años en los que se apuntó particularmente contra las universidades nacionales, consideradas “cuna de la subversión”. Fue el tiempo de los bastones largos y las razzias policiales. También fueron años de avanzadas contra los derechos laborales que derivaron las revueltas obreras que empezaron a marcar el fin de la anteúltima dictadura que vivió la Argentina. El prefacio de lo que más tarde terminaría en un genocidio.
En medio de la bohemia que copaba los bares de la calle Corrientes que no dormía, andaba el artista plástico Roy Macintosh. Era uno de los integrantes de los grupos que se reunían en los bares que escenificaron las largas tertulias en los que músicos, artistas, escritores, cineastas y algunos invitados de ocasión parían los movimientos que iban a marcar a fuego los movimientos culturales por venir.
Según cuenta el propio Martínez, Roy, Tanguito y Marcela Pascual invitaron a parte de esos grupos a pasar los días a una quinta que quedaba en Monte Grande, en el partido de Esteban Echeverría. En la entrada había un camino con cinco pinos por lado. Una casa con diez pinos, que terminó de inspirar una de las canciones que terminó formando parte del primer disco de Manal, editado por el sello Mandioca en 1970.
Se trataba de un predio con una hectárea de parque, con espacios alejados en los que cada una de las personas que formaron parte de esa especie de comunidad transitoria podía dar rienda suelta a su creatividad, alejado de la ciudad, con sus temores y amenazas. “Eramos un grupo de artistas y estábamos todos solitos por ahí pintando, escribiendo o haciendo música, y después nos juntábamos todos en la casa”, supo contar el baterista y autor de las primeras letras de Manal que un día se fue con la guitarra bajó un árbol, y terminó de ponerle letra a una melodía que ya tenía “más o menos hecha”.
“Un jardín y mis amigos/ no se pueden comparar/ con el ruido infernal/ de esta guerra de ambición/ para lograr, o conseguir/ prestigio en la ciudad/ Dinero y nada más/ Sin tiempo de observar/ un jardín, bajo el sol/ antes de morir”, dice esa canción que luego fue reversionada en innumerables ocasiones entre las que se destacan las de bandas como Pez, La Mississippi, por Pappo, O’Connor, y por Juanse acompañado por el violín de Peteco Carabajal.
En la relectura histórica, esa reivindicación que nace de las salidas colectivas a la opresión sirve también como una foto de época respecto a los movimientos juveniles que empezaban a encontrarse en el marco de una política gubernamental que apostaba a la dispersión y el individualismo.
Grabadas en los estudios TNT a comienzos de la 1970, la canción ocupa el segundo surco del Lado B de un disco. En un long play en el que el orden de las canciones está amalgamado con maestría, es antecedida por esa pintura suburbana llamada “Avellaneda blues” y se continúa con la existencialista “Informe de un día”, que Martínez también redondeó en un contexto de encuentro, en la casa de Pipo Lernoud.
“Siempre les voy a agradecer a Marcela y a Roy por haberme invitado. Nunca había estado en un grupo de artistas que conviven en una casa y crean todos juntos. Se genera un espíritu de acumulación y una energía redoblada. Fijate que los grandes movimientos artísticos nacieron de grupos, y ésos son los que cambian la historia”, le dijo alguna vez Martínez a la periodista Maitena Aboitiz.
De eso se trataba hace más de cincuenta años. De eso, quizás, también se trate mañana.