El capítulo de las reformas estructurales que prepara el Gobierno para después de las elecciones de octubre incluye como una de las prioridades la aceleración de los pasos para que la Argentina sea aceptada como miembro de la OCDE. Es una decisión de enorme trascendencia de la que por ahora pocos toman nota en medio de los debates de campaña y frente a problemáticas coyunturales más urgentes. Va en la línea de los acuerdos con las principales potencias que firmó el menemismo en los 90, como los Tratados Bilaterales de Inversión y la aceptación de tribunales extranjeros y organismos internacionales para la resolución de controversias de orden financiero o con las multinacionales, cuyos efectos aún persisten y han sido fuertemente costosos para el país. La OCDE sintoniza con el FMI y con la Organización Internacional del Comercio (OMC) en la imposición de un modelo económico centrado en la valorización financiera y la apertura comercial, pero va más allá al definir reglas de funcionamiento interno de los países en aspectos sensibles como educación, el sistema jubilatorio, la política impositiva o las compras estatales. “El retiro a los 67 años es una edad razonable cuando la expectativa de vida se alarga cada vez más”, definió por ejemplo el mes pasado Ángel Gurría, titular de este club de los países más poderosos y otros que orbitan a su alrededor consustanciados con los parámetros de la ortodoxia globalizadora.
La Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) registra como antecedente la coordinación de la ayuda a Europa tras la segunda guerra mundial bajo el esquema del Plan Marshall. En 1948 se llamó Organización para la Cooperación Económica Europea y fue promovida por Estados Unidos y Canadá. En 1961 se transformó en la actual OCDE, conformada por esos países americanos y las naciones europeas de occidente. En 1964 adhirió Japón, a principios de los 70 lo hicieron Australia y Nueva Zelanda y después de la caída del Muro de Berlín se acoplaron varias de las ex repúblicas soviéticas, pero no Rusia. Más tarde se incorporaron México, Chile, Israel y Corea del Sur. En total son 35 socios. En América latina, Perú, Colombia y Costa Rica están en proceso para sumarse, mediante una constante adaptación de sus políticas y sus instituciones a las exigencias del club. El gobierno de Mauricio Macri empezó a transitar el mismo camino y ya tuvo un guiño de Donald Trump para ser considerado como aspirante, aunque la resolución es a mediano plazo tras aprobar una larga lista de recomendaciones en casi todas las áreas de la gestión pública. Brasil también viene avanzando en estrechar lazos con la OCDE con vistas a una participación plena más adelante.
“La OCDE es el gran think tank para el diseño de políticas conservadoras. Es un organismo técnico que se presenta como la mayor santificación de los países que están en ‘el buen camino’, en los términos en que los define el mainstream, y que son ‘institucionalmente robustos’”, explica Jorge Carrera, especialista de la Universidad Nacional de La Plata. Al igual que el FMI, del que algunos consideran que está incluso más a la derecha, la OCDE elabora informes anuales sobre la situación de los países socios donde destaca los progresos en la aplicación de políticas neoliberales y renueva exigencias hacia los gobiernos, con la presentación de investigaciones en distintas áreas y proyectos legislativos para ser debatidos internamente. Es un organismo planificador de políticas públicas con una orientación bien definida y que ejerce de fiscalizador sobre el accionar de los estados nacionales.
Uno de los mayores riesgos de ingresar a la OCDE para un país como Argentina es que después le resultaría altamente dificultoso anular la membrecía por las amenazas que debería soportar a nivel político y económico. Los mercados financieros aplicarían una reversión violenta de los flujos de capitales frente al desafío a las grandes potencias y se complicaría el acceso al endeudamiento internacional, del cual el actual gobierno nacional tiene una dependencia absoluta para cubrir el creciente desequilibrio externo. “Incorporarse a la OCDE es un camino de ida. No hay forma de salir para un gobierno que pretenda apartarse de los lineamientos de políticas definidos por el club. Chile, por ejemplo, no puede avanzar con la educación universitaria gratuita entre otras razones porque el organismo le pone resistencia”, ejemplifica Stella Maris Biocca, experta en derecho internacional. De ahí que apurar los pasos para el ingreso como lo anticipa el oficialismo es una decisión trascendental con consecuencias a largo plazo. De hecho, el kirchnerismo no pudo en doce años de gobierno desprenderse de los Tratados Bilaterales de Inversión que condicionan la relación con las multinacionales de los países centrales. Mucho más difícil sería una decisión tan drástica como abandonar la OCDE. Solo una crisis como la de 2001 dio margen para una jugada osada como desprenderse de la dependencia del FMI. El gobierno de Cambiemos es consciente de la mala reputación del Fondo Monetario, por eso prefiere incursionar por un camino paralelo que conduce al mismo destino. La OCDE se presenta como un organismo técnico, que aporta a la transparencia estadística y remarca la importancia de lograr el desarrollo de las naciones con inclusión social y cuidado del medio ambiente. Pero detrás de esa fachada impone limitaciones precisas a los países para la toma de decisiones que contradigan la orientación dominante. En la práctica, las políticas que impulsa el organismo buscan cristalizar el modelo de la desregulación financiera, la liberalización del comercio y el statu quo. “Es el órgano internacional de las grandes corporaciones”, insiste Biocca.
Una de las condiciones que impone la OCDE a los países miembros es la firma de acuerdos que restringen la posibilidad de imponer regulaciones a los mercados de capitales. “También reclaman una baja generalizada de los aranceles de importación y reformas en el sistema jubilatorio, en las leyes laborales y la estructura tributaria”, indica Biocca. En julio pasado el organismo le entregó al ministro de Hacienda, Nicolás Dujovne, un informe de 174 páginas sobre el estado de la economía nacional, según sus criterios, cargado de sugerencias sobre las transformaciones que serían necesarias para sintonizar con los estándares del club. “Tras años de políticas económicas insostenibles, Argentina realizó recientemente reformas drásticas y un cambio de rumbo en sus políticas que le permitieron evitar otra crisis y estabilizar la economía”, juzgó allí en referencia a la etapa kircherista. El documento fue presentado por Gabriela Ramos, directora del organismo. En materia laboral, sostiene que el país necesita un régimen más “flexible”, eufemismo para la rebaja de costos salariales y recorte de derechos a los trabajadores. Por ejemplo, defiende el reemplazo de las indemnizaciones por despido por un seguro costeado por el trabajador con descuentos de su salario para la eventualidad de resultar echado. “Estas reformas implicarán costos porque habrá empleos que se pierdan en algunas firmas y sectores mientras se crean en otros lugares”, admite. También cuestiona el elevado déficit fiscal y pide un duro ajuste del gasto público. Para disminuirlo, recomienda achicar las erogaciones en seguridad social. “El gasto en pensiones es alto y el envejecimiento poblacional amenaza a largo plazo la sostenibilidad del sistema de jubilaciones”, afirma, frente a lo cual indica que se debe igualar la edad de retiro entre hombres y mujeres y deja flotando un aumento para todos más allá de los 65 años. “Es necesario racionalizar el empleo público, especialmente en las provincias, y eliminar gradualmente los subsidios a la energía”, agrega en pos del mismo objetivo de ajustar las cuentas públicas con cesanteados estatales y tarifazos de servicios esenciales.
Cambiemos apuesta a que un triunfo electoral en dos semanas aumente el espacio político para afianzar transformaciones como las que plantea la OCDE, y con esos deberes hechos adelantar varios casilleros en su objetivo de que Argentina forme parte del club de ricos para los ricos, del cual después no será nada fácil salir.