I
No soy el único, sin embargo, soy único, esperando no sé qué, la duplicación ensimismada de la canción, bajo un signo zodiacal que excluye la caída del sol, y me doy cuenta de que está en llamas el hueco de los pájaros que dicen adiós a la noche y ponen su esperanza en el verdadero sentido de la palabra manzano que empieza a andar como una nube, como un sahumerio, y llega hasta el altar del padre vino, al fin y al cabo el sitio exacto donde llega el pensamiento, Cicerón y Sinatra, donde puedo situarme a mí mismo, mediante cierta voltereta espiritual de límites casi precisos, como un hongo desnudo, al que muchos han llamado Juarroz.
II
Sí, pero ayer a las cinco de la tarde, Sam, Sam Shepard, limpió los canarios, les dio de comer y se quedó mirando hacia un enorme anteayer simbólico, él una taza de té, yo una de café, él creyendo en la mujer, él un enamorado, nunca lo había pretendido, simplemente le ocurría, era como un polen involuntario, no, no, Sam, creía en la mujer, parecía existirle en un impulso natural, más allá de su vida hacia otra vida, en pie de rosa y en pie de espina, en ningún lado, dentro de sí, donde nacen las pausas, después de darle de comer a los canarios, en la parte en que ella se enamoraba, dulce, y entonces podía imaginar donde recibir el sol tan amarillo, que podía ser dicho a intervalos de silencio mientras se daba de comer a sí mismo, después de dar de comer a los canarios.
III
Jacques, Jacques Prévert decía que si el resorte pudiera romperse, arreglaría las cosas y sería solamente culpa del destino, pero Andre, Andre Virel, decía que él lo había dicho primero, y que cuando los individuos enfrentan el mundo con tanto valor, el mundo no puede quebrarlos sino matándolos, pero Ernest, Ernest Hemingway, decía que él lo había dicho antes, y que acaparar o separar, eso es lo que quieren, pero Janine decía que antes lo había dicho ella, y que la realidad misma también es un prodigio, pero Cerstedet decía que antes lo había dicho él y que un poeta no puede decir nada de la poesía, pero Federico, Federico García Lorca, decía que antes lo había dicho él, pero el hito del principio es una falsa medición, digo yo que lo han dicho otros.
IV
Abría los ojos, Alejandra, Alejandra abría los ojos y ocultaba el aura de los versos, ardiendo, silenciosa, como un acto prohibido, papeles de una misma, astillas que se echan al fuego, después de tantos años de no verla, en el sitio exacto del corazón, tibio y lluvioso de mujer desnuda, de animal feliz que no figuraba en sus visiones ni en su esencia porque Alejandra iba más allá de Alejandra, y esto se repetía muchas veces en su mirada y cuando cerraba los ojos, cuando traía ropas alegres y se sentía hermosa, horriblemente hermosa, hermosamente horrible en su esquema corporal necesitado de silencio.
V
Gladys se llevó un cigarrillo a los labios y nos tumbamos una al lado de la otra, boca arriba, capaces de invención e insensatez, vaciadas hasta la última partícula de utensilios mentales, y nada indicaba que fuéramos a permanecer tan quietas y serenas como Mario, Mario Levrero, todo el santo día como Mario Levrero pero eclipsadas por su encanto, raigambre verdadera de Mario Levrero, raigambre de su encanto donde nuestras almas adoraban nadar en un preexistir anterior a nuestras dos formas y hasta eso era imaginario, repetidas veces imaginario, mientras (no) girábamos como las agujas de un reloj de pie, o con las rodillas y los codos doblados, y toda esa desnudez de cuerpo y sustancia que no quería existir como una literatura climatológica, de tiempos buenos y tiempos malos, a fuerza de propaganda hecha por los amigos de los diarios.
VI
El lilar, todo ese espacio lila, era un escenario metafísico en el que tenían lugar apariciones y desapariciones, de los símbolos inalterables y alterables, eternos y perecederos, testimonios de que el lilar es un proceso, instante a instante, infrecuente sutileza de los que condenaron, de los que condenaron a Néstor, Néstor Perlongher, los reyes indignos de las rositas mustias, chiruzas con corona, padres del éter y el amoníaco, lúgubres agapantos de vírgenes orificios que nunca darían a luz un estiércol cósmico como el de Néstor, que podía engendrar una serie infinita de morfemas guturales, o las únicas dos palabras del raye relumbrón, o las uvas que se pudrían al rocío, continuos y discontinuos íbices de un lilar que tranquilizaba a la misma oscuridad, al margen de logros poéticos controvertidos siempre.
VII
Más tarde, tu nave espacial, se quedó abierta para siempre, no pasaba nada, porque en la dimensión poética, una nave espacial que en verdad existe no se ajusta a reglas generales, con un tachero en la mesa de comandos haciendo girar la manivela que hacía que el platillo volador subiera como un avión a chorro, pero yo nunca dudé, ni en los lugares menos prestigiosos, ni en los momentos más desesperados, cuando tus detractores dijeron que habías perdido el juego, y entonces, ¿qué?, entonces seguimos siendo juntos, hasta el final, y después del final, seguimos unidos por las mismas pasiones, testigos y mirones, jamás situados por encima de nosotros mismos, dentro y fuera de la nave, como un cimiento cósmico, según se dio cuenta Enrique, Enrique Lihn, mirándome con el láser de sus ojos.